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El tiempo del Amor— By Antonio López Vallejo

Tempus fugit
El día comenzaba a la misma hora que los demás días, pero el sonido de las campanas rompiendo el silencio de la mañana, llamando al culto con el mismo énfasis que cuando las iglesias estaban llenas, los autobuses conduciendo más despacio de lo normal por carreteras medio vacías, las aceras desprovistas de corbatas y de prisas, y el sol que parecía lucir más que los demás días y que entraba por las ventanas a través de los cristales, llamando a desperezarse y a afrontar un día de pensamientos lentos, evidenciaban el domingo que acababa de nacer.
Por la calle ancha, junto a la estación, Carmen bajaba con la belleza seria y la mirada apática que había adoptado desde que Luisito llegó a su vida saliendo de su propio vientre y de sus ganas de amarrar un amor que no nació para quedarse y que, como anunciaba, pese al niño, pese a Carmen, apenas duró dos primaveras.
Años atrás, cuando el barrio era más pequeño, cuando no había ascensores en los bloques de pisos y los vecinos se saludaban al cruzarse por las escaleras, Carmen había sido joven, alegre y desenfadada. Cuando los muchachos nos juntábamos en el parque a fumar, a beber y a contar hazañas inventadas, si Carmen pasaba frente a nosotros, de camino a la tienda o a su casa, todos callábamos y, olvidando que queríamos ser hombres duros, la mirábamos con los ojos tiernos de una juventud recién estrenada y, cuando Carmen volvía la cabeza hacia nosotros y sonreía, el mundo se paraba y todos creíamos ser el blanco de sus miradas.
Era el tiempo del amor.
Desde entonces hasta que nos convertimos en hombres de verdad, todos vivimos enamorados de Carmen, esperando verla pasar junto al parque, ansiando encontrarla en la tienda al lado de su madre, imaginándonos ser la causa de sus medias sonrisas y de sus pestañeos. ¡Era tan bello creerse el foco de sus miradas, la causa de su risa! Cuando en clase ella salía a la pizarra, el aula se convertía en una caja de suspiros, ojos caídos y bocas abiertas, y en los recreos, cuando ella llegaba a la cafetería, todos nos pegábamos a la pared en nuestros bancos, dejando espacio para Carmen y su merienda.
Llegó a ser tan importante en la vida del barrio que las siestas en verano acababan a media tarde, cuando Carmen salía a la calle camino de sus clases de baile. Entonces los balcones se llenaban de esperas y miradas anhelantes, mientras los más atrevidos salían a las calles, a tropezar con ella, a hacerse los encontradizos, a balbucear un saludo o a entorpecer su paso con una sonrisa que no sabía qué más decir y a regresar después a casa cabizbajos, pensativos y un poco más enamorados.
Carmen vivía todo aquello casi sin darse cuenta, feliz de la vida, de su barrio y de ella misma, siendo más querida cuanto más indiferente parecía, cuanto más ajena, cuanto más risueña, cuanto más Carmen.
Y así creció, sumando admiradores y suspiros a su paso, siendo, sin saberlo, más bella cuanto más deseada, cuanto más buscada, cuanto más llorada.
Si el tiempo se hubiese parado entonces y los días hubieran seguido continuándose iguales, ajenos al crecimiento y al deterioro de los años, todos hubiésemos seguido acrecentando nuestro amor y nuestras ganas de Carmen, y hubiésemos ido hinchándonos y explotando, uno a uno, de deseo y romanticismo. Pero el tiempo, que no cede ante nada ni ante nadie, siguió adelante, y a la vez que el mundo fue madurando, Carmen, muy poco a poco, pero respondiendo al fin a los instintos que la juventud va despertando, fue cambiando sus miradas ausentes por otras curiosas; cambió su indiferencia por un interés que, aún queriendo parecer soterrado, acabó por ser latente; y su caminar tranquilo y ajeno mutó en un ligero bamboleo de caderas que parecía seguir el ritmo de un jazz lento y gaseoso y servía de reclamo para pensamientos poco románticos.
Y para cuando el mundo, casi sin darnos cuenta, inmersos cada uno en nuestros propios cambios, comenzó a hacerse viejo, Carmen encontró el amor fuera del barrio, lejos de la legión de admiradores que seguimos sus pasos desde siempre, y así, con la madurez y las obligaciones, se fueron disolviendo los grupos de amigos del parque y cada quien se encontró sumido en sus propios desvaríos y vanidades adultas y, con la ausencia de Carmen y la lejanía de nuestra juventud, las siestas de verano volvieron a ocupar toda la tarde, y ya no hubo encuentros, ni sonrisas bobaliconas, ni suspiros a media tarde; los muchachos dejaron de hacer cola frente a la tienda para verla pasar del brazo de su madre.
Y hoy que Carmen vuelve a pasear por estas calles, a pasar junto al viejo parque, ahora estrechado y encerrado entre bloques de apartamentos, donde otros muchachos, que juegan a otros juegos, no callan para verla pasar; ahora que Carmen no es la hija, sino la madre, y hace cola en el súper ante la indiferencia de los jóvenes; ahora ya no queda nadie, salvo yo, para expiar su paso. De aquella legión de enamorados, de ojos caídos y bocas abiertas, solo quedo yo, desenamorado también, distinto, mayor, agrietado, solo yo, que también fui joven, que aprendí a beber y a fumar en ese parque, que crecí y viví mis propias aventuras, solo yo quedo para recordar a la Carmen de antes mientras la de hoy desfila ante mi, con un niño agarrado a su falda, seria, recta, con la mirada erguida de quien quiere evitar cualquier comentario y los ojos acuosos de quien desearía poder vivir otro presente, obligándose a no mirar a los lados por temor a no encontrar ninguna mirada, a no descubrir a nadie embobado, suspirando a cada paso suyo.
La sigo a escondidas con la mirada, desde la penumbra del viejo vagón de tren, desvencijado y oxidado, que se convirtió en mi refugio cuando decidí bajarme de este mundo que parece ir siempre hacia delante pero que navega sin rumbo, a todo gas y descarrilado. Llegué aquí desengañado del amor, del trabajo, del progreso y de los sueños, con dos bolsas de ropa y una maleta con libros, cuadernos y bolígrafos. El destino quiso verme de vuelta en mi viejo barrio y traerme hasta este cementerio de trenes, vagones y raíles oxidados, donde me siento en total consonancia con el ambiente decrépito, desencantado, anticuado y auténtico. No sé si el mundo me falló o yo le fallé al mundo; no sé si el amor se me escapó o yo le hice la zancadilla; de una forma u otra el tiempo se me fue escurriendo entre los dedos, como granitos de arena irreemplazables perdidos en la inmensidad del desierto. Se me fue escapando la vida, entre proyectos infructuosos, siluetas huidizas y amores escapistas. Nada era como imaginé, nada como soñé que sería. Este mundo resultó no ser para mi, o yo no ser para este mundo, por eso estoy aquí, en este cementerio ferroviario, en este vagón, donde no hay nada mío, nada salvo las palabras escritas en estos cuadernos que son confidentes y testigos de mi paso por la vida.
Y ahora, cuando nada fue como yo creía que sería, cuando ya creía que no que quedaba tiempo, ni vida, ni ganas para volver a empezar, aquí, en este retiro que me he impuesto a mi mismo, en esta espera, en este receso, vuelve Carmen a pasar frente a mi, desenamorada, distinta, mayor, agrietada, pero Carmen al fin y al cabo, Carmen para remover mis recuerdos y traer de vuelta mi juventud, Carmen para despertar a mis cuadernos, Carmen para excitar mis bolígrafos, Carmen para despertar a la inspiración y llamar a las musas, Carmen volviendo a ser Carmen.
https://antoniolopezvallejo.wordpress.com/

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