
Vivimos tres años, chispa más o menos, en la fonda que tenían las tías Alegría y Felicidad en la calle Alemanes, en el corazón de Sevilla. Aquel lugar era para mí el paraíso. Y aunque el tío Manolo me decía que era yo demasiado pequeño entonces como para que haya guardado memoria de aquellos tiempos, que seguro que es por haber oído contar, yo juro y perjuro que mis recuerdos son originales míos.
Cierro los ojos y me traslado por arte de birlibirloque al patio de la fonda, extiendo las manos y abro la reja de la puerta de entrada, ahí están los azulejos sevillanos, el verdor de las relucientes aspidistras, la lucerna iluminando la imagen del Sagrado Corazón de Jesús, los ramitos de violetas o de pensamientos mimosamente dispuestos en jarrones o macetas, y el niño que fui correteando y tumbándose, cual larguirucho era, en busca del frescor del mármol en las tardes de verano. Huelo el perfume de la canela en el arroz con leche que mi madre preparaba los domingos, los jazmines de la moña, siempre fresca, en el cabello azabache de la tía Alegría, el Zotal desinfectante de orines de los aseos bien escamondados, la alhucema del brasero de cisco del invierno, las sábanas blanquísimas oreándose al sol. Escucho la risa del agua en la fuente, el tañer solemne de las campanas de la Giralda, la voz apremiante de Felicidad mandándome lavar las manos, los tambores y cornetas de la Semana Santa, la flauta de pan del pregonero afilador, las ruedas del carro de la nieve, el soporífico trasiego del estío colándose por el balcón y envolviendo las horas de siesta. Siento el cachete en el culo, la caricia en la mejilla, el beso de buenas noches, los lametones de Misifú, la mano tendida de José Luis Moruno Pulgarín (Pepe Moruno para los amigos) el día que se presentó con sus dotes de comerciante y su mercadería.
Quién iba a sospechar en ese momento cómo iban a cambiar nuestras vidas de un día para otro.
Yo, desde luego, no.
Fragmento de la novela Mientras alguien nos recuerde.
