
Por aquellas épocas y en aquel país se habían fundido varias empresas, las compras descendían en picada, el cliente era un artículo en extinción y había que salir a buscarlo. Miles de personas poblaron de sus Curriculum Vitae las agencias de empleo y las oficinas en busca de un trabajo de capa, espada, piernas fuertes, indumentaria de “elegante sport”, con muchas promesas, mucho requisito y poco efectivo. El comercial de aquella depresión era alguien que comenzaba todos los días, las semanas, los meses, los años, a fojas cero. Si bien concretar una venta era algo épico y que requería que coincidieran un montón de factores externos, se pusieran a prueba hasta el paroxismo cardíaco sus dotes de habilidad social, empatía, psicología positiva, frialdad, paciencia, otras doscientas más y, que más allá de Andrómeda chocaran los planetas: lo hecho, lo vendido, no era mérito. Los que lograban vender, copiando una moda feroz y patética, o tocaban una campana, o figuraban primeros en un tablón con el ranking de los mejores vendedores, o veían como colgaban un cartel con su nombre y debajo la leyenda “Empleado del mes.” Por el contrario, los que no habían podido vender llevaban estampillada la leyenda de idiota o zángano en la frente; incluso los más mediocres jefes practicaban permitidas técnicas de persecución, control y acoso que como poco hacían sentir a su destinatario estresadamente esclavizado. Así era más o menos la mentalidad de los supervisores que dirigían los cuerpos comerciales de casi la mayoría de las empresas de aquel país en los famélicos estertores de siglo pasado. El mundo por empezar el siglo veintiuno y ellos viviendo en el dieciséis.
Patricia hizo sus pininos en la actividad comercial siendo aún muy joven y llegó a la treintena larga, desarrollando aquella labor agotadora, sobre todo en mitad de una severa debacle donde hay que apelar, o al ingenio, o a la falta de escrúpulos para que alguien decida que el producto que le ofrecían era bueno y merecía concretar su compra.
Tenía una voluntad férrea, no la abrumaban ni productos ni horarios. Hasta llegó a vender cementerio privado, contrato poco feliz si los hay, pensaba para sí mientras estudiaba el speech.
— A Valle Pacífico, actualmente llegan dos líneas de buses urbanos y está planificado que también lo haga el metro.
La parcela de la que puede disponer tiene espacio para tres cajones, o seis urnas, o nueve ceniceros.
Como verá es una compra muy rentable, ya que la puede usar toda la familia. El mantenimiento es óptimo y dispone cuatro templos de distintos cultos, sala crematoria propia, y si elige la parcela sobre la colina superior, El Bosquecillo, además que las vistas son inigualables, puede elegir la opción de convertirse en árbol.
Después de la tercera venta los escrúpulos de Patricia se vieron trastocados y decidió cambiar de rubro.
Vendería seguros, no hay que hablarle a la gente de la ineficacia del cementerio municipal su mal mantenimiento, de las osamentas a la vista, ni de los osarios comunes. También se evitaría hablar con gente que había llegado a la conclusión que quizá pronto usaría aquella oportunidad única de descanso eterno.
Con entusiasmo y decisión consiguió que la tomaran por un sueldo de miseria y comisiones inalcanzables. Primero debía completar un curso de una semana, para conocer el producto.
Fue, sin saberlo, una asistente ingenua a aquel entrenamiento de hienas hambrientas. Allí se enteró que había que delimitar y marcar al “asegurable”. Una de la técnicas era hacerle comprender al ama de casa sin empleo pago, que si por esas casualidades, y Elohim, Dios, Yahvé, Krishna, Alá o quien fuera no lo permitieran, pero “si faltara su marido que es el que provee el dinero para su manutención y la de sus hijos, usted queda indefensa y con deudas.” Por el contrario, si el oyente era el esposo y quien aportaba el dinero, había que hacerle notar: “cuánto le costaría encontrar y pagar a alguien confiable, capacitado; que no solo cuidara bien de sus bienes, sino lo más importante, sus hijos, durante todas las largas horas que él pasaba fuera de casa.” Y allí el disertante a cargo hablaba de los beneficios de las pólizas cruzadas.
Le bastó el primer role playing del entrenamiento para salir disparada a su casa, no sin antes comprar los periódicos a fin de seguir buscando empleo, ocupación, trabajo digno y bien remunerado.
Ella era el hombre de su casa y si ella no trabajaba sus hijos, su madre y ella misma, no comían.
Hizo un círculo en rojo sobre uno para vender planes de ahorro.
Se dijo para sí.
— Si consigo que ahorren no les estoy hablando de su último paso, sino de los planes que pueden concretar a futuro. Y tampoco les estoy haciendo sentir indefensos porque pueden ahorrar desde muy poco dinero. Y ya motivada y convencida se dijo a sí misma,
— Vamos Pato, que vos podes.
Al día siguiente, Currículum Vitae en mano, después de calzarse en sus zapatos y traje azul, su camisa blanca y el pañuelo rojo azúl y blanco al cuello salió dispuesta a conquistar un trabajo que tuviera lo mínimo para ella considerarlo honrado.
La primera entrevista era multitudinaria. Entraron todos, unas cincuenta personas, a una gran sala de un hotel con sillas pupitre. Debían contestar un cuestionario al que adjuntarían su CV con foto y sus datos personales. Disponían de una hora.
Terminó en cuarenta minutos, puso dentro del folio sus respuestas y su CV con sus datos de contacto y se acercó al escritorio que presidía la sala en la que una secretaria y un hombre con cara de zorro la miraron sin expresión ninguna, salvo una sonrisa fingida. Él con voz casi metálica le dijo:
—Si fuera seleccionada en el transcurso de la semana la llamaremos para una segunda entrevista.
Salió a la calle y caminó apenas unos pasos, le sorprendió ver en la vidriera de una agencia de colocaciones el cartel de “Se busca personal para venta de planes de ahorro, inscripciones legales, mínimo variable, altas comisiones, bonos por logro de objetivos, curso de capacitación pago, etc.”
Entró más que nada por curiosidad, era otra entidad.
Cuando un producto sale para hacer furor tiene varios oferentes. — Pensó y pidió una solicitud, la completaría en casa y la entregaría al día siguiente abrochada a su CV con foto. Vio dos cosas muy claras, la primera: habría trabajo para vender este tipo de producto ya que muchas entidades de ahorro estarían dando empleo a gente como ella. Y la segunda: la competencia iba a ser a muerte.
En la semana recibió una llamada de una mujer a la que en su mente le puso la cara de la impávida secretaria de la entrevista con cuestionario. Y efectivamente era ella, debía ir a la segunda entrevista el siguiente martes a las nueve, esta vez sería personal.
Estuvo en punto, toda vestida de azul.
El hombre que la recibió era aquel mismo de la cara de zorro. La entrevista duró más de cuarenta minutos y consistía en preguntas generales, tanto personales, sin entrar en detalles, como de culturilla general y un par de test. Ella sabía de aquellas guerras y contestó, sin mentir, pero de manera que él se quedara embobado. Y lo logró.
La citó para la semana siguiente a la última entrevista, iban a cubrir cinco puestos, habían quedado preseleccionados diez.
Salió de allí feliz, directo a la casa de su madre, a reunirse con ella y sus tres hijos: Pensó en qué haría sin su madre y cayó en la cuenta que muy poco.
Llegada a la última entrevista la recibió un hombre que se presentó como Martín Rodríguez, jefe de personal y que olía en abundancia a colonia barata. Seguro, sólido y eficiente, luego de informarle ampulosamente cuál sería su remuneración en las que estaban incluidos unos bonos de compra, además de un sueldo mínimo, comisiones mensuales, trimestrales, anuales, prosiguió haciéndole preguntas específicas sobre ella, nombre completo, número de documento, domicilio, en tanto completaba una ficha triple, estaban en eso cuando entró el cara de zorro. Justo en el momento que don Martín estaba preguntando sobre su estado civil y si tenía hijos.
Ante su respuesta don Martín dejó de escribir, y el cara de zorro tomó una actitud de falsa condescendencia. Patricia comenzó a transpirar, le sudaban las manos y le latía fuerte el corazón, otra vez la repetida escena.
Cuando iba de regreso a su casa todavía le sonaban las palabras remilgadas del cara de zorro.
— Este es un trabajo que requiere mucho esfuerzo, son muchas horas… Bla, bla, bla…
Y, usted vió cómo es esto.
Tratamos de evitar que el personal falte, el ahorro es un tema delicado y confidencial, un cliente tratado por la misma persona se siente más seguro, bla, bla, bla… Y teniendo tres hijos no tenemos garantía que por muy buena voluntad que usted tenga, bla, bla, bla…
A Patricia no la contrató el cara de zorro, pero sí la llamaron para un trabajo igual de la agencia de empleo. Lo que en principio había parecido un fracaso se había transformado en triunfo, ella cumplía a la perfección y ya se sabía en el mundillo que obtenía muy buenos resultados.
Pasó el tiempo y en la recepción de un cliente quiso el destino juntarla con cara de zorro, que hizo todo lo posible por llamar su indiferente atención. Ella tenía la entrevista media hora antes que él. Se saludaron con la misma afabilidad que los delfines y los tiburones. Sonrió Patricia cuando al día siguiente el cliente la llamó para que pasara a retirar los papeles firmados, finalmente había decidido aceptar su propuesta. Quizá por eso no le extrañó encontrarse casualmente con cara de zorro a la salida de su trabajo apenas un par de días después.
Torpemente él intentó que pareciera que era un encuentro casual. Ella le dedicó una sonrisa amplia y sincera. Igualando su paso le invitó a un café. Patricia aceptó sonriente y distendida.
Estaban en una de las cafeterías más emblemáticas de la ciudad, él desplegó todas sus armas de seducción comercial, haciendo prevalecer la solidez de su Entidad por encima de aquella Caja de Ahorro y préstamo donde ella trabajaba. Patricia en ningún momento dejó de escuchar atentamente y sonreír. Él, engolado, soberbio, crecido, se dejó llevar por su evidente conquista, nadie con un poquito de ambición podía resistirse a lo que estaba ofreciendo. Como corolario triunfal, mostrando una sonrisa con demasiados dientes, pensó Patricia. Deslizó sobre la mesa una de sus tarjetas donde se leía Gerente Comercial, y agregó
— Llámeme, tengo la posibilidad de mejorar ampliamente cualquier situación de la que goce usted actualmente.
Patricia sonrió nuevamente, dejó la tarjeta sobre la mesa, apenas si la empujó suavemente con la punta de los dedos, como devolviéndola, y en un tono estudiadamente infantil le contestó
— ¡Ay, no! Es que tenemos un problema. Yo a los chicos todavía los tengo. Y, usted vio cómo es esto.
Sin decir más se levantó sonriente, se despidió y se fue, cadenciosa y enérgica, dejando a cara de zorro con expresión de no saber muy bien dónde meterse la tarjeta.
1 Comment
Add yoursMe encantó, Diana. Es un culto a la mujer con humor y un final de epopeya.