A todos los que, en algún momento, han tenido que abandonar su casa.
Cuando cumplí los once años, mi padre me sacó de la escuela y todos los días me mandaba a cuidar la viña de Fontabanas. Antes de llegar me paraba en la caseta del señor Gervasio. Le llevaba el pan que nos había sobrado la víspera y la bota con un poco de vino. Como no sabía de qué hablar, le contaba cosas que pasaban en El Frago. Entonces él me acariciaba la cabeza y me decía:
—Anda, déjalo. —Tragaba saliva—. Para tus gentes yo siempre he sido un extraño, así que ni siquiera se molestarían en enterrarme si me encontraran muerto. A los que no hemos nacido aquí nos comerán los buitres.
—Eso no es así —protestaba yo—. Mi madre me prepara todo para usted y me dice que a la vuelta le cuente cómo se encuentra.
—Claro, claro. Es que tu madre es tan forastera como yo. Llegó de Ansó cuando se casó con tu padre y siempre será “la ansotana”. Así, sin nombre y sin amigas con las que alparcear.
—Es que mi madre no las necesita. Está todo el día trabajando y no le queda tiempo ni de asomarse a la ventana.
—Algún día entenderás lo duro que es vivir en un pueblo en el que no has nacido. Hasta te dan los buenos días con otro tono. Por cierto, estos fragolinos parece que siempre están enfadados. Con un ¡quihaay! se nos quitan de encima. Bueno, a veces entre ellos también se hablan así. En mi pueblo, allá en los Monegros, decíamos: “Buenos días nos dé Dios”.
—¿Y por qué se fue de su pueblo?
Al señor Gervasio se le soltó la lengua. Que sus padres no podían alimentar a doce hijos. Que, cuando cumplían diez años, todos tenían que salir de casa y no mirar atrás. Que todos se iban con los trajineros hasta que los dejaban de sirvientes en algún pueblo.
—¿Cómo vino a parar a El Frago?
Entonces me contó que a él lo habían dejado en la Carbonera, donde trabajaban muchos fragolinos. Allí, junto a las caberas no pasaba frío y siempre le caía algún bocado.
—Todo iba medianamente bien hasta que cogí unas calenturas que lo jodieron todo. Menos mal que uno de los que estaban conmigo me habló de esta caseta. La llaman la Caseta del Judío. Dicen que por las noches vuelve el fantasma de su dueño, aunque yo nunca lo he visto. Y eso que llevo muchos años. Aquí nació mi hijo y murió mi mujer de sobre parto. —Se quedó callado y yo me levanté para marcharme.
—Mocé, ya te he dicho que algún día lo entenderás. —Me hablaba desde un camastro, sin abrir los ojos—. Todos queremos formar parte del rebaño mejor alimentado, pero los perros no dejan entrar a las ovejas desconocidas. Así no les escasea la hierba y se mueven poco. Mientras tanto ellos se pueden echar la siesta. —Volvió a quedarse callado—. Ahora vete y no le digas a nadie que me vienes a ver, que pensarán que te he contagiado el solimán que llevamos dentro los forasteros.
Con su hijo Antón coincidí pocas veces antes de que se marchara. Estaba de repatán para casa Luriés. Madrugaba mucho y volvía muy tarde. Todo por una comida escasa. Encima se llevaba las culpas de todos los desaguisados. Según señor Gervasio, su hijo estaba harto de los amos y de unos criados bobalicones y mentirosos.
Después, el señor Gervasio subía todas las mañanas a la Cruz de Pinarón. Allí, entre los que venían de un sitio y otro le daban noticias. Que si Antón se había echado al monte, que si estaba en la legión o que si andaba metido en el estraperlo. Pero, antes de un año, le perdieron las huellas y nadie volvió a saber nada de él. Yo les decía a mis hijos que el señor Gervasio sabía que su hijo era como él. Que los dos habían salido de sus pueblos buscando una vida mejor y no encajaban en ninguna parte. Entonces, me levantaba la boina y me rascaba la cabeza. Mis hijos sabían que les iba a repetir una vez más las palabras del Buscón. Esas que le había oído tantas veces a mi maestro y que las tenía bien metidas en la mollera. “Nunca mejora de estado quien muda solamente de lugar, y no de vida y costumbres”.
Un día, antes de comer, mi hijo pequeño vino a buscarme a la viña.
—¡Padre, padre! Está abierta la caseta del señor Gervasio.
Me acerqué despacio, sin hacer ruido. Cuando me asomé por una rendija, pensé que se me había ido la olla o que había vuelto el judío. En el camastro del señor Gervasio había un bulto encogido. Achiqué los ojos. Era un anciano. Con los nervios se me escapó su nombre.
—Señor Gervasio, al final ha vuelto. ¡Qué alegría! —Mientras tanto empujaba la puerta, como había hecho siempre.
Después dejó de hablar y no paraba de gruñir. Me recordó a esos perros que, para guardar su rebaño, se tienen que enfrentar a otros perros y vuelven a casa llenos de heridas. Yo también dejé de hablarle y le repetí varias veces: “quihaay”. Entonces él me respondió con lo mismo y se dio la vuelta hacia la pared. Con los días conseguí que me hablara. Cuando le entraron los temblores de las tercianas, lo llevé a una Casa de la Caridad, donde cuidaban a los viejos. Les dije que era un pariente lejano, que si le pasaba algo yo me encargaría de todo. Los arrieros me trajeron la noticia. Fui a buscar sus pertenencias. En la parte trasera del caserón, debajo de un sauce, estaba su macuto.
—Nunca hablaba con nadie —Era la voz de un anciano que se me acercó arrastrando los pies—. Lo encontraron colgado allí. —Con su mano temblorosa me señaló las ramas del sauce—. Y lo echaron al pozo que hay detrás de la tapia. Desde el primer día supe dónde estaba. A las pocas horas de morir, los buitres ya daban vueltas en el cielo.
Entonces me volvieron las palabras del Buscón: “Determiné pasarme a las Indias pensando que, si mudaba de mundo y de tierra, mejoraría mi suerte. Y fueme peor”.
Carmen Romeo Pemán
Fotografías: propiedad de la autora.
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Esto es una historia repetida, generación tras generación, que creo no dejará de repetirse.