Julia y yo nos despertamos y, al pie de la cama, berreando, ahogado casi por su llanto, está un niño que apenas puede enzarzarse en pasos. Tiene toda la cara de Julia y algunos rasgos míos (esa vaguedad inquietante de los ojos). La criatura hace por llegar a su lado de la cama y se lanza a sus brazos. Yo, por hacer algo, huyo a preparar café.
Toda la mañana se nos va en preguntar por el bloque si alguien ha perdido un niño. En esa inquietud vivimos la tarde, el día entero, y luego la semana, mientras nos dedicamos a cuidarlo, claro. A todo esto, Julia ya no es más la embarazada que ocupaba y demandaba aún más espacio de la cama que compartimos. Pide consulta al tocólogo.
En el trabajo –al que tengo que asistir en medio de esta desazón– lo que impera es la consternación (aunque el único consternado parezco ser yo) porque Roca Hernández, el último pelota amerizado en las anchas orillas de la redacción, es ahora, de repente, el redactor jefe. Contra todo pronóstico, Concha (la mejor periodista que ha pasado por el periódico) y Jose Julián (qué buen tío) ya no trabajan con nosotros. Al último, desgreñado y con aire ausente, lo veo en la tele –me lo han soplado– mientras me desabrocho los botones de la camisa, voceando titulares en el noticiero nocturno de un canal del pueblo donde veraneamos. Lo está pasando mal.
Los deberes de Carlos cada vez son más difíciles. Ha pasado como si nada de los quebrados a las integrales, y yo con mi bachillerato de humanidades ya no llego. Renuncio. Tengo sueño. Julia sufre el peor de los humores: ha intentado acceder –esa, esa es justo la palabra que utiliza– a su despacho y se ha encontrado con el disgusto de una tía siesa, con más años que un bosque que lo ocupaba. El tocólogo además la ha reconocido, pero no. Quiero decir: sabe que era ella, pero el hombre –un profesional de la hostia– no entiende qué parte de su embarazo y su parto no comprende Julia. Tras toda la tarde llorando, ahora dedica los últimos esfuerzos de su día espantoso a alimentar como puede al niño recién llegado.
El niño nuevo nos da muy mala noche, pero eso no impide que empiece, otra vez, un fin de semana, y que la vida se haga familiar, dispersa, como si no apretara tanto. Tenía pendiente desde el año pasado (resuena en mi cráneo, como en una bóveda, esa expresión) una conversación con Ramoncito, mi cuñado. Que no está, nos dice Cristina, una pareja que no le conocemos, pero que imaginamos despatarrada y picando algo (se oye la masticación) en su piso... Que está en Bulgaria. Que por la noche, si quieres, se puede conectar un rato. Yo se lo digo. Cualquier interrogatorio a Julia, su hermana (el zombi que tengo a mi lado), es imposible.
Como si fuera un acto reflejo, descuelgo la bicicleta de su soporte de pared en la salita y atravieso los diez, doce kilómetros que nos separan del pequeño paraíso (es nada más un laguito, unos cuantos árboles, la brisa sobre ellos) que nos mantiene con vida. No puedo. Hay toda una zanja inesperada (he tenido suerte, no iba rápido) que parte por dos el cerrillo tan agradable de descender mientras uno se desentiende de marchas y, a veces, hasta de frenos. Hay un rótulo insidioso e inaudito que insiste en que estamos trabajando para usted.
Por suerte, en el cine del sábado por la tarde (con el niño inopinado dormido milagrosamente sobre el regazo de Julia) no hemos encontrado la horrorosa cartelera infanto-juvenil de las Navidades y sí todas las películas con su colección de figuritas doradas en las esquinas de la cartelería. Los premios Oscar, que tanto odiamos, ya se han celebrado. ¡No, no! Estos son los premios, con el ridículo figurín de la espadita, pero a películas que no conocemos. Ni Julia ni yo. Y somos, seguimos siendo asiduos a las salas. ¡Vamos muchas veces al año!
La desconexión con el resto del mundo que sufríamos desde que el niño se apareció al pie de nuestra cama ya se traslada a todo: los dos tenemos a nuestro equipo en primera de nuevo (para nuestra alegría), hay un grupo que, de repente, ya no da más conciertos (para nuestra tristeza), hay una señora que no conocemos (dicen que es la nueva vecina) y que nos exige no sé qué cuota de la comunidad que nunca aprobamos…
A las diez y veintipico de la noche, Ramoncito, desde un cíber búlgaro y con cara de palo, se nos conecta con Skype. Oímos los pitiditos ominosos y después, tras un silencio búlgaro, pero igual de ominoso, una voz muy adelgazada, que no puede ser la suya. Sigo, fiscalizador como un cuñado, el cruce de miradas entre el hermano y la hermana. Hay algo que Ramón dice con los ojos y que Julia entiende (horrorizada) con los suyos, aunque no lo comprenda.
La mañana del domingo siguiente nos ve a Julia y a mí, acompañados del niño flamante (Carlos sigue liado con sus integrales), en el jardín que precede al adosado de sus padres. Cae sobre nosotros el silencio, como si fuera un peso que verdaderamente descansa en nuestras espaldas, se desploma sobre Julia y sobre mí la cesura alevosa de todo ese año, de esos trescientos sesenta y cinco días que han pasado sin nosotros, y ese no estar del padre –un hombre más sano que yo–, y ese dolor que todavía no cesa de la madre entre los rododendros.

5 Comments
[…] Félix Molina regresa con Relatos Falaces en Submundos, nos invita a la lectura al decir: “En el trabajo –al que tengo que asistir en medio de esta desazón– lo que impera es la consternación (aunque el único consternado parezco ser yo) porque Roca Hernández, el último pelota amerizado en las anchas orillas de la redacción, es ahora, de repente, el redactor jefe. Contra todo pronóstico, Concha (la mejor periodista que ha pasado por el periódico) y Jose Julián (qué buen tío) ya no trabajan con nosotros.” Link […]
Para qué tendrán hijos los irresponsables.
Jajaja, esa es una buenísima lectura. 🙂
[…] Fer Alvardo publica en Submundos, y nos invita a la lectura al decir: “Sus amigos le dijeron que era improbable. Marta, su pareja, nunca había escuchado algo parecido. Todos ellos eran aficionados a programas de baratillo sobre lo paranormal. Así que, si ninguno sabía nada sobre el significado de sus sueños recientes, ya podía comenzar a preocuparse. Recurrió entonces a la última opción que le quedaba para no perder la cordura: contárselo a sus padres. No se lo tomaron nada bien” Link […]
[…] Fer Alvardo publica en Submundos, y nos invita a la lectura al decir: “Sus amigos le dijeron que era improbable. Marta, su pareja, nunca había escuchado algo parecido. Todos ellos eran aficionados a programas de baratillo sobre lo paranormal. Así que, si ninguno sabía nada sobre el significado de sus sueños recientes, ya podía comenzar a preocuparse. Recurrió entonces a la última opción que le quedaba para no perder la cordura: contárselo a sus padres. No se lo tomaron nada bien” Link […]