
I PARTE
Y pensar que todo esto viene de... ¡Ay Sequito! Espérame. Déjame contártelo al oído, que ya viene el día...
De llevar la comida caliente a padre y de ir a buscarle, a la tarde, tarde, por alejarlo de falsas alegrías y desesperaciones, me conocía el señorito. Le hacía mandados que propinaba sin razón ni proporción, por lo que negarme era riesgo y ventura que no corría.
Hacía días que padre, el alcalde, el maestro y otros hombres eran ausencia del pueblo. Eran tiempos nuevos que mi madre decía de como siempre. Tiempo de uniformes, cánticos y cleros contentos. Algarabía de ricos, silencio de obreros. Las fábricas, a destajo. Tiempo de malos paños. Pardillo el nuestro, de lágrimas el de madre.
Aquel día, me había llevado el señorito, con otros de los suyos, de otros telares y otros ingenios, a una de sus juergas. No era la primera en que le asistía. Pero en aquélla, además de palanganero, si me portaba, me dejaría capear en la becerrada que harían a la tarde, entre polvos que ellos decían. Y así fue cómo, después de su siesta entrepernada, bien comido yo por un día durante ella y de sus sobras, se echaron a la plazuela. Acarreé para allá zalonas y jofainas y púseme a mirarlos. Bueno, y a corregirlos en mi cabeza. Cuando ya tenían al juvenco destroncado de quites y de recortes y la mayoría de ellos, ya cansados, decían de tomarse el olivo, don Ramón, que era el amo que invitaba al día completo, secándose el sudor de la frente con la manga, dejó aquel, tuyo chaval, a ver si hay verdad en los decires. Aquella duda y aquel tono de amo molesto que, como un muro notable, puso entre nosotros, lo derribó de seguido tirándome la capa. Su capa. Recuerdo que aún estaba recia, tenía cuerpo, no como mi engaño que era más espíritu que tela, pues de cuerpo propiamente dicho sólo tenía el palo que quería ser estaquillador. Pesaba lo suyo, pensé yo que de almidones, y dudé de si podría con capa y bicho a la vez. Pero no era cosa de despreciar. Así que, puro nervio, me arranqué, la verdad, cuando las piernas quisieron. Y para allí me fui, más chico que antes por la gravedad de la capa y más hombre por la del asunto. Que tentar ante don Ramón y los suyos podía representar mucho, que eso se decía y yo lo había oído. La res, entre ensabanada y nevada, barbeaba por las tablas. Fui en su busca. A los primeros lances me salió codiciosa, con muchos pies. Bien me hubiese salido yo, de no haber sido porque hacerlo hubiera sido rendirse de por tiempo al hambre y a la miseria. Le daba los pases largos para que larga fuese la salida y ver si, así, con algún respiro, las piernas se me afianzaban. Poco a poco, más que por arte mía, por bondad del animal, comenzó a ponerse pastueño y reservón, lo que me permitió, ya con piernas menos temblonas ligar algunos pases y aparentar algún quiebro al notar lo bien que remataba aquel noble amigo que, sin duda, me dejaba hacer. A todo esto, ni un ruido más que los que del albero salían: resoples, roces y cites. No me sentía mal, pero aquel silencio me llevó a cambiar la capa por mi trapo, por ver de trastear un poco y acabar de convencer.
Yo no creo que estuviese fino con la muleta, porque si no me moví en los cuatro primeros pases más fue por miedo que por torerío, y por eso pensé que más bien de sus cuerpos cumplidos y sus hombrías satisfechas les debían salir los olés que me lanzaban. Es ¡olé! grito estentóreo que pide luego oxigenarse fuerte, y es el aire fresco bueno para todo y sobremanera para horas de flacideces y flatulencias.
Sabiéndolos señoritos de mando, no debía yo dejar pasar aquel regalo de confianza si llegar quería a albero abierto. Otros mozos me habían dicho de mi acierto en los simulacros o cuando, en noches de luna en lleno, nos crecíamos hasta maletillas. De tanto oírselo, me vi matando hambres y librando a padre y madre de tanta esclavitud. Si no, de qué iba a ir yo para toreador.
Fue don Manuel el que comenzó el pique. ¡Ramón!, ¡hay que lanzar al chiquillo! Don Ramón ni miró, ni hizo gesto, ni abrió boca, sordo se hizo. Sólo cuando los otros y alguna de las hembras casi se lo corean protestó desdeñoso, ¡si no tiene ni nombre! ¿Qué se dice?
Ahí me vino a la cabeza el coso del pueblo, el Castañar, con toda su antigüedad, y yo, que me venía creciendo, que tenía convencido al becerro, detuve el cite y moviendo sólo la cabeza le grité al aire, no me hubiese atrevido a hacérselo a don Ramón, ¡Castañito!, y de otro golpe me vino la escuela, la que en ella, en la plaza, había hecho la República, la que contento decía haber traído mi padre ya hacía unos abriles, y todo lo que en ella enseñaba don Francisco, el maestro, sobre la necesidad de ilustración, y que gracias a ella y a él ya sabía yo leer, escribir y las cuatro reglas para mi apaño. Que era el único estudiado de casa, decía mi madre con gran orgullo y cierto miedo. Y el bicho se estaba clavado, esperando que lo citase de nuevo. Y me crecía aún más. Y casi silabeando, le grité al mundo, les grité a ellos, le grité a don Ramón, sin mirarlo, para qué, me grité a mí, le grité al becerro, sin hambre, ya con mis padres arreglados en el sueño, ¡Castañito!, ¡Cas-ta-ñi-to, el i-lus-tra-do!
Un silencio viejo, helado, lo llenó todo. Lo llenó tanto que me vació y me hizo consciente de la temeridad. No oía ni el respirar del novillo, que por su resollar no debía hacerlo mudo. No sabía si citar de nuevo y rematar pase, ligando, si hacerlo todo a retazos, empalmando, o si pedir perdón por el desplante directamente. Quizás fuesen segundos, pero aquella eternidad me empapó de sudor frío. ¡Olé tu madre!, gritó una de las mujeres, y aplaudieron las otras gritando más olés. Y rieron ellos, y se arrancó el bicho y me regaló dos naturales y le di descanso al tercero dejándolo irse. ¡Hay que joderse! ¡Castañito, el ilustrado! ¡Estamos buenos! Reía don Ramón y le reían todos. ¡Ala, a ilustrarse!, cortó y mandó don Ramón. Y volvieron todos a la casa a sus cosas, y yo a mis cántaros y palanganas junto al caño, presto a darle a la bomba para que tuviesen agua fresca a su llamada. Como aún el más breve habría de tardar algo, me refresqué de cintura para arriba, y sobre todo la cabeza en la que restallaba una y otra vez el atrevimiento de ¡Cas-ta-ñi-to, el i-lus-tra-do! ¿Ilustrado yo? Y gritárselo a señoritos bejaranos de académica holganza salmantina y veraniega ociosidad serrana. Algo habría de hacer a lo largo del verano para que olvidasen tal desplante. Que difícil me iba a ser me lo dijo el aire que me trajo aquel, ¡Agua, ilustrado!, que me llegó de la segunda ventana del primer piso. Y esto me lo dijo el visillo corrido. Corrido como el que lo corría. Y así pasé la tarde, del caño a los corridos. Ya cerca de la cena comencé a recoger las cosas en la casa mientras se iban los coches todos. Cuando lo hizo la furgoneta que llevaba a las mujeres, como las había traído, a trancos y barrancos, terminado todo, aún me entretuve un rato apoyado en la barrera del redondel. Toreaba yo, ya doctorado, el bicho, ya bien astado, la plazuela, ya monumental catedral. Pero la noche se hizo cierta y con el fresco llegó la realidad y andando me fui para el pueblo, a casa.