“Sólo me queda el goce de estar triste,
esa vana costumbre que me inclina
al Sur, a cierta puerta, a cierta esquina.”
(Jorge Luis Borges. Poema 1964, terceto final)
Poema de madurez en el que Borges muestra su resignación frente a la ceguera (entendida como metáfora de una pérdida) en donde el yo poético dialoga desde la melancolía añorando la propia visión como si su ausencia significara la ruptura de una larga y amorosa relación sentimental, pasando así -simbólicamente- de la claridad a una oscuridad que le acerca a la muerte. En este último verso citado, no obstante, parece consolarse mediante la paradójica licencia de aceptar el goce de estar triste evocando su querencia al Sur (hacia un Buenos Aires recordado) inmerso en esa contradicción del tiempo que pasa y de la identidad que perdura... Al igual que el maestro yo también me siento inclinado al Sur, en busca de la clara luna y los lentos jardines olvidados en cierta puerta, en cierta esquina de una juventud perdida.
Así, para el bibliotecario descendiente de criollos e inmigrantes Juan Dahlmann, alter ego del escritor en una de sus ficciones más conocidas, nadie podía ignorar que ese “Sur” (con mayúscula) empieza del otro lado de Rivadavia (la calle que, cual frontera, divide radialmente a una ciudad que le atrae a la vez que le repele) y que quien la atraviesa entra en otro mundo bien distinto. Esa ambigua dualidad del ser que les acompaña (ascendencia alemana-argentina del personaje, paralela a la inglesa-argentina del autor) que trasciende la propia idealización de un espacio traspolado en punto cardinal para terminar cristalizando en un paisaje espiritualizado como identidad, como misterio, como sueño… Una metáfora cuyo uso tuvo su antecedente en la revista “Sur” (de la que fuera fundador y regular colaborador) como vanguardia que fue del pensamiento internacional, un espacio de libertad donde dialogaron de un modo inédito e indiferente a las fronteras, las Américas y la Europa del pasado siglo.
Con Borges lo particular -lo local- queda proyectado en lo general y ese empleo simbólico del “sur” no resulta una excepción. Lo que en su origen pudo ser motivo para una literatura localista (influencias del Martín Fierro y todo eso) termina siendo el camino hacia una cosmovisión universal. Desde sus orillas, confines de Occidente, el gran escritor leyó las literaturas del mundo y esa amplia perspectiva le permitió mantener el dandismo de no tener que pagar tributo ora a los nacionalismos, ora al rampante realismo social u otros peronismos: nada más que por eso ya resulta fascinante, al menos para mí. Aparte la elegancia de no pretender abrumarnos con su erudición al utilizar tamaños conocimientos, más que como algo trascendente, como piezas culturales de un puzzle con las que poder seguir jugando caligráficamente desde su irónico y conmovedor escepticismo.
Espero que de alguna forma se aprecie que, para la ocasión, he vuelto a releer algún poemario (El otro, el mismo…) o ciertos cuentos (Ficciones, El Aleph…) de su ingente obra y entiendo, como Borges, que no todos los sures son iguales ni tienen porqué ser el reflejo antinómico de nuestros nortes. El único, el verdadero Sur es el soñado por cada uno de nosotros y se esconde en los recovecos de la memoria. En mi caso lo llevo puesto colgado en la mujer de mi vida, una andaluza lozana que, doblando el mapa desde Sevilla, terminó doblegando -ya para siempre- la geografía de mi Norte, o sea.