“Fui hasta el reloj de la pared.
Si no le doy cuerda, entiendo, lograré parar el tiempo.
Se lo comenté a mi hermano y, él mirándome,
"¿para qué?" me dijo, "¿para qué?".
Nacho Vegas, Detener el tiempo.
El pasado doce de octubre, como cada año desde hace ciento treinta, fue fiesta. El día de la hispanidad, le dicen. Hubo un periódico que incluso anduvo haciendo encuestas sobre cuán orgulloso se sentía el personal acerca de ser español. No diré mucho acerca del sentimiento nacionalista de cada cual porque no va de eso el tema, tan sólo comentar que me sigue intrigando, a la par que fascinando, el hecho de que alguien pueda sentir orgullo de pertenecer a un lugar tan grande, que muy seguramente no ha visitado en su totalidad y al que ha venido a nacer de chiripa. Pero de sentimientos va la cosa y oiga, esos son difícilmente explicables la mayor parte del tiempo, por muy ridículos que en ocasiones puedan ser.
Ocurrió que el día después de ser fiesta ya no lo era. Eso significa que había que trabajar. Acostumbra a pasar, pero misteriosamente lo suelo olvidar durante las primeras horas del día libre. El retorno al trabajo después de un parón tan breve estuvo chupado; una vez superada la angustia de los primeros segundos tras el despertador todo fue sobre ruedas. Además era jueves, eso es como jugar en modo fácil a cualquier videojuego que te pongan por delante. Te lo pasas con una mano atada a la espalda. La cosa es que el retorno al trabajo siempre va acompañado de la misma pregunta, sonrisa mediante: ¿qué hiciste ayer? Es como dar los buenos días, que los damos siempre independientemente del día que haga. Siempre son buenos. Pues con los días laborables inmediatamente posteriores a uno festivo la pregunta obligada es esa, ¿qué hiciste ayer? Yo respondí que nada, porque era la verdad y yo con la verdad por delante a tope. Fue como si al recibir unos buenos días hubiese correspondido con un las cuatro y media. Seguía sonriendo, pero algo había cambiado en su mirada. Creo que noté cierta sorpresa, puede que hasta desprecio, como si le hubiese ofendido por haberme atrevido a desperdiciar tantas horas en no hacer nada. Podía haberle dicho que sí, que evidentemente hice algo: leí, bebí más de lo que habría bebido de ser un miércoles cualquiera, paseé, comí sin cocinar y hasta me eché la manta a la cabeza y barrí el piso. Pero quien te pregunta si has hecho algo no quiere saber eso; lo que quiere saber es si has cogido el coche, el tren o el avión y te has largado por ahí a ocupar horas con trepidantes historias que compartir al día siguiente. Yo no salí de mi barrio, que la verdad sea dicha tampoco sé muy bien ni dónde comienza ni dónde acaba, pero me pareció todo muy trepidante. Sobre todo porque me apetecía hacer lo que hice y pude hacerlo. No pasa mucho de lunes a viernes. Y lo que me apeteció fue eso: no hacer nada en especial. Olvidarme de aprovechar el tiempo y sus horas, gastarlo como lo hacen los ricos que lo tienen todo para ellos, al tiempo me refiero, hasta que se mueren y se dan cuenta de que tampoco era tanto como pensaban. Eso mismo pensé yo al día siguiente, pero hasta que sonó ese despertador que he mencionado antes con un asco que es probable que no hayan notado, tuve todo el tiempo del mundo porque en ningún momento me comporté como si se fuese a acabar. La virgen, me dije yo cuando me incorporé en la cama la mañana siguiente, pues ya se ha acabado. Pero qué bien que estuvo gastarlo así, a lo loco pero en calma.
No hacer nada y no sentirte mal por ello es un lujo que, parece ser, está al alcance de muy pocos. El remordimiento por no haber aprovechado el tiempo con algo que despierte la admiración, el beneplácito o una simple sonrisa de aprobación en los demás pesa demasiado. Pero es más pesado cuando uno quiere admirarse a sí mismo y no lo consigue si no es haciendo cosas, constantemente, sin descanso. No hacer nada ya es algo, pero no es la respuesta válida el lunes por la mañana. Y sin embargo, todavía hay algo menos válido que responder nada a qué hiciste ayer, y es no corresponder con la misma pregunta de vuelta, no sentir ese interés obligado y buenista de saber sobre los demás. El interés se tiene cuando se tiene, que no es siempre, así como el tiempo, que se tiene el que se tiene, que no es todo. En qué centrar lo primero y cómo utilizar lo segundo es cosa de cada cual. Juzgar o siquiera opinar al respecto sólo está al alcance de los más arrogantes.