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SALVA EL ARGOS by Anabel García.

Ilustración tomada de Pinterest

Somos cuentos contando cuentos, nada.”  Del poema Nada queda de nada. Nada somos. Fernando Pessoa

Hoy es día de historias. Llegamos a la antigua biblioteca y a medida que entramos nos descalzamos y nos vamos sentando en el suelo hasta que se cierra el círculo.

Cuando los murmullos se apagan aparece una botella de vidrio en medio de nosotros. El cantor de la vez anterior se levanta, hace una pequeña reverencia y se dirige al centro. Se pone de cuchillas y hace girar y girar la botella, hasta que el rozamiento con el suelo la hace parar y señala al que será el nuevo cantor que el azar ha elegido.

Esta tarde le toca a un hombre que nunca he visto. Tal vez haya venido a vivir aquí hace poco, y se haya puesto en contacto con alguno de los habituales. Tal vez sea uno de los curiosos que se atreven a aventurarse para escucharnos y vernos. Para convencerse que verdad, o mentira, hay en lo que dicen los rumores que serpean sobre nosotros. ¿Cuentistas? ¿Sólo eso? ¿Quiénes son exactamente?

Tiene el pelo largo y una mirada esquiva.

-Puedes contar lo que quieras...Incluso cantarlo si prefieres. - Le anima una voz.

Entonces se pone en pie, coge la botella que le ofrece el anterior narrador y se sienta en medio de todos, cruzando las piernas. Sigue sin atreverse a mirar a nadie. Toquetea la botella hasta que, con una voz tranquila, y ronca, empieza a hablar de un barco llamado Argos.

Conocemos la historia, pero da igual, los buenos relatos siempre lo son. Buscamos los detalles nuevos. Las coletillas que uno cambia para hacerse autor en ese momento. Esta vez hay un personaje nuevo, que no había escuchado antes, y aunque parece no hacer mucho, al acabarse la aventura, es quién hunde el Argos para que no vuelva a navegar más. Un final diferente, aunque el héroe haya conseguido el objetivo y ha vuelto victorioso.

Su voz ha sido perfecta, exaltada cuando la tormenta estaba a punto de acabar con los marineros y muy calmada, y sibilina, cuando se cumplían los amores y las maldiciones. Pero antes de romper a aplaudir entra un cordón humano vestido con el temido uniforme para echarnos a empujones. Hace mucho que no pasa esto por eso tardamos en reaccionar. En la calle nos obligan a hacer una fila de descalzos para identificarnos, pero el orden dura poco. No han venido los suficientes para contenernos y enseguida con los empujones empiezan al zarandearnos. Nos gritan, y eso hace que nos despertemos de golpe. Ahora somos nosotros los que chillamos, damos golpes y nos dispersamos antes de que puedan impedírnoslo. Empiezo a correr, antes de llegar al parque me choco con varias personas, pero sigo, sin fijarme en nadie, sólo pienso en correr hasta que el edificio de la antigua biblioteca, y la gente, queden atrás. 

Alguien me agarra del brazo y ya imagino que es uno de los guardias. Mala suerte, pero no voy a ponérselo fácil. Me agito, doy una patada y le reconozco entonces. Es el hombre de pelo largo y voz ronca. Con brusquedad aprieta la botella contra mi pecho y se mantiene pegado a mi hasta que mis manos la cogen.

-Salva el Argos. -Dice y sus ojos, pequeños, me insisten con un miedo ansioso.

Me suelta y trastabillo hacia atrás antes de volver a estabilizar la postura y echar a correr. Me escondo en un edificio abandonado que hay a dos manzanas de casa. Me clavo un cristal y me doy cuenta de mis pies descalzos. Aprovecho para guardar la botella en el espacio entre la cintura del pantalón y mi piel. La sudadera es bastante ancha para taparla. No se escucha ninguna sirena, y las farolas ya están encendidas. Voy a casa lo más rápido que puedo, deseando que no se fijen en mis pies. Subo por las escaleras, que no suelen usar los vecinos, y en cuanto llego a casa me encierro en el baño con un latido rebotando dentro del oído.

"Otro refugio clandestino descubierto y clausurado. Esta ver una antigua biblioteca del distrito norte. A pesar de las medidas siguen apareciendo grupos de insurrectos que persisten...". 

Las siguientes horas, y días, se llenan de noticias y nuevas restricciones, entre ellas las limitaciones horarias, a no ser que tengas los dichosos permisos firmados a partir de las ocho de la tarde no puedes estar por la calle.

Han pasado varias semanas y mi cabeza empieza a inventar una historia nueva, una versión alternativa a lo que nos está pasando. Echo de menos escuchar las palabras que se hilan unas a otras. Debería ser tarde de historias, debería sentir el aliento contenido de los demás, temer por la vida del héroe, pero la situación aún no se ha relajado. Ningún cantor, de los que conozco, a hecho gesto alguno al cruzármelo por la calle. Tienen miedo. Los he mirado directamente y han ladeado el gesto para rehuir el contacto visual. Ahora actuamos como si no nos conociéramos. ¿Cómo vamos a hacer para volver reunirnos? La nueva situación lo va a complicar demasiado los compañeros tiene miedo. Yo también.

Lo único que tengo es la botella de cristal guardada entre mis calcetines, y la seguridad de que el relato de aquel hombre no fue una simple casualidad, aunque si lo fuera, en cambio, la elección de la botella ¿o eso también se pudo trucar? Pero eso hasta ya no importa, lo que me preocupa es que estas tardes hayan acabado de verdad. No podemos vivir sin cuentos.

Cuesta imaginar que un desconocido nos traicionara, y también se arriesgará yendo él mismo a la antigua biblioteca, pero podría haberlo pactado con los guardias. Ahora esto funciona así: Tú haces una cosa a cambio de otra ¿Y el placer espontáneo de un buen relato no es necesario? ¿Contarnos una mentira llena de verdades ocultas es tan siniestro? ¿El silencio es el único sonido permitido? En casa también se ha extendido, como una sábana blanca, debajo están todas las manchas, pero mientras no las veamos serán como si no existieran. El espacio ahora lo rellenan las noticias de los medios, los horarios de entrada y salida, los programas de entretenimiento histriónicos.

Sigo pensando en el desconocido. Ha plantado una semilla, una trampa y también una posibilidad dentro de cada uno de los que estuvo allí. O al menos es lo que espero.

Hundió al Argos en el relato ¿No fue una clara amenaza? ¿Está espiándonos ahora, a la espera de volver a perseguirnos si se nos ocurre juntarnos de nuevo? Sigo pensando en la misma idea: Hundió el Argos, pero en realidad no hacía falta hacerlo, eso no impidió que se completará la misión. ¿Entonces? ¿Entonces no me dijo en cambio "salva el Argos"? "Salva el Argos".

Estoy delante de los buzones del edificio de casa. Una de las niñas de los vecinos ha venido llorando, entre hipidos y palmaditas le sonsaco que le han robado el bocadillo del recreo en el colegio. Le pregunto más detalles, le digo si tenían alas y escamas. Abre los ojos extraña por mis palabras. “Si hubieras dicho las palabras adecuadas se podrían haber transformado en criaturas pequeñas e inofensivas. Tal vez en unas ranas”. Eso le ha gustado y le pregunto que hubiera querido hacer si hubiera sido más grande y pudiera volverse transparente. La niña ha empezado a hablar, a describir su venganza y los miles de bocadillos que repartiría al resto de sus compañeros. Me ha contado un cuento y ha dejado de llorar.

Me mandan a comprar el pan. Saludo a la mujer que está delante de mí, esperando en la cola. ¿Y la familia? ¿salud? ¿Trabajo? ¿Qué plato van a comer? Al principio responde con monosílabos. Frases cortas. No está cómoda, pero se va relajando cuando le voy contando mi rutina también. La comida es la clave, habla de la fabada que va a preparar, de la receta de su madre. ¿Cuándo se lo enseñó? Y me transporta a una tarde lluviosa, donde ella tiene siete años y está encima de una banqueta, mientras el olor del compango cociéndose se va colando por la nariz. Las ventanas se empañan y su madre es una mujer joven con tres hijos terremotos. Otro cuento, y la mujer sonríe recordando esos buenos momentos.

Esa misma tarde salgo al parque, aún queda un rato para el toque de queda, y aprovecho para pasear un poco antes de que haya que volver y encerrarse.  Me acerco al jardinero y empiezo a preguntarle por las flores que van a empezar a florecer, sobre cual es el mejor método para matar a los pulgones, así poco a poco empieza a contarme que él quería ser arquitecto pero que no sacó la nota para ello y que incluso esperó para presentarse, y tener la nota suficiente, al año siguiente. “Pero antes de cumplirse el año fui de viaje con unos amigos. Por casualidad visitamos un laberinto. Fue perderme entre los recovecos creados de aquellos cipreses y mi visión de las cosas cambió completamente”. Un nuevo relato, y esta vez soy yo quién le sonríe y le doy un abrazo.

Cuando llego a casa, lo primero que hago es comprobar que la botella sigue en su sitio. ¿Qué está pasando exactamente? Tengo que hacer algo con estos tres cantores. Con estos tres cuentos…

Hoy es día de historias. Estoy en medio de un círculo de doce personas en el trastero de un edificio. Tengo la botella entre mis manos así que en unos minutos empezaré a contarles un relato que se me ha ocurrido esta mañana, perfecta para celebrar este solsticio de invierno.

“Los restos del barco llamado Argos fueron llegando poco a poco a la playa…”

¿Nos descubrirán pronto? ¿Eso no podrá durar demasiado? No importa ahora mismo.

Sólo sé que El Argos quiere navegar de nuevo. No podemos vivir sin cuentos.

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