domingo, diciembre 3 2023

Mosen Matías by Carmen Romeo Pemán

De la tradición oral de las Altas Cinco Villas Aragonesas

Como todas las tardes, me senté debajo del emparrado que había a la entrada del pueblo. El ruido de un coche rojo me sacó del sopor de la siesta. Subía renqueante por la cuesta, el tufo de la gasolina inundó el ambiente y pensé: «¡Se acabó la tranquilidad! Estos veraneantes son una plaga. Llegan como si fueran los dueños del pueblo».

Como de natural soy un poco curioso, me levanté del poyo con ayuda del bastón. En ese momento, el coche paró delante de mí y se abrió la puerta del conductor. Con el sol de cara no podía ver bien. Me puse las manos en forma de visera y distinguí la silueta de una mujer de unos cuarenta y pocos años.

–¡Buenas tardes, mosén! –me dijo mientras se quitaba las gafas de sol, se ajustaba la bandolera al hombro y se echaba la melena rubia hacia atrás.

De repente me quedé parado. Entonces ella cerró la puerta y desapareció por la calle que llevaba a la plaza.

Esa voz me decía algo. Se parecía a la de María, la hija de la Bernarda, que ya descansaba en paz. Pero había pasado tanto tiempo después de todo aquello que ya no estaba seguro de nada. Si no hubiera sido por el lumbago, me habría acercado para asegurarme.

Hacía muchos años que María se había marchado del pueblo. Me acuerdo muy bien. Se fue llorando por el camino del puente y ya no volvimos a verla. Fue el día que se enteró de mis relaciones con su madre.

Como era una joven impulsiva y rebelde no quiso atender a razones. ¡Y mira que intenté explicárselo! Pero ella que no, que yo había querido engañar a la Bernarda y que se avergonzaba de su madre. Era demasiado joven para entender lo difícil que le resultaba a su madre vivir con un borracho que le pegaba. Por eso se vino a confesar. Quería decirme que iba a abandonar a su marido. Y yo que no, que la obligación de la esposa era estar sujeta al marido. Pero la vi tan empecinada que comencé a darle vueltas y a pensar cómo podría ayudarla. Porque la Bernarda era una de esas mujeres bondadosas, incapaces de levantar la voz a nadie.

Después de mucho cavilar, un día le propuse que viniera a hacerme las faenas de casa. Que le pagaría bien y ella podría llevarle dinero a su marido. Que así la dejaría tranquila si tenía asegurados los cuartos del vino y del juego. En esa conversación me enteré de que la Bernarda, y todo el pueblo, estaban al corriente de que yo aliviaba mis necesidades de hombre con algunas mujeres que no llevaban buena fama. Porque, de repente, me espetó:

–Mosén, si me paga bien, no tendrá que comprar favores a nadie. Usted me arregla la vida a mí y yo se la arreglaré a usted.

Así fue como entró en mi casa. Después, poco a poco, nos fuimos encariñando, que los dos andábamos faltos de afecto. Al cabo de un tiempo, estábamos enamorados como dos tórtolos. Y ya no nos importaba nada ni nadie. Pero el día que me dijo que estaba preñada sentí una punzada en la boca del estómago.

Al principio fue fácil ocultarlo y hacerle creer al marido que era el padre de la criatura. Con el tiempo, se desataron las lenguas. Se empezó a correr que la niña se me parecía, y que hasta tenía un gran lunar en la mejilla izquierda, como el mío. Pero todo se desbarató cuando uno de los pretendientes de la muchacha le dijo que era hija del cura y que su madre era una barragana.

Vino hecha un basilisco y se descaró conmigo.

–¡Usted mismo me enseñó los Mandamientos de la ley de Dios. Creo que el octavo era No dirás falso testimonio ni mentirás. El noveno, No consentirás pensamientos ni deseos impuros. Y el décimo, No desearás a la mujer de tu prójimo. Pues usted ha cometido tres pecados mortales. Ha pecado contra el octavo, el noveno y el décimo. Y, como no se puede confesar, que en el pueblo no hay otro cura, se va a quemar en el fuego eterno.

Yo intenté explicarle la verdad. Decirle que no era hija del pecado. Pero no me escuchó. Me escupió a la cara y empezó a correr por el camino que llevaba al pueblo más cercano. Desde ese día la estoy esperando para contarle la verdad.

Aquella tarde, la mujer del coche rojo me revolvió las entrañas. Cuando la vi alejarse del pueblo, me senté de nuevo en el poyo, justo en el otro lado del emparrado, desde donde podían divisar los cipreses del cementerio. Y, como todos los días, le conté a la Bernarda que desde que ella se murió la vida había dejado de tener sentido.

 

+ There are no comments

Add yours

Deja un comentario

Facebook
Twitter
LinkedIn
A %d blogueros les gusta esto: