
El niño huyendo del mundo corrió hasta llegar a una verja que atravesó y que cerró tras de sí. Recorrió un largo camino naranja entre la crecida hierba verde hasta que llegó a la casa de tejado amarillo. Entró en la casa y vio una escalera. Por la escalera, subiendo los escalones de dos en dos llegó hasta un pasillo de moqueta roja y por el pasillo a una habitación, y se detuvo. Abrió la puerta y penetró en un cuarto de paredes rosas y cuadros blancos. Cerró la puerta con llave y se dirigió a un enorme armario marrón oscuro de nogal. Lo abrió, se metió dentro, se sentó y se encerró. Se acurrucó en su interior agarrándose las rodillas y comenzó a sentirse seguro. Cerró los ojos y los apretó fuerte fuerte y comenzó a ver, pese a la oscuridad, nítidamente el interior del armario. Con esfuerzo consiguió ver también fuera de él, con todo detalle, la habitación de paredes rosas y cuadros blancos. Atravesó la puerta en su visión y vio el pasillo de moqueta roja. Se dirigió a la escalera y raudo la descendió. Salió de la casa de tejado amarillo y, elevándose del suelo, retrocedió volando el camino naranja y pasó por encima de la verja viéndolo todo en su cabeza cada vez más nítido y más lejano.
Distinguió los tejados pardos y los distintos barrios que tenía el pueblo y luego, alrededor suyo, vio alejarse rápidamente de él toda la comarca. Vio el contorno del país tal y como lo había aprendido en los mapas y, pasando vertiginosamente por encima de las nubes, llegó hasta el espacio desde donde, con una extraña paz, contemplaba el mundo.