
— Hola, muy buenos días, quisiera hablar con la señorita Jane Jakobsson por favor.
— Si, soy yo.
— Mucho gusto, mi nombre es Ileana y la estoy llamando de Ett Service, nos ha enviado su currículum y lo hemos estudiado. ¿Está usted trabajando actualmente?
Reconoció la atmósfera de aquella casa herrumbrosa nada más entrar.
Hay casas que tienen la perpleja quietud de una pecera vacía, la rigidez de mobiliarios paralíticos y vetustos, hasta el aire parece una osamenta roída y olvidada desde inmemoriales tiempos en el mismo sitio. — Pensó mientras aguardaba en la cocina que la del turno anterior le diera las indicaciones. Antonia no se hizo esperar, apareció empujando la puerta en tanto sostenía una bandeja con las dos manos, que presta y diligente apoyó sobre la gran mesada de mármol grisáceo. Se dió vuelta y miró a Jane directo a los ojos.
— Muy buen día, soy Antonia y hago el turno de noche. Me han dicho que en principio vas a hacer los turnos de nuestras licencias, salvo la mía que la va a cubrir Francisco.¿Has hecho ya este tipo de trabajo?
— Si. — Contestó. Un sí escueto, seco, un sí que no quería declarar ni poner en evidencia cómo había aprendido aquel trabajo. Un sí que callaba más que decía.
— Bueno. entonces no tengo que entrar en pormenores.
Tomando una caja rectangular con doce compartimentos que al abrirla tenía marcadas doce horas le indicó las pastillas que debía administrarle con las comidas.
— Igual dejaló dormir porque suele pasar noches enteras despierto y hoy ha sido una de ellas, pero no más allá de las diez. Tienes que bañarlo y si quiere le afeitas, si no quiere no le insistas. Por el almuerzo no te preocupes, el hijo le ha contratado un catering y te lo traerán entre las once y la una, según el reparto, solemos dárselo sobre las dos.
Luego la guió por la casa, le mostró donde estaba la ropa, el blanco, el contenido de la heladera, las planillas donde debía firmar cada día sus horarios, las cajas de medicamentos, las instrucciones de no reemplazarlos en la caja de las doce horas, que ella lo hacía al retomar el turno, que la que cubría el siguiente horario llevaba casi un año allí y ya lo conocía, que solo le pusiera al tanto si sucedía algo fuera de lo normal. Antonia se manejó con la autoridad que tendría cualquier persona que llevara un par de años trabajando en el mismo sitio, con la asertividad de lo repetido, con la indiferencia que da la rutina. Era delgada, alta y eficiente. Le indicó a Jane cual era el baño y la habitación que usaban ellas, se cambió y volvió ya metida en sus tejanos y una camisa, comenzó a prepararse un café y le ofreció uno, que Jane aceptó con gusto.
— Ah, que puedes servirte de lo que quieras. Yo prefiero traer mi comida de casa, pero que no hay problema. Otra cosa, no puede ni asomarse a la heladera, no puede comer embutidos, chocolates, ni beber alcohol, no todos los días pero de vez en cuando si le apetece le damos una cerveza cero de las que hay en la nevera. Te sugiero que día sí y otro también le tomes la presión y me lo dejas anotado en este cuaderno, por las dudas, con la anterior lo hacíamos así. Le gusta mucho jugar a las cartas. Ahí le han mandado unos higos, se lo comentas, si quiere le das.
Mientras sorbía su café pensaba — Lo dice todo como si recitara un vademecum o una ley arcaica, casi de memoria, sin énfasis ni altibajos, con la misma atinada indiferencia del electrocardiógrafo y aquella línea recta y el zumbido constante y ella gritando que por favor alguien la ayude, aquellos enfermeros urgidos y presurosos que la dejaban a un costado e intentaban reanimarlo.
Jane sacudió un poco su cabeza, como tratando de eliminar esos pensamientos que siempre se le entremezclaban. Antonia ya había cogido sus cosas, le dió antes de irse las indicaciones sobre las llaves y marchó. La casa quedó sumida en el más profundo silencio, que Jane no quería interrumpir por miedo a alterar alguna secreta ceremonia, se cambió en la misma habitación que Antonia y adquirió el impersonal aspecto que le daba aquel equipo de chaqueta y pantalón celeste. Anduvo de puntillas por la casa hasta que escuchó un resoplido que la llevó hasta la puerta de la oscura habitación del dueño de casa. Entró sin hacer ruido, fue hacia el ventanal cerrado a cal y canto y alzó levemente las cortinas, lo suficiente para que por las juntas se abrieran las hendijas y dejaran entrar la claridad suficiente como para quitar de aquella estancia el aspecto de bóveda. Se detuvo atenta a la respiración del alargado bulto que yacía en la cama y luego con la misma cautela dejó la habitación, volvió a la cocina a por otro café y esperar a que dieran las diez. Miró el reloj, eran las ocho y cuarto.
Llevaba dos semanas ya en aquella casa, cubriendo el horario de ocho a cuatro y eran las diez, fue hasta la habitación y con suavidad alzó las`persianas, las cortinas claras dejaron entrar el reflejo amarillento de un sol cansino, era el sol de los finales del verano. Se aproximó a la cama y con una sonrisa espió a su ocupante.
— Buen día, Álvaro. Cómo estamos hoy. — Le dijo suavemente sin preguntar, casi canturreando a quien en la cama se incorporaba un poco y la miraba hacer, doblar una pila de ropa y colocarla en los armarios, disponer las toallas, una muda, retirar de la mesilla los vasos vacíos y repasar sus pantalones y sus zapatos con distintos cepillos.
— Aquí, todavía, lamentablemente. — Contestó Álvaro sin sonreír.
— Ah, bueno, ya veo. Entonces, y por lo que escucho, no me vas a a dar la revancha a la Brisca.
Y dijo esto con una amplia sonrisa que él no contestó, como único gesto movió su cabeza para ambos lados, no consentía, no negaba, nada más movía su cabeza.
Ella terminó de poner en orden, apilar cosas, ropa, luego se acercó y mirándolo a los ojos le preguntó
— ¿Qué tal si nos levantamos?
— Y si, habrá que levantarse. Contestó Álvaro perdiendo la mirada en la ventana.
Quitó las mantas, lo ayudó a sentarse, a ponerse en pie y lentamente ir hacia el baño.
Mientras Jane acomodaba las pantuflas y él permanecía sentado bajo la ducha lo escucho farfullar algo sobre decadencia que pidió le repitiera porque no le había escuchado bien. Pero él no contestó.
Luego le sirvió el desayuno y ya más reconfortado, no sabía Jane si por el alimento o las pastillas solía hablar, le contaba de la guerra, de su madre, su padre, sus hermanos. Del día que conoció a su amor, de cuando sus hijos eran pequeños, de sus alumnos. Luego jugaban a la Brisca hasta la hora del almuerzo, y Jane lo provocaba no dejándose ganar, a veces él sonreía.
Pasaba el tiempo y habían ganado en la relación. Él ya no solo contestaba a los buenos días, discutía por los juegos de cartas, sentenciaba a Jane por hacerle trampas y hablaba fluidamente con ella sobre casi todo, cosa que no hacía con las otras personas que atendían su cuidado y que por supuesto Jane ignoraba.
Ella tampoco dijo a nadie que aquel hombre, su delgadez, su fragilidad y su mente lúcida la arrebataba de recuerdos que le auxiliaban, como benefactores testigos, curando heridas punzantes, rasgaduras y dolor.
— Hoy quiero una cerveza.
— Me parece muy bien. — Dijo Jane y dispuesta se levantó de la mesa de juego para ir a por ella. Entonces Álvaro le pidió que terminara la partida y agregó.
— No, no vayas ahora, primero te gano y luego vamos a la terraza y nos tomamos los dos unas cervezas.
Y así hicieron. Cuando estaban brindando, con su voz pausada, profunda —él dijo
— Voy a brindar por dos cosas. Por tí, porque nunca me has tratado como a un mueble. Y porque a mis hijos no se les haga tarde para venir a verme.
Jane con su mesura fría mezclada a su sangre latina acompañó el brindis con el vikingo skål, que Álvaro coreo con garbo. En aquella terraza, en una templada tarde de otoño, se escucharon dos voces al unísono de un sentimiento
— ¡Skål!
— Buen día, Álvaro. Cómo estamos hoy.
Quitó las mantas, lo ayudó a sentarse, a ponerse en pie y lentamente ir hacia el baño.
— Buen día, Álvaro. Cómo estamos hoy.
Quitó las mantas, lo ayudó a sentarse en la silla de ruedas.
— Buen día, Álvaro. Cómo estamos hoy.
Quitó las mantas, y después de ayudarlo a sentarse en la silla de ruedas. Él la miró y con resignación opaca le dijo:
— Si después de todo esto es todo, ¿Para qué todo?
— Buen día, Álvaro. Cómo estamos hoy.
Él ya no se incorporaba en su cama, le sonreía, No sin esfuerzo le contestó
— No te digo, no quieres escuchar la verdad.
Como aquella otra vez, cuando a la joven médico, ayudante, en prácticas le tocó ser testigo el día que el médico de cabecera le dio aquella noticia,
— Un tumor, en la cabeza, inoperable.
Un tratamiento alternativo y caro. Nada está perdido probemos.
Y cuatro años después la misma médico sujetándola por los hombros en el pasillo del hospital, diciéndole aquello:
— ¡Basta! Ya has hecho bastante. Ya no más. Se va a morir y lo vas a tener que aceptar.
Y las etapas de su propia locura. La primera, la del no, no puede ser, se han equivocado, quiero otro diagnóstico. La segunda, la del debe haber un remedio, y buscar hasta extracto de víboras si fuera necesario. La tercera, la del solo querer que no sufra más.
— Buen día, Álvaro. Cómo estamos hoy.
— Con nostalgia del otoño y tomar una cerveza contigo en la terraza.
Eran las diez de un día de crudo invierno,
***
— Hola, muy buenos días, quisiera hablar con la señorita Jane Jakobsson por favor.
— Si, soy yo.
— Mucho gusto, mi nombre es Alberto y la estoy llamando de Emplearnos, nos ha enviado su currículum y lo hemos estudiado. ¿Está usted trabajando actualmente?
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