21. Dicen que no hablan las plantas, ni las fuentes, ni los pájaros
Alguno o alguna (vaya la que os traéis con el género desde que mis plantas no pisan la tierra) de quienes todavía sobreviven en el Cerro ha pintado con barra de labios carmesí unos corazoncitos en los servicios comunes de Lunas de Lantano, y ahora Antonio y Antonia —puede que renqueantes tras ingerir alguna forma extraña del vermú— se emplean con sus bayetas sobre los espejos, mientras yo, con toda la cara de Borges en los momentos en que nadie me ve, hago el simulacro de apurarme un café en el comedor, para no conjurar sospechas.
Sé que esperáis de mí la resolución de un detective. De un hombre de acción, quiero decir, más que de un investigador casi (o sin casi) filológico. Y yo que os vengo ahora con el amigo Tesnière (1959, que diría Dukas, siempre entre paréntesis) y sus actantes y el no menos amigo Greimas y sus fuerzas temáticas, que son los molinos de viento entre los que me muevo para dilucidar el crimen (así lo pienso) o el suicidio (así lo piensan) de Inés Menta. Los actantes son los que son, cada cual cumpliendo por aquí con su papel o papelón literario y su rubro de humanidad. Las fuerzas temáticas siguen siendo confusas. ¿Envidia? ¿Celos? ¿Capricho? ¿Costumbre?
Me las he arreglado para hacerme con una historia, necesariamente breve, del Cerro y sus literatos. El suceso más violento, aparte del desangramiento de la joven autora de Flor vulnerada, es la lipotimia de Adán Casas en la promoción dos mil quince —lo que determinó la posterior introspección de su obra poética, ya de por sí introspectiva— y el colosal estreñimiento de Rosana Provincia, la novelista, en dos mil veinte, dicen que propiciado por las fluctuaciones en el stock de papel higiénico durante la pandemia. Ambos sucesos determinaron la asesoría permanente de un nutricionista al equipo que supuestamente vela por los becados. Pero poco más. En estos pensamientos tan prosaicos me hallaba —continuamente espantados por algún verso de la primera Rosalía, como si fuera la mosca con el rabo de la vaca— cuando la limpiadora me frunció salaz el ceño, mientras abandonaba a toda prisa mi aspecto borgiano.
—Esa muchacha tenía mucha vida dentro como para quitársela…
A esas alturas yo me sabía transparente. Pero no tanto. Aquella pareja parecía tener un don adivinatorio que alternaba con el de la mezcla alcohólica.
—¿Le confió algo? —interrogué, otra vez como actante investigador.
Antonio terció, mientras enjuagaba en un cubo la felpa amarillenta, tintada del rojo burlesco, que funcionaba también como parodia de la conversación misma.
—A nosotros no. Pero tampoco al mexicano, por lo que parece. Y eso lo mataba.
Antonia le arrojó desde el otro lado de los baños el proyectil de otra bayeta mojada, mientras Antonio la esquivaba, y yo, en medio de ambos, me seguía empeñando en que no se notara mucho la falta de oposición de mi inexistente materia a su higiénica refriega.
—¡Pero al final la que ha muerto es ella!
