
Imagen tomada de Pinterest
2º premio del VIII Premio de periodismo y narración Trinidad Arroyo del Ayuntamiento de Palencia en 2004
Entre sus manos tenía un enorme álbum de fotos.
Sus dedos recorrían lentamente la cubierta negra de polipiel. Era como un acto de solicitar permiso para abrirlo o quizá, era la espera para tener el valor para hacerlo o una despedida.
Pasados unos instantes, lo abrió y la primera fotografía apareció frente a sus ojos. Ahí estaba ella, sonriente, radiante, descendiendo del coche de novia primorosamente engalanado con flores. El padrino, su padre, esperándola para ofrecerle el brazo que la llevaría hasta el altar.
Casi todo el mundo había entrado ya en la iglesia, solo algunos familiares estaban esperando su llegada, Clara contenta, les agradeció su compañía con una sonrisa y una mirada. Estaba bellísima, exultante de felicidad.
Instantes después caminaba triunfal por la alfombra roja que la llevaba hasta él. Marcos estaba sonriente, feliz, guapísimo. El resto de la ceremonia transcurrió con ternura y emoción, sentimientos contenidos y felicidad a raudales.
Ahora, al recordar esos instantes, Clara no puede por menos que torcer el gesto con una mueca de dolor.
Se pregunta a sí misma, como para adentro, como buceando en ella ¿qué ha pasado? ¿En qué momento naufragaron las cosas? ¿Dónde está su feliz matrimonio?
Aquel maravilloso día de Julio no contenía ningún presagio de lo que iba a ser su vida en común, o ¿sí lo tenía y ella no quiso verlo? Quién sabe.
El recuerdo de su padre, ya fallecido, viene a su memoria al contemplar otra de las fotos. En el fondo se alegra de que no pueda verla pasar por lo que ha pasado, sí, se alegra de su muerte aunque sea una tremenda ausencia, porque si él continuara con vida, las cosas, quizá serían más difíciles.
¿Cuándo empezó todo?
Ella trata de buscar una respuesta, de dar sentido a alguna de las evidencias y le viene a la memoria, clavándose como un doloroso aguijón, la conversación que mantuvo con su madre unos pocos meses antes de casarse.
—Clara, hija, ¿por qué tienes que dejar de trabajar?, Díme, ¿por qué? A ti te gusta la fábrica, a lo mejor tardáis en tener hijos y el tiempo te sobra. No le hagas caso, impónte y sigue trabajando.
Mira, si en mis tiempos se hubiera podido trabajar, yo lo habría hecho sin ninguna duda. Clara, mi niña, que el dinero te da una libertad, que no tienes que estar pendiente de la nómina de tu hombre. Hija, que el mundo se ve de otra manera cuando vives ahí fuera y te relacionas con otras gentes. Muchas chicas, también recién casadas lo hacen, Clara, hija...
Pero Clara estaba perdida en la cara de Marcos, en sus dulces y apasionados besos. En sus suaves manos cuando la acariciaban, en esos largos dedos que se entretenían jugueteando con su cabello.
Ella no entendía porque tenía que contradecirle, si con el jornal que él ganaba se apañaban.
Él, la quería en casa a su regreso, la quería para él solo, la quería limpiando sobre limpio su nuevo hogar, maquillada y bella para él, la quería a tiempo completo, y además él era el hombre y si se administraban bien nunca habría problemas.
Marcos siempre había sido un vividor. Entre sus manos se habían deshojado muchas flores y él mejor que nadie sabía lo que pasaba fuera. Que si muchas horas juntos, que si un encargado amable, que si la cena de Navidad. Cualquier disculpa encontraba para liarse la manta a la cabeza.
Pero Clara no, Clara, clara como el agua, era suya, exclusivamente suya y no necesitaba trabajar, ni pasear, ni salir. No necesitaba nada más que a él porque era una mujer decente. A ella solo le hacía falta sentirse querida por él y estar prendida de su brazo cuando paseaban por las tardes. Marcos con una hosca mirada lo decía todo: Ojo, es mía, ojo con mirarla, ojo con pensarla, ojo con...ES MÍA.
El primer hijo no tardó en llegar, y fue la guinda que necesitaba ese dulce pastel que era su matrimonio. Bueno..., fue la guinda al principio. Los primeros meses, porque luego, fue la espina invisible que se te atora, sin saber como, en la garganta.
Carlitos era un bebe precioso, pero tenía dificultades para dormir, y algunas noches, su llanto les despertaba de un sobresalto, y en esas noches Clara empezó a conocer a su esposo.
—Anda, levántate y haz callar a ese crío, que yo mañana tengo que trabajar y no me puedo pasar la noche sin dormir. Si tuviera la suerte que tú tienes de no hacer nada, pero, yo, a las ocho tengo que fichar.
Ahora se te atragantan sus palabras, pero entonces le dabas la razón.
Pobre Marcos, todo el día trabajando para nosotros y ni siquiera puede descansar tranquilo. Mientras, tú sola te hacías cargo del llanto de vuestro hijo, que a esas horas era solo tu hijo y le paseabas por la cocina con la puerta cerrada para no molestar, hasta que rendido de tanto llorar lograbas que se durmiera de nuevo, a veces cuando ya comenzaba a clarear el día. A ti, a esas horas, y totalmente desvelada no te entraban ganas de acostarte de nuevo y aprovechabas para planchar en silencio.
Al levantarse tu marido cada vez había menos palabras, con un ¿ya está el café? O ¿mira que cara tienes? Ya era suficiente para él.
La cara, sí la cara de Clara, clara como el agua, fue cambiando de dormir tan poco y callar tanto cuando él regresaba tarde sin darle ninguna explicación.
Tú madre lo sabía, lo intuía, notaba que algo no iba bien, que apenas si salías para hacer los recados de la casa o bajar al niño al parque, que tu rostro estaba tatuado con unas permanentes ojeras y tu boca tenía un rictus de vejez impropio de tu edad. Pero tú, no quisiste decirla nada, no quisiste hablar de la fábrica, de la independencia económica. Del tiempo que pasabas sin que Marcos te paseara de su brazo como luciendo una espléndida joya.
Claro, Clara, según él ya no estabas espléndida. No te hacían falta las palabras de él mofándose de tus amplias caderas o de tus pechos caídos, no, no hacían falta, el espejo te decía la verdad, la exacta y dolorosa verdad. Las noches en vela y los días a la carrera te estaban cambiando el semblante.
Más tarde vino Eduardo, y con su llegada las caricias de Marcos cesaron en seco, sus manos, sus bellas manos, sus suaves manos ya no te acariciaban, ya no revoloteaban por tu cuerpo, ya no se tropezaban con tus senos, ya no te buscaban. Algo dentro de tí te decía que en otra posada paraban. Sí, lo sabías, pero siempre te habían dicho que a eso no había que darle importancia, que eran cosas de hombre, que serían unas fulanas.
Empezaste a dormir en la habitación de los niños para evitar que lo despertaran por las noches con sus llantos o su petición de agua, como si te fagocitaras, empezaste a vivir para adentro. Tus hijos lo eran todo y a ellos dedicabas tu tiempo en cuerpo y alma.
Suponías que el amor se amaina como las tormentas, se apacigua, se aplaca, pero permanece oculto por algún lugar pensabas, hasta que...
Un día, él llegó algo más cargado de alcohol de lo habitual, era muy tarde. Tú, le estabas esperando levantada, en la cocina, nada más oír la llave en la cerradura te pusiste en pie de un salto y fuiste hacia él. Tu intención era preguntarle de donde venía, ¿qué horas eran esas? Él sin dejarte terminar la frase te brindó una sonora bofetada.
Te cubriste el rostro con las manos mientras una involuntaria lágrima resbalaba ya por tu mejilla. Te dolió su mano en tu cara, la mano que antes te acariciaba. Pero sobre todo, te dolió su mirada, su mirada cruel, distante, su mirada de justificación, de qué esperabas,... y después su boca. Su boca sí, hablándote de lo inútil que eras, de lo poco que le gustabas, de tu cuerpo fofo que ya no deseaba, de tus hijos lloriqueando, de la vida ahí fuera, de las mujeres guapas, de. Ya no recuerdas, porque dejaste de entender de qué te hablaba.
Dejaste de oír y comenzaste a achicarte, a empequeñecerte, a reducirte a la mínima expresión para no molestarle con tu presencia ni con tus palabras. A partir de ese momento, él hizo que te sintieras insignificante.
A la mañana siguiente, tu rostro te delataba, pero tú te maquillaste con esmero y mientras maquillabas el cuerpo, maquillaste también el alma diciéndote, tiene razón. No valgo para nada y cada día estoy más gorda. Aquel día empezaste a perder la batalla, porque empezaste a perderte.
En la siguiente fotografía estáis poniéndoos las alianzas, “en la salud y la enfermedad, en lo bueno y en lo malo, hasta que la muerte os separe...”.
Ahora te das cuenta de lo erróneas que son a veces las palabras. Han pasado ocho años desde ese día y mirando hacia atrás ves un tiempo malgastado, un precioso tiempo en el que los golpes y el desprecio han hecho una gran labor en ti, pero cuando piensas en tus hijos sabes que hay un camino, un camino hacia delante, que en algún momento deberás emprender no sólo por ti, sino por ellos.
Las bofetadas empezaron a ser frecuentes y los golpes y los insultos, y tú cada vez más pequeña, más insignificante, más mierda, más...
Él cada vez más seguro, cada vez más dueño, cada vez más fuerte, cada vez más cabrón.
Algunas veces, cuando ibais a comer todos juntos el domingo a casa de tus padres, te quedaste con las ganas de contar el calvario por el que estabas pasando, pero veías a tu padre y a Marcos charlando tan animadamente en la sobremesa. Eran como dos buenos amigos, y no tuviste el valor de desenmascararle, de presentar al verdadero Marcos, al padre ausente, al marido violento, al hombre mujeriego. No, no tuviste valor porque sabías que tu padre iba a disculparle, que de algún modo quitaría hierro al asunto. Te recordaría el deber de una buena esposa, “en la salud... hasta que la muerte os separe”. Tú padre entendía que a cualquier buen hombre, en algunos momentos, se le fuera un poco la mano. Pero eso, no era para tanto.
Cuando murió tu padre aprendiste la justa dimensión de la palabra eterno, para siempre y la de las palabras de tus nupcias “hasta que la muerte os separe...”
Estas empezaron a repiquetear en tu cabeza a menudo, muerte, muerte... esas letras se alojaron dentro de tu mente y comenzaron a invadirlo todo como un terrible tumor cerebral, muerte, paliza, humillación. Llanto, soledad, desolación.
Clara, clara como el agua, se volvió turbia y taciturna y a cada guantazo o cada empujón su tumor fue creciendo hasta ocuparla toda y hacerla pensar que quizá sólo la muerte terminaría con esa vida.
Te hubieras dejado invadir e incluso hubieras muerto discretamente, en silencio, sin dar que hablar, sí nunca hubiera sucedido lo que sucedió aquella noche.
Durante toda la infancia de tus pequeños conseguiste explicarles cada moretón, cada herida, cada chichón, por un sin fin de torpezas y descuidos por tu parte. Pero ahora eso no servía. Se estaban haciendo mayores y veían lo que estaba pasando con sus propios ojos, por eso, el día que Carlos se levantó cuando él comenzó a gritarte y le hizo frente, viste como esa hostia que tan bien tenías acomodada a tu cara recayó en la de él, y los ojos se te salieron de las órbitas, tus manos se encresparon y lo agarraron del cuello y tus ojos, por primera vez, le sostuvieron la mirada y vieron dentro de los suyos al ser despreciable con el que te habías casado.
Marcos se fue a su habitación dando un portazo y tú como si el tiempo hubiera vuelto hacia atrás, regresaste a la habitación de tus hijos a pasar la noche.
Carlos te hizo un hueco en su cama, te acomodó en sus brazos y mientras las lágrimas te recorrían la cara, él en silencio te besaba la frente.
Cuando ya estabas más calmada, sus labios comenzaron a moverse articulando terribles palabras.
—Mamá, ¿cuándo vas a terminar con esto?, ¿Porqué le consientes que te trate así?, mami, mami bonita, tú no te mereces esto, nadie se merece esto. Despierta madre, vamónos, déjale aquí que se pudra, aún eres joven, podemos rehacer nuestra vida lejos de él.
Y mientras el cáncer iba ocupándote toda y hablándote desde lo más profundo. Muerte, muerte, muerte.
El miedo te paralizaba, te ocupaba, te cegaba la mirada y no podías ver ninguna salida. El pánico te golpeaba sin que hicieran falta ni siquiera aquellas manos que antes te acariciaban.
Las palabras de Carlos entraron dentro y comenzaron a librar una terrible batalla contra tus pensamientos, tus temores, y tus aceptaciones.
—Eres una mierda.
—Tú no te mereces esto.
—Gorda asquerosa.
—Mami, mami bonita.
—Ya no te deseo.
—Déjale que se pudra.
La guerra de las palabras, de las ideas, de los sentimientos.
La metástasis fue cambiando tus derroteros y poco a poco Clara, clara como el agua, fue dejando de ser turbia y vio en que se había convertido su vida y quién era realmente el culpable y quién la verdadera víctima. Y en esos momentos todo comenzó a tener algún sentido.
A la mañana siguiente, sin mediar entre ambos palabra le preparaste el café como hacías todos los días, y cuando él se fue a trabajar y tus hijos se fueron a estudiar, te arreglaste un poco y fuiste a ver a tu madre.
A ella, no le hicieron falta palabras para saber lo que pasaba. Durante todos estos años había estado indagando en tu felicidad conyugal mientras tú le mentías con burdas patrañas inventadas. Pero al verte en el umbral de su puerta te abrazó como solo sabe abrazar una madre maltratada y te mandó pasar. No fue necesario pensar las palabras, ellas salían libres de tu boca, agolpadas, embarulladas, dolorosas, crueles... relatando un calvario de muchos años.
De repente, tu madre se levantó y salió de la estancia, al rato regresó con una cartilla del Banco entre sus manos. La reconociste de inmediato, era tu cartilla de soltera, la de los ahorros de tu trabajo en la fábrica, la del pago de la boda, la de...
—Toma Clara, llevo años guardándola para cuando la necesitaras, y creo que el momento ha llegado.
Al principio no entendíste lo que quería decirte, pero cuando te señaló la hoja donde estaba el saldo tus ojos se abrieron como platos y pudiste leer una cifra que pensante gastada hace años.
No sabías que decirle, como encontrar explicación a ello. Te abrazaste a ella y lloraste en su regazo.
—Mira hija, no sé lo que tienes pensado hacer, pero con estos ahorros te puedes ir lejos, a cualquier ciudad donde encuentres la calma. Coge a tus hijos y vete, huye de ese hombre, de esa vida. Clara, mi niña, aún eres joven, puedes volver a trabajar, puedes recuperar el tiempo que has perdido a su lado. Puede ser libre.
Sus palabras fueron la mejor dosis de quimioterapia contra el mal que te llenaba, resonaron en tu cerebro y vencieron a la palabra muerte, “...hasta que...”.
Solo se te agolparon las que hablan del tiempo que aún podías recuperar, porque a pesar de las emociones que estaban rugiendo en tu interior, una voz te dijo que el tiempo no se recuperaba, y supiste que te sería concedido el que conquistaras en cada batalla, en cada día.
Te despediste de ella. Ambas sabíais que tardarías en veros de nuevo, pero tu madre contaba hace años con ello y mejor que nadie sabía lo que sentías en esos momentos.
Regresaste a casa, hiciste rauda las maletas de los chicos y la tuya, solo lo imprescindible, las cartillas de médico, ropa cómoda, la bolsa de aseo...
Sentada en la mesa del comedor, cerraste de una manotazo el álbum, ya ni siquiera recuerdas la foto que mirabas, ¿cuándo cortabáis la tarta? ¿Cuándo la tuna cantaba?, ¿al brindar con champán? Daba igual. Tu matrimonio era una historia hace tiempo acabada.
Carlos y Eduardo llegaron de clase y se sorprendieron al verte allí sentada y arreglada, sus ojos fueron hacia las maletas y no hizo falta decirles nada.
Instantes después un taxi os llevaba al aeropuerto, ibais a Canarias.
Siempre quisiste ir allí, de luna de miel, los primeros años de casada... pero a Marcos el avión le aterraba y nunca llegaste ir.
Por fín ibas a ver cumplido tu deseo, no era un destino de vacaciones como pensaste algunas veces. Era un lugar donde esconderte, donde huir, donde comenzar de nuevo con tus hijos una vida.
Querida madre:
¿Qué tal estás? Nosotros bien. Los chicos ya han comenzado a estudiar de nuevo, poco a poco van haciendo amigos en el barrio, se les ve contentos y les encanta el mar.
De mi te diré que estoy más delgada y me he teñido el pelo para tapar las canas.
Tengo trabajo en un hotel. Es limpiando las habitaciones, el horario es bueno, solo es por la mañana. Lo más sacrificado es que me toca trabajar muchos fines de semana. Tengo unas compañeras estupendas, De vez en cuando salgo a bailar salsa con ellas y algunos domingos, cuando libro, vamos con los chicos a la playa.
Como ya te conté por teléfono, tenemos una pisito muy mono, es pequeño, pero está en el centro. Tus nietos me echan una mano, entre los tres nos hemos repartido las tareas de la casa y tengo tiempo para mí. Cuando les veo fregando los cacharros o pasando el aspirador me siento muy orgullosa de ellos, y me gusta saber que, a pesar de lo que vieron en su padre, la educación que yo les he dado es más fuerte que el recuerdo de Marcos.
De él, no sé nada, sus hijos apenas si le nombran. Pero Carlos, a veces cuando me mira en silencio, sé que se pregunta y me interroga pensando ¿Por qué has aguantado tanto?, ¿por qué?
Madre, me gustaría explicárselo, pero no puedo. Ahora no me sirven de nada todas aquellas disculpas que me contaba sobre la buena esposa, la religión y el deber. Ni siquiera todas aquellas culpas sobre mi cuerpo, la falta de aportación económica a la casa o el cansancio de su padre.
No tengo palabras ni siquiera para mí, estaba aniquilada, absorbida. Estaba eclipsada por Marcos. Yo no era nada, ni nadie.
¿Cuándo me perdí el respeto, madre? ¿Fue después de la primera bofetada? ¿O quizá la bofetada vino porque no había respeto?
No lo sé madre, ahora de aquello no sé nada. Pero ya no me siento una desgraciada, ni una inútil, ahora con poco más de cuarenta años pienso que la vida empieza, no que acaba, y estoy contenta.
Pero sobre todo madre, ya no me tiemblan las manos, ni me sobresaltan los ruidos de la noche. Consigo descansar varias horas seguidas sin que ningún nudo me atenace la garganta.
Algunas noches, me duermo sin llorar. Comienzo a vivir en paz. La calma ya no es una palabra totalmente desconocida para mí, y cuando logro olvidarme de mi matrimonio la siento como un respiro profundo.
Ya no se me enquista el aire en los pulmones y me aprieta el pecho como si quisiera reventarme el corazón. Sólo algunas veces, cuando suena el móvil y estoy ensimismada, el pensamiento se me altera y empieza a galopar desbocado hasta que descuelgo y escucho que no es él, que él no tiene ese número.
Madre, he conocido una asociación donde van mujeres que como yo sufren en sus propias carnes este calvario. Algunas han sido más valientes y les han plantado cara llegando incluso a denunciarles por las palizas. Yo no fui capaz. También las hay que tienen una orden que dicta el juez para que ellos no se puedan acercar. De todos modos, muchas viven con el miedo amarrado en el cuerpo, ni la ley ni la sociedad les asegura que no va a pasarles nada. También están esas terribles noticias en las que se habla de mujeres asesinadas a manos de estos desaprensivos.
Madre, ¿pude yo llegar a ser una de ellas? Madre, ¿Por qué calle? ¿Por qué no busque ayuda?, ¿Por qué…?
Me gustaría que la sociedad endureciera las penas, que obligará a cumplir las condenas, que avisara de quien puede ser el hombre con el que compartes tu cama. ¿Tan difícil es?
Yo fui una cobarde y acabé perdiendo todo lo que había construido. Tuve que huir como una delincuente de mi propia casa, cuando en realidad la víctima era yo. Lo sé, lo sé, no debería haber sido así. Ahora, alguien debería estar vigilando a Marcos para que no vuelva a hacerle esto a ninguna otra mujer.
¿Y si me encuentra madre? ¿Si logra saber dónde estamos? ¿Qué sucedería entonces?
A veces, al doblar una esquina creo verle. En esos momentos un escalofrío me recorre toda entera y me paraliza. Luego, cuando veo que no es él, poco a poco me voy tranquilizando y razono. Marcos tiene pánico a los aviones, nunca vendría a buscarnos, no sabe dónde estamos. Ya no me quería…
Aún así, las dudas me llenan, por eso, esta carta la voy a enviar a casa de D. Daniel, el párroco, sé que él te la hará llegar sin necesidad de que sepas donde vivimos exactamente.
Mamá, gracias, te quiero.
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Cuesta entender cómo alguien, en este caso una mujer, se puede enamorar de esa clase de persona, en este caso un hombre, e iniciar una vida en común. Cuando te das cuenta del error, el precio que se ha pagado es muy alto. En fin, por más que me cueste,creeré que el amor es ciego.