Como un hilo o aguja que casi no se siente…
Leopoldo M.ª Panero
La farmacia aparece como caída del cielo.
—¡A-ahí! —exclama, dando un suspiro.
Eloy se agarra a una farola y respira con fuerza. Se marea. Forcejea como Ulises al oír el canto de las sirenas. Horas deambulando sin rumbo fijo por las calles a oscuras de Malasaña, tropezando con los bordillos, volcando en un ataque de rabia los cubos de basura, resbalando en el asfalto húmedo que huele a meados. Se frota la nariz (la moquita se le escurre hasta los labios) y trata de encender un cigarrillo torcido, pero es incapaz; las manos le tiemblan demasiado. Un escalofrío le hace envolverse con la chupa de cuero, en un abrazo sintético que no le da calor. Eloy no está bien. Tiene ganas de llorar y salir corriendo. No está bien desde hace mucho tiempo. Al menos, desde que lo dejó con Mayra.
Da un par de pasos de borracho…, tres. Cruza la calle con el semáforo en rojo. Puede que hasta le pite un motocarro.
—¡Tu madre! —grita, braceando como si se ahogara.
Eloy querría tener el coraje que no tiene. Coger un autocar y volver a casa, a Pasaia, donde las calles huelen a madera podrida y pescado, y la gente se saluda en lugar de mirarse de reojo. «Aupa, chaval. Y el aitaxo, ¿qué?, ¿cómo lo lleva?». Oír los chillidos de las gaviotas balanceándose en la brisa y ver otra vez a Txente, su hermano, cruzando en trainera la ría de Oyarzun antes de que los grises lo condenen de una paliza a una vida en silla de ruedas. Le encantaría dejar atrás ese sumidero de asfalto y cristales rotos y poner rumbo al Cantábrico, pero se sube el cuello de la chupa y entra en la farmacia.
La farmacéutica, una cincuentona con cara de dirección prohibida, gafas de pasta, rubia oxigenada, con un cigarrillo mentolado colgando de la comisura, lo mira acercarse como si le estuviera perdonando la vida. Eloy no dice nada, ya está acostumbrado; con los carcas siempre pasa lo mismo. Solo ven las crestas de colores y las gorras de plato, los collares de tachuelas y los imperdibles. El resto se la trae al pairo.
¿Y qué es el resto? El resto es la ilusión y la efervescencia nada más poner un pie en la capital de los Austrias, en la que ya empieza a fraguarse un mundo nuevo, distinto, un tanto bizarro, y los días se convierten en noches perpetuas abrazado al abismo de un vaso de tubo en alguno de los antros de moda (Pentagrama, Rock-Ola, La Vía Láctea), leyendo en un sillón de barbero los versos lisérgicos de Allen Ginsberg o fantaseando con el teatro directamente psicótico de Antonin Artaud. El resto son Kaka de Luxe y las Vulpes, las letras histriónicas de Parálisis Permanente, Glutamato Ye-Yé y los sintetizadores. Almodóvar y MacNamara retocándose el cardado en los baños de señora, y el salto al vacío desde la punta de una jeringuilla en un cuartucho minúsculo, cargado de humo, mientras Mayra le mete la mano por la bragueta y le canturrea al oído lo último de Tino Casal.
—¿Qué quieres? —le suelta la farmacéutica, tamborileando en el mostrador con unos dedos gordos como chorizos, llenos de anillos.
Eloy se sobresalta.
—D-dexedrina, una caja… —responde, bajando sin querer la mirada—. ¡Todas, ostia!, ¡las que haya! —Y saca del bolsillo y abre con un chasquido metálico una navaja—. Y la pasta también, ¡me cago en mi puta madre!
Escapa tan rápido como puede, tirando al pasar los botes del Vicks VapoRub y dando un portazo. La farmacéutica rodea el mostrador, mascullando algo entre dientes; se agacha para recoger lo que se ha caído («Ay, joder…, mis riñones») y lo deja más o menos donde estaba. Al abrir la puerta, se escucha un frenazo. Voces —«¡Joder, los maderos!»— y un golpe como de un encontronazo. La farmacéutica tira el cigarrillo. Va a aplastar la colilla cuando aparece Eloy corriendo, tropieza con ella y sale dando tumbos.
—¡Alto! ¡Policía Nacional!
Un agente al que le sangra la nariz se detiene junto al escaparate. Tras el cristal, un cartel con un niño sentado en un orinal: «Carlitos, avisa a mamá: Diarretil para los cólicos. En droguerías y farmacias». El policía se frota el bigote con la manga, se coloca bien la gorra. Levanta la pistola a la altura de los ojos —«¡Alto o disparo!», avisa, sorbiéndose la sangre—. Luego, guardando el arma en la pistolera, saca la porra y avanza tranquilamente hacia Eloy, que se retuerce de dolor en el suelo, entre cartones y bolsas de basura. Ha pisado mal y se ha torcido un tobillo.
La farmacéutica saca un paquete de Fortuna y se enciende otro cigarrillo. Apura la primera calada, guiñando los ojos. «¡Oiga, agente! Los medicamentos, ¿eh?, que son de la casa», avisa. Mira en torno con desconfianza, la calle cada vez más desangelada y fría. Las ráfagas del coche iluminan con violencia un instante, luego todo vuelve a sumirse en la penumbra. Extiende el brazo con la palma hacia arriba.
—Lo que faltaba…, ahora se pone a llover.
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