viernes, abril 26 2024

AZUFRE FILOSOFAL by Javier Caballero Bello

1

Bartolomius era un estudioso de la naturaleza; al menos eso es lo que él creía que era. Pasaba largas horas e incluso días encerrado en el sótano de su casa estudiando, buscando resultados; en un frenesí por alcanzar la meta que se había previsto.

Había dejado ya la madurez y estaba en esa edad que le acerca a la senectud. Era alto, delgado, más bien huesudo, de complexión fuerte y fibrosa. El pelo canoso y escaso recogido en un gorro de lana indicaba su propensión y miedo a coger frío. Vestía con una larga saya de lana que le llegaba casi hasta los pies y por encima llevaba una capa de tejido gordo para preservar sus escasas carnes de la humedad. El enjuto rostro de labios finos y delgados estaba dividido por una gran nariz aguileña y destacaba una barba de chivo.

Vivía rodeado de libros, aparatos y frascos de cristal o de cerámica difíciles de nombrar y de ver en cualquier otro sitio. Embudos, matraces, espirales, pipetas, probetas, morteros, tubos, espátulas, varillas y libros. Muchos libros. Unos encuadernados, otros con las hojas sueltas. Incluso había pergaminos. Apilados en los rincones. En estanterías entre material de laboratorio, restos de polvo mineral y vasijas con ingredientes inciertos, desconocidos o ya olvidados por su dueño.

Todo esto entre fogones y estufas metálicas que potenciaban el calor de la llama.

Su meta estaba clara. Buscaba la piedra filosofal. Y en más de una ocasión creía haberla encontrado. Solo le faltaba algún mínimo detalle. Algo que había pasado por alto en el proceso de su elaboración. Y que se le resistía.

Pero ahora estaba seguro. Esta vez no fallaría. Daría con el proceso que la humanidad llevaba buscando desde hace siglos, la transmutación, obtener oro a través del mineral del hierro.

Así que allí estaba él. En un pueblo perdido de la Baja Sajonia, un lugar de disputas continúas entre reformistas y contrarreformistas. Una zona dejada de la mano de Dios, diezmada por la guerra, las persecuciones y la peste; donde sobrevivir o, simplemente, subsistir era ya una tarea titánica.

Compartía la casa con su anciana esposa y con una sobrina de ésta, Katharine, que en uno de esos avatares del destino y siendo muy niña, se había quedado huérfana. A sus padres les habían quemado en la hoguera por supuestas artes de brujería. En la aldea, para no levantar rumores, habían dicho que fue durante la última epidemia de peste. La joven había ido creciendo y se encargaba de trabajar en la casa, en la huerta, en el establo, pero sobre todo, se encargaba de ayudar a su tío en su laboratorio. Había tenido ya varios incendios, incluso alguna explosión por mezclar materiales incompatibles y eso había colmado el vaso. Su esposa le había obligado a que su sobrina pusiese orden en todo eso. Además no podían significarse con el resto de habitantes de la aldea. Tenían que tener más cuidado si no querían terminar encausados por el Santo Oficio y en la hoguera. No era la primera vez que personas anónimas por el simple hecho de ser estudiosos y alquimistas habían sido apresados e interrogados. De allí al fuego purificador solo había un paso.

Bartolomius había dedicado su vida a la continuación de “Opus Magnun”, la Gran Obra, la búsqueda de la Piedra Filosofal, principio y fin del conocimiento. La sabiduría suprema y otras cosas como la riqueza al producir oro y plata de otros metales vulgares. Y lo que era más importante, conseguir el elixir de la fuente de la vida, la eterna juventud y, por tanto, la inmortalidad. No paraba de hablar de estos temas, desde que se levantaba hasta que se acostaba estaba repitiendo a su sobrina Katharine todo lo referente a la transmutación, como obtener ácido muriático, el beneficio del ácido nítrico. El fundamento filosófico y el concepto del “ánima mundi”.

2

Pero Bartolomius no siempre había sido así. No siempre había tenido este proceder.

Veinte años atrás, cuando era joven había cursado los estudios de ciencias en la Universidad de Heidelberg siendo posteriormente admitido en el prestigioso gremio de médicos y cirujanos. Había obtenido el permiso del Príncipe Elector de Sajonia, a través del burgomaestre de Gotinga, para practicar la medicina. Y así el joven Bartolomius llevaba una existencia idílica; era querido y apreciado por sus conciudadanos y disfrutaba de una posición económica desahogada. Pronto las principales familias de la zona empezaron a fijarse en él como marido de sus hijas casaderas e incluso, en más de una ocasión, hablaron de una posible dote.

Tenía una buena clientela y disfrutaba de una casa espaciosa con una zona donde atendía a sus pacientes y dos personas a su servicio. Una señora que hacía las veces de dueña y ama de llaves y un criado personal que se ocupaba también de su caballo.

Llevaba una vida muy ordenada. Por la mañana visitaba a los enfermos en su casa y por la tarde montaba en su caballo para atender a los que no podían desplazarse. No tenía familia ni nada que le distrajera de su trabajo y vivía volcado en la comunidad.

Los domingos iba a la iglesia y asistía a los oficios. El resto del tiempo se lo pasaba leyendo y estudiando. No le interesaban las tensiones de la iglesia. Había oído hablar de Lutero pero pensaba que pronto se olvidarían de él y que desde Roma le echarían una buena reprimenda.

Pero no fue así. Lo que parecía una disputa de clérigos exaltados e intransigentes pronto movilizó a la sociedad civil. El emperador se posicionó en contra de Lutero y eso dio pie a que otros príncipes y otras ciudades asociadas opuestas al emperador se coaligaran.

Su vida se interrumpió de golpe. Todo quedó pospuesto cuando la guerra asoló la zona. Las alianzas con el emperador, las continuas disputas por la religión, las tensiones entre los príncipes y las principales ciudades desataron el infierno.

Pronto todos los médicos jóvenes de las zonas afectadas, y en especial los que no tenían familia, fueron requeridos para atender a los heridos. Y muchos de ellos llevados directamente a las zonas de batalla.

Para Bartolomius fue un auténtico calvario. Él, que nunca se había significado, que era un hombre pacífico y de orden, que odiaba la violencia; pronto se vio inmerso en un apocalipsis de sangre, fuego, dolor y miedo. Instalado en una tienda de campaña, en la retaguardia, a poca distancia del frente, recibía carros y carros de heridos y moribundos. Solo se dedicaba a amputar miembros. De un vistazo sabía quién tenía una posibilidad de seguir viviendo y quién no.

Al principio, cuando veía los intestinos fuera o heridas en el abdomen intentaba aliviar al herido, trataba de colocarle los intestinos y coserle lo mejor que podía. Ponto se dio cuenta de lo inútil de su proceder. Esos pobres desdichados no tenían solución. Era mejor para todos dedicarse a los que tenían alguna posibilidad de seguir viviendo. Amputar brazos y piernas se convirtió en el quehacer más productivo.

Pero había un aspecto peor de la guerra. Los ejércitos lo asolaban todo a su paso. Las violaciones, el pillaje y todo tipo de desmanes era el proceder habitual. Las borracheras y el juego originaban peleas a muerte entre la soldadesca y solo la mano de hierro de los capitanes podía evitar amotinamientos y mayor derramamiento de sangre.

3

Nunca podrá olvidar aquel día. Aquella orgía de sangre. Un movimiento envolvente de las tropas enemigas habían dejado desguarnecida la zona de retaguardia donde se encontraba. En ese lugar estaban las barracas de los heridos, las zonas de avituallamiento, donde las mujeres y cantineras se ocupaban de preparar las comidas que serían llevadas al frente; grupos de prostitutas y rufianes, prestamistas y compradores de botín; gentes que hacían de la guerra su negocio y modo de vida; los carros de pólvora y municiones, los caballos y mulas de refresco. Una especie de ciudad itinerante que acompañaba a las tropas en la batalla y que constituía un variopinto y abigarrado grupo de diversos gremios y profesiones: panaderos, herreros, boteros, campesinos que vendían sus productos y un sinfín de gente que se acercaba al campamento a ver que podía conseguir. Varios cientos de personas que siempre acompañaban a todos los ejércitos.

De pronto estalló el caos. La carga de la caballería seguida de los alabarderos y el fuego de mosquetes desato el infierno. Los soldados acuchillaban a diestro y siniestro. Entraban en las tiendas de campaña donde se hacinaban los heridos y allí los remataban. Los que lograban escapar tambaleándose eran abatidos por las balas de los mosquetes y pistolas. Las alabardas, esas armas terroríficas como lanzas acabadas en cuchillas que destripaban a los soldados y civiles indefensos. Las mujeres eran violadas por varios soldados a la vez y a veces las dejaban desnudas correteando por el campamento para disfrute de otros soldados, o cuando se cansaban de ellas las cortaban los pechos, las orejas o la nariz. En otras partes incendiaban las tiendas y barracones con los heridos dentro y los gritos desgarradores se oían mientras duraba el fuego. A otros les cortaban los testículos y se los metían en la boca después de ahorcarles o degollarles.

Toda la mañana duró ese horror de sangre, muerte y saqueo. Hasta que las tropas acabaron con todo y con todos. Lo que no se podían llevar, lo quemaban.

Bartolomius estaba trabajando atendiendo a los heridos cuando empezó la masacre. Pensaba que su condición de médico le libraría de la muerte, pero se dio cuenta que eran una horda de asesinos. Tuvo el tiempo justo de esconderse en una fosa común donde metían a los muertos y los restos de miembros amputados. Así paso todo el tiempo que duro la carnicería. Tapado por cadáveres, entre intestinos de pobres desgraciados y miembros gangrenados. Empapado en sangre coagulada, humores viscerales, heces y orines y restos en descomposición. Temblando de miedo, pensado que en cualquier momento le descubrirían y le cortarían el cuello, le ahorcarían o lo quemarían vivo.

Perdió la noción del tiempo. A última hora de la tarde, ya casi anocheciendo llegaron las tropas del emperador. Ya no podían hacer nada. Se limitaron a rescatar lo poco que servía y apilar los cadáveres para incinerarlos. Cuando recogieron a Bartolomius no se dieron cuenta de que estaba vivo, lo colocaron con el resto, y al registrarle para quitarle los objetos de valor es cuando vieron que tenía los ojos abiertos. No hablaba, ningún sonido emitió su boca, ningún movimiento alteró la inmovilidad de sus miembros. Estaba como muerto.

Le pusieron junto a otros pobres supervivientes, hombres y mujeres que aterrados y entre lamentos eran atendidos por los soldados.  A Bartolomius no le encontraron herida alguna, no presentaba ningún golpe. Pero ya no fue el mismo. Se comportaba como un autómata; permanecía sentado en la misma postura que le habían colocado durante horas, hasta que alguien le cambiaba de sitio. Si no le ponían las vituallas delante, no comía ni bebía. Hubiese muerto por su propio abandono si no llega a ser por una aldeana que movida por la piedad, y también por unas monedas de oro que encontró en uno de sus bolsillos, lo recogió del campo y lo llevó a su casa. Lo cuidó, lo alimentó, veló su sueño, lo lavó. Durante casi un año no se separó de él. Hasta que poco a poco fue recobrando la razón.

La aldeana vivía sola con su sobrina, una niña de muy corta edad llamada Katharine; se había quedado huérfana poco tiempo atrás cuando sus padres habían sido condenados a morir en la hoguera. Katharine había sido acogida en casa de la hermana de su madre. En realidad había sido una suerte encontrar y poder cuidar de Bartolomius en un momento económico muy delicado; estaban casi en la indigencia y sobrevivían de los escasos recursos que le daba un mísero huerto. Cuando se recuperó del todo se las llevó consigo.

4

Una vez en su pueblo, la vida no fue lo mismo para él. Era un hombre avejentado, retraído y huraño. Tenía miedo del resto de la humanidad. Estaba avejentado en la flor de su juventud. El horror pasado en la guerra, en esa zanja sepultado por cadáveres durante un día le había transformado por completo.

Los cuidados de Katharine y de la tía hicieron que se volviera a dedicar a la práctica de la medicina, pero tenía un horrible pavor a la sangre. No podía soportar los gritos de los enfermos. Ya no se practicó nunca más la cirugía.

Sus pacientes eran enfermos normales, no esos soldados destripados y gangrenosos. Había una enfermedad terrible que se había propagado por todas partes, la sífilis, el mal francés, mal español o mal napolitano, según a que lados de las fronteras se encontrase el enfermo. Afectaba a todos por igual. Hombres, mujeres y niños. Incluso había quien nacía con taras; la cara, nariz y dientes deformados y las plantas y palmas de manos y pies afectadas por erupciones cutáneas incontroladas.

Era frecuente ver personas con bubas y llagas por todo el cuerpo, desde la cabeza a los pies, con heridas que dejaban al descubierto los mismos huesos; con pelucas para disimular la caída del cabello, con deformidades en las articulaciones.

Todo esto lo trataba Bartolomius según los usos y costumbres.

Usaba mercurio bien aplicado sobre las pústulas con emplastos, o en forma de un sublimado corrosivo con lavados por todo el cuerpo o respirando los vapores y efluvios de su combustión. También se trataba con compuestos a base de ioduros, arsénico o bismuto. Otros remedios como el jugo de guayaco, planta traída de las indias y que no estaba al alcance de cualquier economía también eran utilizados por los más pudientes.

Todos estos remedios tan sofisticados hacían que los médicos estudiasen y se emplearan a fondo en profundos conocimientos de química y del empleo de formulaciones complejas.

A veces era peor el remedio que la enfermedad. El mercurio era muy tóxico, producía mareos, caída de los dientes, debilidad extrema y a veces la muerte del enfermo y también del médico que lo atendía y se exponía a sus gases.

Bartolomius se encerraba en su casa días y días. Había aprovechado parte del sótano para instalar un pequeño laboratorio donde investigaba y trataba de encontrar nuevos productos para tratar la sífilis. Había volcado todo su interés, afán y energías en encontrar un remedio que curase la enfermedad.

Utilizaba una forma combinada con agua, el cloruro mercúrico, para hacer lavados. Aprendió a combinar el mercurio, hydrargyrum o “plata líquida” como le gustaba llamarlo y hacía amalgamas, es decir, aleaciones de mercurio con otros metales. A veces, lo mezclaba con azufre que tenía ciertas propiedades que mejoraban las enfermedades de la piel o en forma de sulfuro que teñía la piel de color rojo bermellón.

Bartolomius pronto se hizo un experto en el manejo y conocimiento de los distintos metales y minerales de la naturaleza. Compró todos los libros que pudo referente a este conocimiento. Vivía absorbido en profundas lecturas sobre la materia. Investigando sobre el tratamiento de la sífilis encontró un mundo, un universo nuevo desconocido y apasionante.

Experimentaba los conocimientos que adquiría con los pacientes. Le curaba las bubas y las úlceras con derivados mercuriales y con otros productos y el resultado era, a veces, asombroso.

Se dio cuenta que no todo era sífilis. Había otras enfermedades que cursaban con síntomas parecidos o bien, eran formas diferentes de la misma enfermedad o eran otras enfermedades diferentes y por tanto, el tratamiento tenía que ser forzosamente distinto.

5

Habían pasado casi veinte años y esta actividad frenética había conseguido que Bartolomius recuperase sus ganas de vivir. Había vuelto a encontrar un sentido a su vida; había sepultado en lo más recóndito de su ser el horror vivido en la guerra. Seguía manteniéndose huraño y distante de sus semejantes, y gracias a su mujer, pero sobre, todo a Katharine esa distancia se acortaba poco a poco.

Katharine había ido creciendo y desarrollándose, ahora era una joven despierta y lista; de baja estatura, algo chaparra, pero con cara de buena persona. Su rostro redondo de mejillas sonrosadas irradiaba confianza. Lleva su cabello castaño recogido en la nuca y con su eterno delantal no se separaba de su tío. Había aprendido a leer y a escribir y era el contrapunto, su alter ego. Prestaba suma atención a sus charlas, discursos y disertaciones, no perdía una sílaba de lo que decía y, así, con el tiempo se había convertido en una experta alquimista. Había aprendido los pasos que se necesitaba para producir el agua regia, las propiedades del salfumán, las cuatro cualidades básicas del mundo: el fuego que era caliente y seco; la tierra fría y seca; el agua fría y húmeda; y, finalmente, el aire que era caliente y húmedo. La base del mundo era el mercurio, el único metal cuyo estado natural era líquido. Y la finalidad de la cuadratura del círculo que era el estado sublime del conocimiento.

Todo esto lo escuchaba y memorizaba en los últimos años su sobrina Katharine. Estaba atenta a todas las explicaciones, y ambos repasaban los textos antiguos, comprobaban los experimentos, anotaban nuevos datos que iban descubriendo y determinando y corregían formulaciones y principios que consideraban obsoletos.

Katharine había leído en los textos que en los que Paracelso se había hecho con el preciado tesoro, logrando la fórmula y que por algún motivo no la quería compartir con el resto de los mortales.

También había leído que Alberto Magno y su discípulo Tomas de Aquino tiempo atrás también se habían acercado a resolver el problema. Tenía los textos donde se hablaba por primera vez de la transmutación. También había estudiado los escritos de Geber, el musulmán  Jabir ibn Hayyan, conocía las preparaciones de diversos elixires y del agua regia, fundamental para producir el tan codiciado oro. Y conocía las historias de creación presentados en otros textos como el Timeo de Platón.

Había veces que su actividad era tan febril que pasaban días enteros encerrada junto a su tío en el laboratorio, que poco a poco había ido agrandándose, hasta haber fagocitado casi toda la casa. Se apilaban en estanterías frascos de cristal de todos los tamaños y formas, conteniendo líquidos de todos los colores y densidades. Libros y papeles cubrían todos los rincones. Mesas llenas de almireces y resto de polvos y minerales. Fogones y hornos como si estuviesen en la misma fragua de Vulcano.

Katharine era una mujer especial. Tenía una inteligencia innata y muy superior a la de cualquier persona media. Muy poco tiempo le había bastado para entender lo que a Bartolomius le había costado años de arduo trabajo, primero en la universidad y luego en el estudio individual, retirado y solitario. Bien es cierto que había tenido a un gran maestro que se pasaba todo el día hablando de lo mismo con vehemencia y pasión. Aun así tenía unos chispazos, unas ideas totalmente originales y novedosas que resolvían problemas que tenían estancadas diversas investigaciones y disyuntivas que nadie había logrado solucionar. A ella se le ocurrió usar el mercurio muy diluido o mezclarlo con otros metales como el azufre o el iodo para curar los males de la piel o dejar de usar las inhalaciones de mercurio o mezclar el vitriolo con agua a distintas concentraciones para que variase su capacidad corrosiva.

Aprendió, en contra de la opinión de otros médicos y, al principio del propio Bartolomius, que la aplicación de mercurio puro era más perjudicial que beneficiosa. Había que aplicarlo mezclado a dosis bajas y siempre durante poco tiempo.

Seguían volcados en la búsqueda de la  piedra filosofal y el conocimiento de sus propiedades místicas y mágicas: la capacidad de transmutar los metales en oro o plata, y la capacidad de curar todo tipo de enfermedades y prolongar la vida de cualquier persona que consumiese una pequeña parte de la piedra; la creación de lámparas perpetuamente ardientes; la transmutación de los cristales comunes en piedras preciosas y diamantes; creación de vidrio flexible o maleable, o la  reactivación de las plantas muertas; incluso la resucitación de los muertos.

Se olvidaban de comer y de dormir. Solo interrumpían su actividad cuando algún paciente inoportuno llamaba a la puerta para ser atendido. Era lo único que les hacía dejar su trabajo.

Habían llegado a lo más lejos que cualquier humano en cualquier época del mundo había llegado en el saber para producir la piedra filosofal. Habían delimitado y sintetizado sus componentes; a partir de la pirita de hierro, azufre y mercurio, mezclados con ácido tartárico. Todo mezclado con el agua más pura que se podía conseguir: el rocío. Pero no valía cualquier rocío. Habían leído en una de las láminas del Mutus liber, el Libro del Mundo de los antiguos que en una época del año establecida se captaba un rocío especial imprescindible y fundamental para la producción de la famosa piedra.

Pero no habían pasado de allí. Tendría que haber algo más porque eso no era suficiente, habían seguido todos los pasos una y otra vez y no conseguían nada.

Katharine trabajaba sin cesar, preparaba los ingredientes, molía las piedras y metales de distintas manera, los calentaba o los enfriaba; trataba de utilizar todas las variables posibles para dar con el resultado final. Y no se amilanaba ni desesperaba cuando no obtenía el resultado esperado. Una y mil veces repetía los pasos estableciendo y anotando pequeños cambios en el proceso para tratar de abarcar todas las posibilidades.

En uno de esos días en que Katharine se había quedado sola en el laboratorio mientras Bartolomius  estaba atendiendo a un enfermo en su casa, se le ocurrió echar a la mezcla tantas veces realizada unas limaduras de oro de una moneda. Pensaba que, tal vez, habría que ayudar a la naturaleza, y los ingredientes necesitarían un modelo a seguir para transmutarse.

Preparó en un almirez la mezcla tantas veces realizada, la puso al fuego y enseguida un humo blanco, suave, grácil y fluido, poco más que un vaho emergió del caldero. El resultado apareció inmediatamente, de golpe, súbito. Ahí estaba, al alcance de la mano. Esa amalgama de diversos metales se había convertido en oro. El preciado metal, reluciente, fulgurante; el oro más puro jamás imaginable.

Anonadada, sin creérselo, mareada y sin aliento, salió de la casa. Reía y lloraba a la vez, y en un susurro apenas perceptible repetía sin cesar como una letanía “ya esta, lo logré, por fin”, y se apoyó en la puerta para esperar a Bartolomius.

6

Cuando se cansaron de fabricar oro se dedicaron a producir el elixir de la eterna juventud que además tenía la propiedad de curar todas las enfermedades.

Al principio lo tomaron ellos en pequeñas cantidades, a sorbos, mezclado con vino o con agua. En pocas semanas el resultado fue asombroso; de una forma muy sutil notaron una bonanza general. A Bartolomius la piel se le puso más tersa, con menos arrugas, de un color más lozano. Ganó en agilidad y fuerza física, los dolores de los huesos que debido a la edad iba padeciendo, poco a poco se fueron mitigando. Incluso parecía que tenía más pelo. Katharine que, pese a su juventud, siempre había padecido de la espalda por el trabajo físico que hacía desde bien pequeña, se notaba más fuerte y vigorosa. Habían desaparecido su ojeras, que como dos bolsas negras parecían sujetar sus ojos.

Comenzaron dando a beber pequeños sorbos a los pobres desgraciados sifilíticos y a mojarles las llagas de la piel con el elixir. El resultado no se hacía esperar, en pocos meses se curaban sus ulceras y desaprecian las hinchazones de sus miembros.

Un día probaron con un ciego; le aplicaron directamente en los ojos un bálsamo hecho con el elixir de la vida y un ungüento aceitoso. A las pocas semanas era capaz de distinguir sombras.

No cobraban nada por su trabajo. No lo necesitaban, tenían sacos y sacos con oro puro, en forma de lingotes, de onzas, en barras o simplemente como un polvo fino y brillante. Lo tenían escondido en un falso muro de la casa, una zona imposible de detectar que solo la casualidad había dejado al descubierto en una ocasión en que parte del tejado se había desplomado durante una tormenta.

Eso hizo que su fama se extendiese pronto por otros pueblos y aldeas de la zona, y más tarde, a la ciudad próxima. Acudían a su casa enfermos de los alrededores, solos, en pequeños grupos, como si fuesen peregrinos. Alguno se hospedaba en su casa, otros en el establo o en el granero. Los más pobres se instalaban en el porche o en el campo próximo a la casa en los carros que los transportaban.

Pronto el burgomaestre y los principales miembros de la sociedad de la ciudad se interesaron por lo que pasaba en aquel pueblo. Organizaron una partida acompañados por un representante del clero, el deán de la catedral, el representante del gremio de médicos y cirujanos y cinco guardias de escolta. Lo que vieron no les gustó nada. Una muchedumbre enfervorecida rezaba y cantaba plegarias, otros avisaban de la llegada de un nuevo redentor, otros gritaban y enseñaban a todo el mudo el resultado de la cura milagrosa.

La situación era un caos. El clérigo se echó las manos a la cabeza y comenzó a exclamar y a llamar a todos herejes. Sujetando con fuerza el crucifijo que llevaba en el pecho y elevándolo por encima de su cabeza trató de llegar a la casa, empujando y dando empellones a todos los que le obstruirán el paso. Los soldados trataron de dispersar a la muchedumbre y hacer un cordón protector alrededor del cura, pero eso no hizo más que empeorar las cosas. Todos los enfermos que rodeaban la casa, al oír los gritos y los insultos del clérigo, las voces llamando herejes a todos y a los guardias con ruido de hierros y espadas, pensaron que iban a detener a Bartolomius y a Katharine. El resultado no se hizo esperar; se produjo un gran tumulto. Se abalanzaron sobre los guardias y el cura y allí mismo los lincharon. Fue una lucha desigual, los enfermos no tenían nada que perder, se abalanzaron como diablos, arrojando piedras, golpeando con sus muletas y palos, hiriendo con sus cuchillos. En pocos minutos el burgomaestre y resto de acompañantes vieron con horror como el cura y los cinco soldados yacían en el suelo. Tuvieron el tiempo justo de espolear a sus caballos para escapar lo más rápido de aquel lugar.

Bartolomius y a Katharine vieron espantados la escena desde el interior de su casa. Llevaban varios días sin poder salir de ella. La situación se les había escapado de las manos; veían como un enjambre de personas se había instalado en sus tierras. No daban abasto para atenderles. Todos querían ser los primeros. Había una desorganización absoluta, todo era un caos. Estaban prisioneros en su propia casa. El asesinato de esos visitantes no traería nada bueno.

Y así fue.

El burgomaestre fue directamente a informar al Príncipe y un mes después, un pequeño ejército bien pertrechado llegaba al pueblo. Esta vez no se anduvieron con chiquitas. Una carga de caballería seguida por piqueros y alabarderos despejó el camino de la casa. El propio Príncipe supervisaba desde una loma cercana la actuación de sus tropas. ¡Qué pensaría el emperador si tolerase en sus propias tierras semejantes desmanes del populacho enardecido!

Bartolomius y a Katharine fueron detenidos y su casa incendiada. Todo esto tenía que ser obra del mismo diablo. Satanás, y no el Altísimo, había guiado la mano de estas personas.

El Santo Oficio hizo muy bien su trabajo. Ante las pruebas irrefutables de brujería, de adoración al diablo, de haber hechizado al pueblo entero con supuestas sanaciones milagrosas y tras la refutación de su confesión bajo el tormento, fueron declarados culpables y sentenciados a morir en la hoguera.

De nada sirvieron los lamentos, sus quejas, sus alegatos sobre su inocencia. El compartir cómo habían descubierto la Piedra Filosofal y el Elixir de la Eterna Juventud. De nada sirvió decir que tenían oro en lingotes escondidos en su casa y que lo donarían para engrandecimiento de la Santa Madre Iglesia.

Bueno, todo sí sirvió, pero para aseverar aún más el carácter demoníaco de su actuación, y para disipar la clemencia del Tribunal Eclesiástico.

Un mes más tarde se cumplió la sentencia en un Auto de Fe celebrado en el patio del castillo del Príncipe.

ANEXO

La piedra filosofal es una sustancia química legendaria que se dice que es capaz de convertir los metales básicos en oro o plata Ocasionalmente, también se creía ser un elixir de la vida útil para el rejuvenecimiento y posiblemente, para lograr la inmortalidad. Durante muchos siglos, fue el objetivo más codiciado en de la alquimia. La piedra filosofal era el símbolo central de la terminología mística, que simboliza la perfección en su máxima expresión, la iluminación y la felicidad celestial. Los esfuerzos para descubrir la piedra filosofal eran conocidos como los Opus Magnum o «Gran Obra».

Las raíces teóricas que describen la creación de la piedra se remontan a la filosofía griega.

La mención de la piedra filosofal en la escritura se puede encontrar en de Zósimo de Panópolis en el 300 d.C.

Más tarde, los alquimistas utilizaron los elementos clásicos, el concepto de ánima mundi, y las historias de creación. Según Platón, los cuatro elementos se derivan de una fuente común o materia prima (primera cuestión), asociado al caos. “Prima materia” es también el nombre alquimista asignado a la materia prima para la creación de la piedra filosofal. La importancia de esta primera cuestión filosófica persistió a través de la historia de la alquimia.

Durante la Edad Media los musulmanes se encargarían de traducir los textos clásicos y difundirlos por todo el mundo y añadir sus propias investigaciones.

Todos los conocimientos adquiridos por la humanidad tendrían su máximo exponente en el Renacimiento. Los grandes descubrimientos técnicos y científicos y su difusión con la imprenta, los viajes, el refinamiento conseguido en las principales ciudades y cortes europeas. Esta época de conocimiento también tenía una mentalidad mágica que trataba de explicar lo desconocido a partir de fuerzas sobrenaturales. El creyente conseguía favores de Dios a través de la penitencia, la oración o el sacrificio. Pero también podía conseguirlo a través del demonio mediante un pacto, maleficio o conjuro. Apareció la figura del endemoniado, personas poseídas por el demonio que hacia el mal a ellos y a los que les rodeaban.

También había una relación entre la magia y el poder. Los magos y las brujas, los adoradores del diablo; los que tenían encuentros sexuales con él, los íncubos y los súcubos según fuesen hombres o mujeres. Pronto la caza de brujas se estableció como una actividad en los países de Europa. Aparecieron libros como el “Martillo de Brujas”, Bulas Papales como la de Inocencio VIII donde se avisa de las terribles prácticas de la brujería.

Hasta la llegada de Voltaire con su pensamiento y su concepto de tolerancia religiosa, no se reconocería lo ridículas de estas ideas.

Pero eso sería en el siglo XVIII.

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