domingo, diciembre 3 2023

Lunas de Lantano —34 by Félix Molina

34. Espejos de este mundo, puertas del más allá

No todos los días cumple uno cien años, ni aunque sea en el otro mundo, ese en el que no están ustedes (todavía).

Había ya hecho –aunque fuera en el reducto de mi consciencia espiritual– las maletas, aburrido de mi diletantismo detectivesco, deseoso de pasear mi alma siquiera por ámbitos más apetecibles, zaragozanos e infantiles a poder ser. Qué me retenía en el confín de un racimo de módulos minimalistas desparramados por una loma andina. Poco me quedaba por investigar en un Cerro donde –perdóname, Tesnière– ni la actante principal de un suicidio (o un asesinato, sigo apuntando) se me aparecía, a pesar de mis obsesivas invocaciones.

Reflejo de la depresión o al menos el valle en que me encontraba, ya apenas me materializaba. Paseaba, no visto, como alma en pena (ahora sabía en qué iba consistiendo eso) por el Cerro entero: los comedores, el resto de los módulos, las despensas, los ajardinamientos, el lago, la cordillera… Y todo lo que veía me hundía aún más en la miseria de mi investigación.

Lucas Manchón, adalid de la caballa en lata y el pan en barra, alternaba los últimos párrafos de su novelón (probablemente querría presentarlo al concurso de la Fundación) con discretas visitas a la despensa, custodiada por un Antonio y una Antonia que agotaban hasta la última gota del vermú la fórmula del Negroni.

Dukas ensayaba, delante de un espejo, las cláusulas necesarias de su discurso para el evento de clausura de las Becas, con una sombra entre ceja y ceja que podría ser –digo yo– la de la veneranda Inés.

La Asdrúbal y Rosa Menuda se sacaban unas perras con sus traducciones y sus vaticinios, quejumbrosas a cada vertido o cada predicción. La luz de sus lámparas tamizaba la gasa del aire que las bañaba en sus módulos, como si fueran extraños insectos en un columbario.

El de Inés Menta, vacío y todavía con restos del precinto policial (subrepticiamente todos habían retirado algún fragmento, como expurgando o exorcizando la memoria del crimen), custodiaba un silencio la mar de incómodo. Estar allí, incluso para un espíritu como yo, en el día de su cumplesiglo, era lo más próximo a un suplicio.

¿Y Juárez y Litti? No los busquen al pie de la enésima versión impresa de Caballo viejo, o repasando la grabación definitiva de un poema audiovisual. Tengo que trasladarme más allá del lago, justo donde este coincide con el paraje que los lugareños conocen como La Morada, un bosquecillo que, visto desde el aire (a mi manera), pone como una perilla a la sobriedad lacustre. En ese espacio, parece que olvidado de todos, Néstor y Eliseo, vestidos de nigromantes, son los artífices de una ceremonia donde, ataviados con mandiles blancos, unos parroquianos enmascarados se bañan en una suerte de lengua del lago, agazapados y meditabundos.

¿Qué narices es esto?, me interrogo, mientras intento no materializarme en Camilo José Cela y ser más castizo en mis interrogaciones…

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