
Marcelo salió de su casa antes de que salieran los primeros rayos del sol. Dio una última mirada, al rocío que aún estaba sobre las hojas de las plantas y hiervas que su madre con tanto amor cultivaba. Respiró despacio y profundo, para llevarse impregnado en su olfato el olor a patria, a condimento, a sabor de la comida de su casa. Caminaba, mirando sus pasos adelantarse sobre el asfalto mojado de Acarigua, cantando bajito Alma llanera. Sabía que era igual que la suya: primorosa y cristalina. Recordaba la infancia, cuando corría por los llanos de su tierra, jugando con sus hermanos y amigos, cuando Venezuela todavía era libre. Iba calculando la distancia que le faltaba por recorrer, para llegar donde tomaría el autobús hacia sus sueños. En su mochila llevaba lo necesario, no quería llevar peso de más sobre sus hombros, ya el de la separación, se le hacía demasiado. Atrás dejaba a su madre, a su hijo y a Julieta.
Su padre le había enseñado que al hombre de la casa le tocaba sacrificarse y él era ese, el hombre de la casa. Hacía frío, pero no estaba seguro si era la madrugada o el que sentía en su espíritu, que hasta hacía poco había sido soberano. Se cerró la chamarra hasta el último botón con los dedos temblorosos. Palpó en el bolsillo de su pantalón, el boleto del autobús hacia un país vecino. A pesar de la nostalgia, que ya lo golpeaba, llevaba el alma forrada de miedo, pero llenita de ilusión. Encontraría trabajo, podría alquilar una casita y mandar a buscar a los suyos. Todo estará bien —se decía—, con la ayuda de Dios. Apuró el paso para llegar a tiempo a la estación. Hizo una larga fila para tomar su asiento. Ya acomodado, se sacó un selfi que atestiguaba la preocupación en los ojos y presentaba una media sonrisa, con la que trataba de convencer a su familia —como el que va a la guerra —, de que no había nada que temer.
En el país hermano no estuvo mucho tiempo. A pesar de los buenos propósitos de las personas con las que se encontró, el trabajo duró poco. Aunque le habría gustado, quedarse allí, se hacía insostenible por la falta de faena. Regresó a la capital, pero la competencia por sobrevivir era demasiada. Muchos venezolanos habían abandonado su tierra, por causa del hambre, la necesidad y el rechazo al dictador, pero siempre sobrevive el más fuerte. Y no es que Marcelo fuera débil, era que estaba hecho de otra madera. Era un poeta, acostumbrado a la palabra dócil, con el corazón empeñado en versos de amor a su Julieta. Sus manos suaves, estaban hechas para acariciar el lápiz sobre las hojas de papel y sus ojos para amar el ritmo de la belleza y las letras.
Pensó en unirse a su hermano que se abría paso en otra tierra y creyó que estando cerca de él —al menos—, calmaría la añoranza de estar con su familia. Solo tenía que reunir lo suficiente para pagar el bus. Pero allí le fue peor. El extranjero nunca es bien acogido en otras tierras, como si no fuera mandamiento ayudar al forastero. El espíritu se le exprimía con cada reproche racial. ¿Acaso la necesidad y el hambre tenían fronteras? Sus manos de artista se resquebrajaron en el duro trabajo de un taller. Su alma llanera y libre se secó, bajo un yugo tan cruel, como el de la misma tiranía de la que huía.
Desde lejos le llegaban las noticias de la lucha de los que quedaron, y le dolían los huesos, padecía haberse ido. Ya no quería vagar errante por los rincones de una América Latina deshonrada con las muertes de mil Abeles, en manos de sus hermanos. «No es lo mismo estar en casa, aunque se pase hambre», pensaba cuando iba despertando de su sueño de una vida mejor para él y su familia lejos de la cuna. Anhelando el calor de Acarigua, de sus gentes, sus aromas y sus sabores, inició el camino de vuelta, dispuesto a enfrentar lo que fuera. Como el cóndor ante el ritual de la muerte, abrió sus alas y voló hasta el pico más alto con la cara al viento, recordando cada instante de su feliz existencia en la patria. Replegó sus alas, recogió sus piernas y se dejó caer a pique al fondo de la quebrada, mas, esta no era su muerte, sino el renacimiento a una nueva vida, en el amor de su nido.
Marcelo ahora era parte del planeta, del cosmos, de los silencios. Esos largos silencios con los que se conectaba con su otro yo, el cóndor inteligente y sabio que vuela alto, hasta tocar los astros, en los atardeceres dorados de Venezuela.