6. Vuelvo a la vida con mi muerte al hombro
Cuántas veces pensó Inés Menta qué es lo que, en concreto, con la fuerza y la determinación de la muerte, estaba marchando mal en su vida. Qué es lo que no dejaba de susurrarle al oído palabras oscuras, sin raíz alguna en la tierra, solo en el agua negra, como esas hojas de la planta de su apellido que vio crecer en la laguna del Cerro nada más llegar. Ahora las tenía justo encima de su escritorio, mostrando su aromático crecimiento de plantas en un vaso de duralex que había cogido prestado del comedor. A punto de recibir el hilillo de su propia sangre, que encharcaba ya toda la formica de la mesa, con formas caprichosas donde podían adivinarse un carnero, o un bolso de mujer, o una flor. De hecho, la sangre se aproximaba al alambre que hacía de pie de la camarita que Eliseo Litti, el poeta esencial, había colocado, apenas disimulada entre una foto de Alejandra Pizarnik y otra de los desastrados padres de Inés, casi un daguerrotipo para ser de este siglo, no se sabe en qué maizal perdido de Nicaragua.
Ese ojo, con aire de molusco artificial, atrapaba la cabeza castaña y desgreñada de la poeta, de bruces contra el gris asaltado por las manchas rojas, fluyentes, de la mesa, en lo que ya no era un gesto de rabia o de momentánea frustración literaria, sino de muerte violenta, definitiva. La mano, coronada por unas uñas negras a medio pintar, sujetaba ya sin pulso el ratón recién bañado por el fluido escarlata, como nostálgico de haber ordenado al puntero que se fijase al final del renglón que terminaba en heces del sueño, tintineante, indeciso, pero a la vez inútilmente dispuesto a invadir la línea inferior en blanco. Ahí había acabado la vida poética de Inés.
La escena, por lo demás, era de una tranquilidad espantosa. Difícilmente alguien podría haber vislumbrado algo así unas horas antes, con Inés fumando y dando vueltas por el módulo, entretenida en la enésima elección de un cd (¿Björk, Amy, Dinah?). Solo un desorden tapizado con decenas de postales (casi todas europeas: Basel, Freiburg, París, Madrid, Londres quizá…) y de inesperados cojines –¿de dónde habrían salido? – llenaba el plano con un ruido inusitado, que se encargaba de desmentir la nuca de la poeta, casi el único punto de su cuerpo sin mancha roja alguna. Y es que ahora los pequeños ríos de sangre amenazaban con desbordarse por los cantos del escritorio, a escasos segundos de transformarse en una cortina de hilillos que, a modo de catarata en miniatura, se sumarían pronto a las zapatillas blancas de Menta, a los pies ya sin más pasos que dar de la autora de Flor vulnerada.
Atrás, sobre la mesilla de metacrilato pegada al sofá, yacía el último ejemplar dedicado del libro, para su tía Clara, inopinada lectora, que ahora lo recibiría acaso a través de un entramado policial, burocrático, que no iba a escatimar preguntas sibilinas (¿Cuándo vio o habló por última vez con su sobrina? ¿Desde cuándo se interesa por su obra? ¿Usted fuma?), como si ser dedicataria de un libro de poemas fuera un delito. El librito (no más de setenta páginas) llevaba una faja delatora de sus más de cien mil ejemplares vendidos, sobre el delicado cartoné que había ilustrado Sara Morante y que seguía sirviendo Nórdica a nuevos miles de lectores y lectoras, en su colección Ahora de las poetas.
Y la sombra –como un colmillo de fatal negrura– que proyectaba el lomo sobre la tarima flotante de madera color nogal era de lo poco que aún se libraba de la sangre, en el mundo letal, próximo a ser engullido por el olvido, que seguía fluyendo bajo las piernas de Inés Menta.
