África es un lugar donde la vida parece pararse en un sólo punto y una vez en ella ya no existe nada más. Caminar por sus arenas o por piedras rocosas es sentir que guía al viajero y susurran en sus oídos historias jamás contadas. El caminante siempre va con la cabeza agachada, como si contemplara algo magnífico en una alfombra mágica con remolinos hipnóticos, pero no es casualidad ni nada parecido, el sol es distinto de cualquier otro sol, es una bola de fuego colgada del cielo que persigue y agota a quien se atreve a mirarlo.
Terry se tapaba con una visera que el sudor y el calor abrasador, dejaban huellas rosadas en su frente y a veces parecían a punto de sangrar. La señora Leny se ocultaba bajo un sombrero de alas tan anchas que más parecía una sombrilla playera y cubría sus brazos con unos manguitos que casi tapaba sus manos. De ella sólo se veía los puntos de unos botines nada elegantes pero de una consistencia capaz de poder cruzar un desierto entero sin problemas. Terry miró los suyos, hasta media pierna y de un horrible color marrón, que ahora y en medio del camino, eran difíciles de definir. Abdulah, el guía y amigo de la señora Leny ¡con sandalias de cuero recio! La ciudad estaba cerca y entre la bruma de la arena se perfilaba como un fantasma que salía al encuentro de los viajeros. Allí les esperaba el deseado descanso y el maravilloso sueño del agua fresca resbalando en las gargantas.
…..
Al día siguiente dieron una vuelta por la ciudad pasando por la gran mezquita, la catedral y las mezquitas de bolsillo. El cielo estaba pálido, el sol blanco y el mar, gris. A lo lejos Terry divisó una línea de casas de tejados rosa, en una isla.
— Gorée — dijo la señora Leny — el símbolo de la trata de negros.
— Pero iremos más adelante Terry. Me gustaría que descubrieras nuestras Áfricas y en qué condiciones las dejamos — comentó Abdulah.
Las gentes deambulaban y se deslizaban con indolencia por las aceras. Por doquier se desarrollaba una gran actividad como abejas en un panal: vendedores de loros, de máscaras y de amuletos, todo un gentío ajetreado que poblaba las avenidas bordeadas de árboles alineados. No era el África del que le habían hablado, de baobabs, de graneros con pilares, con piraguas con un ojo pintado en la proa, de túmulos de conchas, del vuelo de los pelícanos y más sobre los árboles. Terry no veía el rojo de la tierra, el verde de los bananos, el sabor del mango, la arena blanca en las playas, los baobab, los árboles sagrados, con cielos cruzados por los relámpagos antes de la tormenta, los pescadores en su regreso. Todo lo que le había contado su amiga Farik en París, esto era Dakar con estilos franceses. Y de nuevo hablaba de los baobab.
Fueron a verlos, sorteando camiones en largas filas, pasaron por calles y barriadas que no estaban pobladas de árboles. Avanzaron evitando a los niños que decidían, de repente, cruzar la carretera para alcanzar un perro. Se cruzaron con carretas tiradas por caballos y burros conducidos por niños. Vislumbraron extrañas siluetas en lontananza, un bosque de fantasmas inmensos y macizos con los brazos descarnados.
— Allí están tus baobabs —dijo la señora Leny.
— ¿Eso?— exclamó Terry — ¿Esos árboles desnudos?
Abdulah frenó en seco, le neumáticos chirriaron. El coche se detuvo.
— Aquí son sagrados. Su corteza sirve para trenzar cuerdas, sus hojas se utilizan para dar consistencia a las salsas y sus frutos están llenos de una especie de goma de mascar, blanda y dulce. Dentro de unas semanas se cubrirán de abundantes hojas y de esos árboles desnudos colgarán unas flores blancas llenas de agua. La piel conserva las huellas de las generaciones pasadas y si fuera necesario cortarlos, habría que regarlos con leche para que no se enfadaran.
— He metido la pata — dijo Terry.
— No pasa nada, pero en África hay que aprender a mirar. ¿Qué vas a decir de nuestras aldeas si no sabes ni ver un baobab?
Terry se quedó callado. La tierra era seca, el suelo polvoriento, el cielo ardiente, los árboles inquietantes. Las mujeres llevaban las cargas sobre sus cabezas con majestad. Un nudo de tristeza se formó en la garganta de Terry.
— Vamos al bosque baobabs, os voy a enseñar una cosa.
Era un bosque sin hojas, sin amparo y sin oscuridad, un bosque mágico caído en el desierto. Las cabras mordisqueaban las ramas de los arbustos esperando el fin del día. Abdulah descubrió un baobab cuyo enorme tronco ofrecía un poco de sombra donde pudieron sentarse. La señora Leny sacó un pañuelo de bolsillo y se enjugó el escote.
— En otros sitios lo que mata es la nieve de la montaña —dijo Abdulah — aquí, es la arena. Las lluvias nos abandonaron. El desierto iba devorando la tierra poco a poco. ¡Pero las lluvias han vuelto! Dentro de poco podremos sembrar semillas que son la vida. Es lo que dicen los ancianos del país. Hasta dicen que su cultura está emparentada con los fundamentos de la cultura grecolatina. En sus países pueden llamarnos salvajes, pero África bien podría ser la madre de todos los mitos.
Se levantó, se sacudió la espesa arena. Levantando el brazo combó una ramita y señaló una hoja de un verde tierno.
— Esto es lo que quería enseñaros. Sin agua, solito, el baobab prepara su follaje. Igual que nosotros, se las apaña.
El día se acaba pronto en África. Ya era hora de irse. El coche recorrió el camino inverso, las palmeras y los bosquecillos de acacias desaparecieron, atrás quedaban los grandes árboles sagrados y los rayos del sol poniente entre sus ramas.
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