22. No me respondes, hermana. He venido ahora a buscarte
El muchacho que trajo los paquetes de Amazon al Cerro —y con ellos mi copia de Con los ojos de otro— fue dejando disfraces en la puerta de cada módulo. Son escasamente originales los literatos estos. Hadas madrinas, hombres del saco modernos, máscaras que gritan y sangran. Me sorprende, eso sí, alguna personalizada al detalle, con la efigie de una poeta. Aflora mi sangre de niño cuando pienso que puedo ponerme esas caras sin necesidad de mensajería alguna. Solo me hace falta una mínima concentración, como cuando me agarro a las solapas del abrigo de don Benito.
Desde hace unos años (debidamente suspendidos por los de la pandemia), los becados celebran un carnaval en una carpa clandestina que colocan junto a la laguna, al final del sendero que une furtivamente el Cerro con la población más cercana, Capablanca. Es su manera más discreta —en medio de una algarabía de humos y música discotequera— de abrirse a la comunidad, expresión que acuña en la hornada más reciente (la que me ha tocado investigar) el amigo Dukas, ensayista hasta en lo festivo. Contemplo desde la terracita del módulo que ocupo (es un decir) todo el tinglado: la kermés está de lo más adelgazada, se nota que la violenta ausencia de Inés lo ha tiznado todo de velatorio encubierto. Una delicada y rítmica melodía de bossa nova envuelve a no más de medio centenar de figurillas melancólicas, que apuran los ponches colocados en fuentes propias de El Bosco, dispensadas por unos acogedores Antonio y Antonia, mercenarios del vermú.
Otras fiestas me entretienen ahora. Rasgo (es otro decir) el cartón duro del paquete que contiene Con los ojos de otro. Hay una dedicatoria ñoña (Vive mi sueño), impresa en un papelito como de rollo de caja registradora, que el autor dejó escrita para los lectores que son además cibercompradores, y un escuálido marcapáginas con unos ojos que quieren ser sugerentes, sumados a siete u ocho citas del libro… Yo voy a lo mío: vuelo con la mirada hacia la página ciento noventa y dos, que, lógicamente, tuvo que ser arrancada con la ciento noventa y uno. Ni en una ni en otra hay nada reseñable, nada que se escape del farragoso vertedero de Juárez, entretenido en narrar el ajuar de una tumba a la que accede a través de esas páginas. Hay una cita de Keats (sí, la famosa de la urna), pero que podría haber sido de Coelho. ¡Pero nada digno de expurgar, nada textual que haga especialmente merecedoras a esas páginas de ser arrancadas frente a los otros centenares de la novela! Luego, el elemento diferencial y acusador de lo rasgado ha de estar exclusivamente en el libro de la pequeña biblioteca modular de Inés.
Envuelto en el sopor de una lectura que ya sé inane (por más que intento hasta la lectura acróstica), atravieso, sin ser visto, como el fantasma que soy, los espacios ajardinados entre módulo y módulo donde yacen postrados, resacosos incluso, los primeros carnavaleros de la laguna. Hay entre ellos algunos de los becados: Rosa Menuda, trasunta de una Evita oronda de almohadones y mugrienta de brillantina, se acuclilla junto a una balaustrada. Ifigenia la sigue, como un extraño liquen pegado a su espalda, bajo la forma de un lechón cuyos platos horadadores son… ¡los libros de Manchón, Dukas, Litti, la propia Rosa o el requetevendido Flor vulnerada! Original disfraz que deja entrever, junto al sarcasmo, el homenaje. Ganas me entran de aparecerme frente a su extravío y preguntarles por la motivación de tanta creatividad, pero el olor a ron y a ginebra me reprime.
Traspaso (esto sí que no es un decir) nuevamente la línea intraspasable y policial de franjas amarillas, hasta llegar al paraje tenebroso que, con los días, va siendo el antiguo cubículo de Inés Menta. Vuelve a mis manos (o a su simulacro) el libro profanado de Juárez que la infortunada poeta custodiaba entre los suyos. Trasiego el novelón hasta las páginas ciento noventa y uno y ciento noventa y dos y… ¡ahora sí están! Tanto me choca que sufro hasta un desvanecimiento, o lo que asimilarse pueda en este estado espiritual que sufro o disfruto. Estoy de repente en el teatro María Guerrero de Madrid, en una noche del año bisiesto de mil novecientos cincuenta y dos. Hay unos cuantos hombres con la bufanda a modo de corbata y mujeres colgadas a sus brazos, con bolsos de charol y tacones. El foyer está entregado a una bandejita con copas muy leves, que contrastan con el botellón carnavalesco que acabo de presenciar. Laín Entralgo hace primero un intento de abrazarme (me llego a pensar en mi recuerdo de entonces tan inmaterial como ahora) y luego me abraza, definitivamente, mientras acompaña el gesto con un
—¡Felicidades, profesor! Ha hecho de los asientos ascuas intrigadas hasta el final mismo de la obra…
Hay algo en lo de profesor que me duele en el alma, entonces y ahora.
Pero un estruendo me arrastra otra vez a este reducto de becados literarios, en el febrero de dos mil veintitrés. Otro sonido de ventanas que se zarandean y un rostro —que puede o no ser el de un disfraz— estalla contra el cristal, dejando ver la máscara o la cara de una poeta argentina.

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