He diseñado un plan estratégico de emergencia (a partir de ahora utilizaré las siglas P.E.E. cada vez que lo mencione) para hacer frente a la crisis marital más peliaguda que Rigoberto y yo hemos vivido hasta el momento, una crisis que comenzó justo el día después de jubilarse. Y es que desde que dejó de acudir a la oficina donde había trabajado como contable durante cuarenta años, empezó a caer en la más pura inactividad y el más insidioso lamento. Y eso que meses antes, previendo lo que se le venía encima, se había apuntado a un curso de terapia trascendental los miércoles por la tarde.
Yo la verdad es que a pesar de su tendencia a la clinofilia que le hacía pasar tardes enteras echado en el sofá viendo aburridísimos documentales sobre canguros, de haberse hecho adicto a las galletas príncipe de Beukelear que comía por docenas y de abandonar su aseo, al principio no le di demasiada importancia.
Pero el día que se frustró mi partida de brisca, una partida que llevo jugando ininterrumpidamente con mis amigas del Casino desde hace treinta años -justo cuando iba a salir le dio por decir que no le sostenían las piernas y rogarme que ese día no me fuera, que me quedara con él- decidí sin más dilación tomar las riendas de nuestro destino común y poner fin a tanta infelicidad futura como se nos avecinaba. No y no. Me negaba a convertirme en la sacrificada sota de bastos, destino final de muchas mujeres que se dejan exprimir por las obligaciones domésticas.
Después de darle unas cuantas vueltas al asunto me decanté por una solución que me pareció que nos podía hacer la vida más distraída y alegre: le inventaría un amante.
Así que, ni corta ni perezosa, le escribí una carta en la que, bajo una rúbrica bastante ininteligible, ponía:
“Soy una fan tuya que te sigue en la distancia y te admira en secreto.”
¿No había en el curso ese de terapia trascendental al que asistía mi Rigo también mujeres? Le daría ocasión de pensar que podía tratarse de una de ellas, aunque también podía ser la vecina del sexto, la churrera del kiosko o la pescadera de la esquina. Y el caso es que de entrada la cosa fue miel sobre hojuelas. Pues tras la irrupción de la anónima carta, mi Rigo dejó ipso facto de quejarse de dolores y yo pude volver a asistir a mi partidita diaria de brisca. Una tarde que venía apretada con la hora, lo encontré esperándome con la mesa puesta. Se había aseado y cambiado de ropa. Y olía a Varón Dandy. Mientras cenábamos me confesó que había ido al médico y que éste le había pautado un régimen que le haría adelgazar tres kilos por semana, en el que por supuesto las galletas Principe de Beukelear –o de cualquier otra marca- quedaban absolutamente prohibidas. Todo ello aderezado por buenas dosis de raudos y kilométricos paseos.
Que la cosa estuviera yendo así de bien me dio pábulo para seguir mandándole pequeñas notas en las que ora me declaraba su más ferviente y ensoñada admiradora, ora le confesaba íntimos secretos, ora alababa con pelos y señales las mejoras de su aspecto físico. Hasta fotos antiguas mías le mandé con fragmentos ampliados de mi cuerpo, un labio, una pierna, una oreja, -hoy en algunos establecimientos hacen milagros con el photoshop-, sin que él jamás sospechara nada.
Un día se me ocurrió enviarle violetas como dice la canción de Manzanita que a mí me encantan y que él, pillín, dijo que había comprado a un vendedor callejero. Presa de una maléfica satisfacción me tronché por dentro. Mi P.E.E. funcionaba a la perfección.
Bien es verdad que aunque más de una vez estuve a punto de sucumbir a la tentación de confesarle la verdad, “Esa mujer no existe, soy yo, tu Aurori, la que está detrás de todo esto”, me alegro horrores de no haberlo hecho, porque nuestra vejez y futuro podían haberse ido al traste de un plumazo.
Ahora jamás protesta por la hora, ni me incordia cuando me entretengo un pelín, y va echo un pincel, y me atiende y escucha de forma dócil y subordinada, y hace la cena, y friega los platos, y pasa el aspirador, y plancha, y pone la lavadora, mientras yo vivo como la marquesa del naipe. Pero sobre todo, y eso es lo que más me importa, tengo asegurada mi partidita diaria de brisca.
Solo a veces me asalta un temor y es que con tanto régimen de adelgazamiento y tanto paseo quizá mi Rigo ande buscando por ahí a la mujer que le envía cartas anónimas (me refiero, claro está, a la imagen ideal que se ha formado en su cabeza) y cuando la encuentre, oh, Dios, querrá echarle el lazo… Por eso he ideado un P.E.E. BE. que consiste en contratarle una amante de verdad, alguien serio y profesional al máximo que, sin olvidar lo principal, esto es, velar por los intereses de la mano que la da de comer, esto es, la mía, le entretenga y le haga seguir vivo y joven y audaz aunque, eso sí, sin pasar a mayores… que mi Rigoberto es mío y una cosa es que se me desmadre un poco, y otra muy distinta que se dé el piro y no vuelva…
Tengo ya unas cuantas candidatas. De los resultados de mi P.E.E. BE. os daré buena cuenta en el próximo folletín por entregas.
Yo la verdad es que a pesar de su tendencia a la clinofilia que le hacía pasar tardes enteras echado en el sofá viendo aburridísimos documentales sobre canguros, de haberse hecho adicto a las galletas príncipe de Beukelear que comía por docenas y de abandonar su aseo, al principio no le di demasiada importancia.
Pero el día que se frustró mi partida de brisca, una partida que llevo jugando ininterrumpidamente con mis amigas del Casino desde hace treinta años -justo cuando iba a salir le dio por decir que no le sostenían las piernas y rogarme que ese día no me fuera, que me quedara con él- decidí sin más dilación tomar las riendas de nuestro destino común y poner fin a tanta infelicidad futura como se nos avecinaba. No y no. Me negaba a convertirme en la sacrificada sota de bastos, destino final de muchas mujeres que se dejan exprimir por las obligaciones domésticas.
Después de darle unas cuantas vueltas al asunto me decanté por una solución que me pareció que nos podía hacer la vida más distraída y alegre: le inventaría un amante.
Así que, ni corta ni perezosa, le escribí una carta en la que, bajo una rúbrica bastante ininteligible, ponía:
“Soy una fan tuya que te sigue en la distancia y te admira en secreto.”
¿No había en el curso ese de terapia trascendental al que asistía mi Rigo también mujeres? Le daría ocasión de pensar que podía tratarse de una de ellas, aunque también podía ser la vecina del sexto, la churrera del kiosko o la pescadera de la esquina. Y el caso es que de entrada la cosa fue miel sobre hojuelas. Pues tras la irrupción de la anónima carta, mi Rigo dejó ipso facto de quejarse de dolores y yo pude volver a asistir a mi partidita diaria de brisca. Una tarde que venía apretada con la hora, lo encontré esperándome con la mesa puesta. Se había aseado y cambiado de ropa. Y olía a Varón Dandy. Mientras cenábamos me confesó que había ido al médico y que éste le había pautado un régimen que le haría adelgazar tres kilos por semana, en el que por supuesto las galletas Principe de Beukelear –o de cualquier otra marca- quedaban absolutamente prohibidas. Todo ello aderezado por buenas dosis de raudos y kilométricos paseos.
Que la cosa estuviera yendo así de bien me dio pábulo para seguir mandándole pequeñas notas en las que ora me declaraba su más ferviente y ensoñada admiradora, ora le confesaba íntimos secretos, ora alababa con pelos y señales las mejoras de su aspecto físico. Hasta fotos antiguas mías le mandé con fragmentos ampliados de mi cuerpo, un labio, una pierna, una oreja, -hoy en algunos establecimientos hacen milagros con el photoshop-, sin que él jamás sospechara nada.
Un día se me ocurrió enviarle violetas como dice la canción de Manzanita que a mí me encantan y que él, pillín, dijo que había comprado a un vendedor callejero. Presa de una maléfica satisfacción me tronché por dentro. Mi P.E.E. funcionaba a la perfección.
Bien es verdad que aunque más de una vez estuve a punto de sucumbir a la tentación de confesarle la verdad, “Esa mujer no existe, soy yo, tu Aurori, la que está detrás de todo esto”, me alegro horrores de no haberlo hecho, porque nuestra vejez y futuro podían haberse ido al traste de un plumazo.
Ahora jamás protesta por la hora, ni me incordia cuando me entretengo un pelín, y va echo un pincel, y me atiende y escucha de forma dócil y subordinada, y hace la cena, y friega los platos, y pasa el aspirador, y plancha, y pone la lavadora, mientras yo vivo como la marquesa del naipe. Pero sobre todo, y eso es lo que más me importa, tengo asegurada mi partidita diaria de brisca.
Solo a veces me asalta un temor y es que con tanto régimen de adelgazamiento y tanto paseo quizá mi Rigo ande buscando por ahí a la mujer que le envía cartas anónimas (me refiero, claro está, a la imagen ideal que se ha formado en su cabeza) y cuando la encuentre, oh, Dios, querrá echarle el lazo… Por eso he ideado un P.E.E. BE. que consiste en contratarle una amante de verdad, alguien serio y profesional al máximo que, sin olvidar lo principal, esto es, velar por los intereses de la mano que la da de comer, esto es, la mía, le entretenga y le haga seguir vivo y joven y audaz aunque, eso sí, sin pasar a mayores… que mi Rigoberto es mío y una cosa es que se me desmadre un poco, y otra muy distinta que se dé el piro y no vuelva…
Tengo ya unas cuantas candidatas. De los resultados de mi P.E.E. BE. os daré buena cuenta en el próximo folletín por entregas.
2 Comments
Muy bueno. Saludos.
Desternillante y original.