Por alguna razón que todavía no alcanzo a comprender, los dos recuerdos que más presentes tengo de mi padre son de un par de momentos que apenas duraron unos segundos y en los cuales no se intercambiaron más que unas pocas palabras sin aparente importancia. Ahora, tantos años después, la tienen toda.
Esos dos momentos tienen varias cosas en común. Una de ellas es que fueron encuentros nocturnos, bien entrada ya la madrugada. Otra es la enfermedad. Y una pregunta. En el primero el enfermo era yo. La fiebre me había despertado a las dos de la mañana después de un sueño delirante y ya no me dejó dormir más. Pasé la mayor parte de la noche mirando al techo mientras me sujetaba a las mantas. No recuerdo pensar en nada, tan sólo miraba aquel color blanco que, de alguna manera, me relajaba. A las cinco mi padre abrió la puerta antes de irse a trabajar y asomó la cabeza. Me preguntó que cómo estaba y le contesté que bien. Insistió, le volví a responder que me encontraba mejor y, sonriendo más con la mirada que con los ojos, cerró la puerta y se fue. Yo seguí en la cama hasta las siete y media. Cuando me levanté tuve la sensación de haber estado soñando con el fin del mundo. Afuera estaba nublado.
El segundo encuentro nocturno fue diez años después. En esa ocasión el enfermo era mi padre y yo era el que andaba despierto. Mi deje literario me empuja a decir que llegaba a casa a la misma hora en la que él se había ido a trabajar en aquella noche de fiebres mareantes, pero es más que probable que fuese algo antes. Pasé por los lugares habituales del hogar por los que uno pasa antes de irse a dormir y, para cuando iba a entrar en la habitación, me lo encontré acercándose por el salón, como una aparición, cojeando. Se paró a mi lado y yo, sorprendido, le pregunté qué le pasaba. Me contestó que nada y con algo que interpreté como pudor, me preguntó cómo estaba yo. Volví a contestarle lo mismo que le había contestado aquella otra noche y, tantos años después, volvió a insistirme, a lo cual no pude más que repetir de nuevo que estaba bien. Me lanzó la misma sonrisa sin sonreír y se fue por donde había venido. Lo miré alejándose por el salón, a oscuras, torpe pero rápido, hasta que desapareció.
Los momentos en apariencia más insignificantes pueden convertirse en lo que uno más recuerde de las personas que ya no están. Son como fantasmas que nos persiguen, acaso queriéndonos decir algo en un idioma que todavía no conocemos del todo bien pero que intuimos. Los lugares en los que ocurrieron se convierten en puntos de reflexión no diaria, pero si permanente en el tiempo. Rincones en los que se reproduce ante nuestra mirada una historia que sólo nosotros conocemos bien. Una historia que quizá hayamos compartido con alguien, pero en la que su aparente trivialidad hace de borrador, no permitiendo que nadie más que nosotros la pueda recordar. Una historia sobre un momento que fue en realidad un encuentro en el que sin decir nada se pretendió todo, donde las palabras, en su afán torpe por comunicar un sentimiento, no pudieron más que cubrirlo para que ahora, tantos años después, empiece a destaparlo y a comprenderlo. Como un regalo perdido que no llega demasiado tarde porque siempre ha estado ahí, con un nudo tan fuerte como el que uno tiene en la garganta al vislumbrarlo en la penumbra de la memoria.