28. Esto es ser hombre: horror a manos llenas
A Lucas Manchón le gustaba corregir con un lápiz grueso las páginas que iba dejando impresas por todo el módulo de su última novela, Césped. Andaba ya por la mitad de su desarrollo, con un personaje muy bien creado, el de Fermín. Un escéptico unamuniano que contrataban para convencer a un millonario y acababa medio enamorado de su hija. Sus debates morales, la concupiscencia, los deberes y los placeres… Cosas de esas. A Manchón le encantaba mezclar estructuras clásicas con dilemas modernos. Un novelista convencional.
Ahora se centraba en las irisaciones del lago, quieto como una monja, mientras recordaba escenas de su Semana Santa castellana, entre cirios y terciopelos, él como oscuro penitente que iba pergeñando mentalmente los primeros argumentos de sus voluminosas novelas, de una bonhomía social que le había deparado el mote de Sancho el novelista. Amante también, todo hay que decirlo, de sus buenos bocadillos, con carnes y viandas de todos los países que su cuerpo orondo iba pisando. Antonio y Antonia lo conocían por su deambular entre los módulos y la despensa. Trasiego que le tenían prohibido, por miedo cierto a un mal balance entre las mercancías y los becados, si los patronos se empeñaban en fiscalizar eso. Se echaban en falta ya, a escasos cuatro meses del fin de la beca, cuatro patas enteras de jamón, dieciséis latas de atún en conserva tamaño gigante y casi otras tantas de caballa en escabeche, unas cuantas piezas de lomo embuchado y la delicadeza de varios tarros de caviar. Y si bien el crimen (o suicidio, dicen…) de Inés Menta ya se iba esclareciendo, semejante rapiña solo tenía un culpable, y desde el principio: Lucas.
Precisamente, su pantagruélico afán le había amistado con unas inopinadas procuradoras, poco sospechosas —a los ojos de los celadores de la despensa— de sustraer alimentos. Eso, que le había acercado a Ifigenia, Rosa e Inés (como si fueran unas particulares dríades de los embutidos), también le aproximó al misterio de la nicaragüense que vendía miles de libros de poemas. Se llevaban bien. Al jugueteo existencial en los módulos respectivos —poco más— le siguieron noches apacibles en el lago, rodeados de versos de Rimbaud, de Celan, de Dickinson, de Pizarnik… Sus favoritos. De él y de ella.
La noche anterior a la que se supone de la muerte de Menta, mientras Manchón apuraba otra lata de caballa, la pasaron los dos en disquisiciones sobre si lo de Rimbaud o lo de Dickinson no era tan suicidio como lo de Celan y Pizarnik. Para Lucas, vitalista y sanchopanzesco, criar un tumor entre negreros y traficantes de armas o destrozarse el riñón en las oscuras habitaciones de una mansión de Nueva Inglaterra no eran sustitutivos de arrojarse al Sena o atiborrarse de Seconal; la poeta de Flor vulnerada pensaba que Rimbaud se sacrificaba (con su poesía no escrita) al mezclarse con esa chusma, al convertirse en esa chusma. Y que el sacrificio de Emily fue el de dejarse la vida en papelitos metidos en los cajones de nogal desperdigados por toda la casa, que eso acababa con cualquier riñón.
Esa noche, a propósito de recipientes poéticos, también le confió la poeta al novelista un pequeño arcón (alguna artesanía familiar de Nicaragua, o vaya usted a saber de qué otro país visitado) donde guardaba ejemplares muy especiales de todos los becados que iba robando. Sí, también hay uno tuyo, le dijo sonriendo. Guárdamelos.
Y él se despidió caballerosamente de ella, no sin intentar una nueva alianza para su abastecimiento.
—¿Me traerás otra lata mañana por la noche, a orillas del piélago lantánido, dulce Inés?
—No, mañana no puedo. He quedado. Te la llevarán las empalagosas Rosa o Ifigenia.