sábado, diciembre 9 2023

Lunas de Lantano by Félix Molina

15. Le gusta vivir porque es tonto estar muerto

Después de asegurarme que la matera quedaba bien asentada bajo un microscopio (uno tiene sus métodos: inspectores materiales que quieren apuntarse un tanto, llamadas de un agente anónimo para la recogida de pruebas olvidadas…), se me ocurrió realizar una nueva inspección ocular del lugar del crimen, no fuera a aparecer cualquier otro objeto de Inés Menta en un módulo que no era el suyo…

Lo bueno de un inspector inmaterial es que no viola cintitas restrictivas ni precintos. Pasa uno sin pasar por las puertas y las ventanas. El desorden de la habitación era el mismo en el que lo abandoné hace unos días, lo que dejaba a las claras que las inspecciones de los materiales no habían sido muy escrupulosas. Los objetos pululaban aquí y allá, envueltos en su gasa de violento olvido. Medio centenar de libros de poesía en español (que me vendrían bien para rastrear influencias: Storni, Vallejo, Aleixandre, Gonzalo Arango, Gloria Fuertes, Blas de Otero, Pizarnik… Libros también de casi todo el elenco becado: tres o cuatro de Manchón, un ensayito de Dukas —Dios mío, con qué poquito se puede ser un ensayista hoy—, una colección de poemas en prosa de Ifigenia Asdrúbal (nada que temer, Juan Ramón), otro opúsculo de Litti (no, no se herniaban estos chicos…). Nada, curiosamente, de Rosa. Y me atrevo a decir que la novelística completa de Juárez, que sí escribía como un corredor de fondo. Me detuve en la inspección de los libros más por pudor filológico que detectivesco.

Un primer análisis revelaba muy poquito de ellos como escritores. Había que indagar más. No quise robarle más tiempo a la investigación criminal y solo paseé por las páginas de lo de Néstor, que se supone que lo implicaba con la víctima (o eso quería decirme yo, para seguir bicheando por las novelas). Había escrito siete hasta llegar al Cerro. Al habla Néstor, La uruguaya, Cerca de México, La vida entre los dos, Sigue hablándome, No te irás y Con los ojos de otro. Las tres primeras alternaban la moderna autoficción —no piensen que en mis años de fantasma he dejado de leer crítica— con la biografía tradicional, yo diría que hasta roñosa. A partir de la cuarta, cuando se supone que entra en escena una muy joven Inés tras su encuentro con ella en Acapulco, la temática es erótico-romántica y el tono deleznable (no en vano son las más vendidas). El último tomo es bastante fiel al título, y revela un narrador inaudito para el lector de Juárez, uno que mezcla la sangre y el tiovivo suicida con el arrepentimiento. Es la única que deseé leer, de hecho me apunté el hacerlo. Los siete tomos guardaban el orden de aparición en las estanterías desordenadísimas de Inés, como si fueran objeto de consulta diaria. O más bien de culto. Para mi desgracia, Inés era una lectora limpia, de esas que no se afirman con subrayados fluorescentes, ni marquitas, ni comentarios autógrafos (nada que ver con su amiga Rosa). La cuarta novela tenía una dedicataria evidente y una dedicatoria cursi, para I. M., la estrella que atravesó mi firmamento. La quinta alojaba una mariposa que ya era casi polvo. Y la sexta tenía una página central arrancada. Anoté mentalmente estas circunstancias y (nuevamente) que tenía que hablar con Rosa, esta vez por lo de la omisión lectora de Menta. ¿Ningún libro de una compañera que disecciona el suyo?

El resto de pertenencias albergaba el mismo desorden: papeles (copias con correcciones ínfimas de Flor vulnerada, el bestseller poético), formularios de la Fundación (donde firmaba Inés María Menta Lozano), decenas de entradas para conciertos y espectáculos (todas curiosamente coincidentes con la permanencia en el Cerro, no usadas por lo tanto), unos trescientos córdobas de Nicaragua, ciento cincuenta y pico dólares y quinientos euros, más una Mastercard. Cartas y contratos con Nórdica y correspondencia cruzada con la ilustradora. Un mínimo álbum fotográfico familiar (ella con su padres, luego solo con la madre, después solo con el padre). Una misteriosa foto partida de dos cuerpos jóvenes con las cabezas arrancadas, ¿serían las de los enamorados Néstor e Inés?

En los cedés, deuvedés y otras formas de la duplicación de lo visible y lo audible no quise pararme. Los elepés (estos sí los conocí suficientemente) eran casi todos de jazz y tangos. Uno de Adriana Varela con la pista de Maquillaje escandalosamente gastada. La caja de plástico con el cedé de Björk que había sido su última elección seguía abierta, sin la carátula —la caligrafía (supuestamente de Inés) había escrito el nombre de la islandesa sin la crema en la o— y junto a ella un bote abierto con laca de uñas color negro, en permanente estado de solidificación.

El desinterés —rayano en el altruismo— de mis compañeros materiales había querido dejar en la mesa escritorio casi todos los objetos que se encontraron con el cadáver de Inés: las hojas de la planta de menta aprovechando el agua que Inés les sirviese antes de morir, en su vasito de duralex; la foto parecía que centenaria de sus padres (pero que no tenía más de treinta años) y la de Pizarnik; el ojo que aún me apuntaba de la cámara de Litti (al parecer no la había retirado de allí, pese a la honda preocupación de Rosa Menuda) y el espeluznante manchón de sangre, ya seca, que era como la más siniestra de las sombras de la mejor vendida poeta del Cerro sobre el mundo.

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