El señor F. despertó sumamente agitado ¡Qué lunes! —piensa revuelto entre las sábanas, miró el reloj y sobresaltado, se levantó dispuesto a vestirse de prisa. El despertador no había sonado y si lo hizo, no lo escuchó, estaba muy agotado, pasó toda la noche leyéndose el infernal libro que habían seleccionado para el curso de ventas. Apenas puso el pie izquierdo en el suelo, aplastó una enorme cucaracha, el horroroso chirrido le puso los pelos de punta y conmocionado ante la asquerosidad de las entrañas blanquecinas del ex insecto, se apresuró a limpiarse tomando un calcetín del suelo, se estrujó la planta del pie y luego, frotó al calcetín contra la sábana y se lo puso, buscó a su compañero entre el tumulto de ropa tirada, se lo acomodó y terminándose de arreglar, tomó el libro y se fue.
El nuevo gerente le había advertido «Este departamento de ventas da vergüenza. He contratado a un especialista en mercadeo a ver si mejora la situación de esta empresa y quién no supere el taller…» ¡Ese final lo tenía aterrado! ¿Cómo podría superar el curso si ni siquiera entendía el título? “La metamorfosis”, ¡ni siquiera pronunciar el nombre del escritor! Por más que le daba vueltas no atinaba a entender el tema ¿Qué tiene que ver un hombre que se convierte en cucaracha con las ventas? La única relación que había encontrado era que ese tal “Gregorio Samsa” era vendedor como él, pero de allí a comprender qué significaba amanecer como un bicho con el mercadeo le resultaba imposible. Tal vez sea algo ecológico, —pensó, eso está de moda, en el supermercado hay huevos de gallinas felices y otros de gallinas encarceladas ¿Se tratará de cuidar a los insectos para vivan con mayor comodidad? O ¿de protegerlos para que no se extingan?
En el noticiero hacen un revuelo cada vez que nace un panda ¡Sentía que se volvía loco! Nada de eso tenía sentido, lo más seguro es que van a cambiar la línea de productos hacia insecticidas no contaminantes, esos animalejos no deben existir. Sabía que algo importante se le escapaba, recordó los sabios consejos de su madre: “Es mejor ser un burro que parecer uno, la honestidad es el camino al éxito”.
El barrio lucía la inmundicia propia de los fines de semana. Varios borrachos entorpecían la entrada del Metro, intentó no despertarlos, alzó la pierna izquierda para pasarles por encima pero la avalancha de personas que al igual que él necesitaban llegar a sus puestos de trabajo, lo empujaron haciéndole perder el equilibrio cayendo de bruces sobre uno de ellos, el gentío le corría por la espalda mientras su cuerpo comprimía completamente el infeliz beodo ¡Nadie los escuchaba gritar! Finalmente, se levantó, el borracho estaba enfurecido, comenzó a insultarlo, cerró la mano preparándose para golpearlo, F. intentó defenderse cubriéndose el rosto pero la furia de aquel hombre hizo de su puño cerrado una piedra veloz que le dio directo a la nariz. El personal se apresuró al lugar, escuchó el relato de ambos y molestos, le entregaron al señor F. una multa por perturbar el desempeño adecuado del servicio de transporte mientras le daban una buena reprimenda por maltrato a los indigentes. F. trato de desmenuzar lo acontecido y como respuesta, le amenazaron con llamar a la policía, optó por negociar entregándole al mendigo los últimos veinte euros que le quedaban quien sonriendo, los aceptó en señal de triunfo y asunto concluido.
Una vez frente a la línea amarilla, aguardaba furioso al próximo vagón que ya venía con retraso, apenas este llegó y abrió las compuertas, la turba que se había acumulado por la demora, se le fue encima metiéndolo a empujones. Una vez adentro, todos se ubicaron rápidamente, F. quedó en el limbo, ni sentado ni agarrado a nada, justo cuando intentaba asirse a algo cerraron las puertas y vagón arrancó a la velocidad de la luz y en medio del jaleo y con los brazos estirados, salió disparado levitando entre la multitud que lo repelía por la suciedad y el sangrerío que le brotaba por la nariz. Instintivamente, se agarró de lo primero que encontró, lo cual resultó ser la corbata de un hombre distinguido que quién sabe por qué no andaba en su coche o en un taxi, el hombre se lo despegó del cuello vociferando barbaridades, justo en ese momento, otro comenzó a citar a la biblia.
—¡Oh! Gran Dios, tu misericordia es infinita.
¡Arrepentíos insectos! Nadie escapará del castigo de Jehová.
El agraviado le dio una fulminante patada en la entre pierna a F., su mirada denotaba que no quería ni rozarlo aunque su necesidad de venganza fuese objetivo de vida ante la atrocidad que experimentaba tan solo con ver que ese inmundo se hubiese atrevido a tocarlo apretándole la corbata hasta casi ahorcarlo. F. se dobló sometido por dolor, intentaba hablar pero era imposible, se preparó para salirse en la siguiente estación aunque faltaban cinco para la suya pero mejor caminar que terminar con otra paliza.
—¡Soy el médium del señor! Decid la verdad y seréis salvados. F. gritó dándole las gracias antes de bajarse huyendo versículo a versículo, sin duda, ese medio lo había salvado.
Cuando llegó a la Corporación, estaba hecho un harapo, la recepcionista lo miró de arriba a abajo sorprendida por el aspecto de F. y no es que fuese el estandarte del estilo pero jamás lo había visto tan asqueroso.
—Buenos días, señor F. ¡Ya comenzó el curso! Apúrese, creo que lo están esperando… Dulcinea le sonrió con aquella expresión que la caracterizaba, dulce y educada como una princesa, su voz era el cántico de una sirena.
—Buenos días Dulcinea, gracias… F, sintió como las mejillas se le incendiaba ¡Estaba enamorado de ella! Claro, Dulcinea ni lo imaginaba ¿Una diosa con él? Bajó la mirada y se fue directo a colocarse frente al ascensor, detrás, escuchaba el cotilleo sobre su traje y la cabeza llena de tierra ¿Cómo tendré la espalda? pero ni modo que me devolviera a cambiarme. Sus pensamientos estaban atiborrados con el detonante de aquellas palabras «y quien no lo supere…» El terror lo embargaba hasta hacerlo temblar ¿Qué podría comentar del libro? Ensimismado en su tragedia, la multitud lo empujó apenas se abrió el ascensor pegándolo de frente contra el espejo. Un inmenso niño acompañado por su madre, ambos tan gordos como una morsa, lo comprimían de tal manera que apenas conseguía respirar. El atiborrado ascensor parecía que iba a explotar y precisamente por el exceso de personas que superaban los quinientos kilos reglamentarios, el ascensor de detuvo entre pisos. El espantó comenzó a hacer de las suyas, los presentes comenzaron a delirar, F. asfixiado, el niño lloraba desesperado y comprimiendo su descomunal barriga, exhaló un horroroso alarido distendiendo el amasijo del abdomen cual inmenso molusco aplastando aún más a F. quien no podía más.
—¡Quítenme a este elefante de encima! Me está matando. La madre ofendida levantó la cartera y dio y le dio a F. por el cogote, intentaba cubrirse pero no podía despegar los brazos ya que el imberbe se los mantenía aprisionados. Todos estaban muy asustados como para percatarse de la contienda, a pesar de ser un espacio tan mínimo, la madre logró despegar a F. del espejo, lo zarandeó de tal manera que terminó adherido a la puerta del ascensor. Los bomberos abrieron las puertas pero como estaba entre pisos, tan solo quedaba un agujero como de cincuenta centímetros y poco a poco, comenzaron a sacarlos del claustro.
— ¡Niños, ancianos y mujeres primero! El gigantesco niño estaba tan nervioso que se subió por la espalda de F. encorvándolo mientras la madre lo ayudaba, luego, la mujer hizo lo mismo enterrándole en la cervical su filoso tacón de aguja. El procedimiento siguió hasta que F. fue el último a bordo y como no quedaba nadie que sirviese de trampolín, le lanzaron una cuerda, él intentó amarrársela a la cintura pero los bomberos tiraron antes de que terminara de hacerlo, la soga se le enlazó en el hombro izquierdo y así, de lado, lo fueron sacando mientras se daba golpes contra la estructura. Una vez en el suelo, le pusieron oxígeno, le manipularon el hombro para situarlo en su puesto e intentaron suturarle las heridas. F. miró el reloj y se levantó en un tris ¡No tengo tiempo para esto! Voy a llegar tarde y levantándose, escapó sin dejar que lo remendaran corriendo al salón de conferencias.
—¡Sr. F! ¡Cómo es posible que llegue tarde y el primer día! Dijo a manera de recibimiento el gerente que aguardaba de pie junto al especialista —y además, en semejante estado. ¿No le da vergüenza?
—¡Vergüenza debería darle a usted! ¿Cómo se le ocurre recomendar semejante libro? ¡Una cucaracha de protagonista! Me cayó una maldición desde que comencé a leerlo. No soy nada culto pero sé distinguir una alimaña de un humano y aunque ese “Gregorio Samsa” sea tan vendedor como yo, jamás me arrastraré ni me podré un disfraz si es lo que pretenden.
¡Arrepentíos insectos! —sentenció iracundo despedazando al libro.
Scarlet C
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