5. Nací para poeta o para muerto
La beca Fundación Lunas de lantano nace para ayudar al poeta, al novelista o al autor de ensayos, esté donde esté y hable la lengua que hable. Los intereses de sus donantes tienen que confundirse con los de sus becados: el orgullo por la obra bien hecha, la palabra coronando la indiferencia y la indolencia, el esfuerzo por forjar el mensaje venidero, la presencia de la luz en el camino de la literatura. La vigencia de estos veinticinco años de apoyo ha de ser la muleta, la escuadra y el compás que guíen los pasos siguientes, la mano sobre el hombro en el momento justo.
Si la sociedad ha venido a fijarse en la resonancia –el vulgo dice: la fama– de nuestros candidatos es porque queremos que cada céntimo de nuestras ayudas no se desperdicie. El esfuerzo ha de ser rentable porque tiene que ser solidario. No queremos que se quede sin alcance el empeño de todos, los becados y los que no lo fueron. El bien común exige el sacrificio de muchos para que la colmena se beneficie.
Tampoco queremos que nuestro afán, como donantes, sea vano: creemos en la capacidad de estos siete becados y becadas, y es por eso que ellos y ellas deberán dejar el fruto del año de su beca como legado inmaterial de la Fundación, para que el cofre menesteroso acabe alcanzando cada vez a más candidatos. Pedimos solo una obra, del género encauzado por la preferencia de cada cual, y engendrada en este Cerro generoso y paciente. El personal de la Fundación se hará valedor de este compromiso.
La copia del formulario (junto a la carta) estaba –bocabajo y firmada con un garabato que solo muy remotamente dejaba leer Eliseo Litti–sobre una carpeta que fosforescía encima de la mesita central del módulo, donde nadaban innumerables cámaras, conectadas a un sistema de cables y soportes que le daban al todo el aspecto orgánico de un único y voraz artrópodo. Los monitores de cada dispositivo, más pequeño o más grande, reflejaban el esfuerzo de Lucas Manchón abriendo una lata de conservas, Rosa Menuda quitándose el sostén y vuelta hacia la mesilla de noche, Néstor Juárez orinando o Erik Dukas desempapelando una magdalena del bufé. De Ifigenia Asdrúbal solo se veía el desorden de su habitación, multiplicado y cosificado por el ocular de la cámara: cigarrillos, pendientes, ropa sucia, ropa limpia pero arrugada, tapas de yogur, libros abiertos por el eje y libros completamente cerrados que servían de apoyaceniceros, maletas por deshacer o maletas deshechas, pero con su carga volcada en el suelo, como una vejiga o un intestino desaforado. Cuando la cámara correspondiente rastreó los hombros de Inés Menta, poeta, nicaragüense y residente en Barcelona, célebre autora de Flor vulnerada –la cabeza sedente en la mesa oblonga que sirve de escritorio en el módulo–, hubo el silencio que sigue a una nana, como si cada píxel se hubiera encariñado con los átomos que hacían de Inés un ente, iluminando y también como acariciando todo lo que se iba convirtiendo en los megabytes de la grabación.

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