Te vi salir dando un golpe al portón del convento que sé que tienes por casa. Me enteré de que te echaron del albergue y que incluso tuvieron que encerrar en el manicomio a varios que dejaste allí trastornados. No quise llamar tu atención porque supuse que tenías prisa y algún cometido que realizar. Te confieso que también yo elegí continuar a lo mío y preferí ver cómo te alejabas con tu zancada larga y la gabardina, cada día más roñosa, que arrastrabas por el suelo. He de decirte que desde que perdiste la cabeza, ya nada te sienta igual. Recuerdo cuando salíamos los dos de copas; nos echaban de la comisaría a patadas, no queríamos dejar ningún caso sin resolver y tampoco teníamos prisa por llegar a casa. Una ducha en el hotel y huíamos con nuestros trajes impecables de los que ya no se ven; la cintura en su sitio, el largo de la pernera ajustado al zapato, sin arrastrar y sin dejar los tobillos al aire. Podíamos continuar respirando con el botón abrochado y sin que se nos subieran las hombreras como si fuéramos jugadores de fútbol americano. Y es que se ha perdido la elegancia, Ramón. No sé si te habrás dado cuenta, o ya no eres capaz de distinguir cómo son ahora los trajes, ¿te has fijado que cuelgan de los hombros de estos seres infantiles, y no son ellos los que llevan al traje? Van metidos en una talla menos que no les deja respirar y en unos pantalones que les aprietan las piernas y les ajustan los tobillos. ¡Ay, Ramón!, me dejaste solo y ahora, ya me ves, ando persiguiéndote como la sombra que soy desde que decidiste que fui yo el responsable del suicidio de la niña. Algunas veces me queda el resquemor de no haberte impedido pasar. No fue suficiente quedarme en el quicio de la puerta como un pasmarote. Me derribaste. Y allí estaba. La niña colgada de la viga que quisimos dejar vista para que la casita que compraste en la sierra pareciera antigua. La lengua fuera. Tu hija, Ramón. No pude resistirme, la niña me besaba, me llevaba el pelo hacia atrás como nadie lo había hecho, pero yo no la preñé. Si apenas le devolví el beso con el que ella intentaba abrirme. No me escuchaste, Ramón. La cogimos entre los dos y la tapamos con la manta que tantas veces habíamos usado para arroparnos frente a la chimenea.
Cuando volviste del cobertizo ya eras un descabezado. Y yo no he vuelto a ser el mismo desde entonces.
3 Comments
El eslabón débil suele llevarse la peor parte.
Bueno!!
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