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LA ACAMPADA by Paula Castillo Monreal

Nos gustaba jugar e imaginarnos que dormíamos en una tienda de campaña. Nuestros padres, siempre ocupados, nunca nos llevaban al campo. Atábamos las esquinas de la colcha al cabecero y nos quedábamos abrazadas esperando que pasase pronto la noche. Nos asustaban los ruidos de las hojas al moverse con el viento y la luz que atravesaba nuestro techo las noches de luna llena. Nos gustaba el olor a romero y a tomillo de la que nos impregnaba la ropa vieja que nuestra madre nos ponía para estar en casa, y luchábamos contra los mosquitos que se empeñaban en dejarnos sin sangre. Lo que más nos asustaba era la grieta abierta a la entrada. A veces mirábamos a través de ella y escuchábamos las gotas de agua que caían en el fondo negro con su música intermitente y, cuando después del silencio se producía el sonido del ogro, corríamos los tres a refugiarnos al final de la lona. Hasta el día en el que después de un grito la grieta se convirtió en una sima. Lo echamos a suerte: yo sería la que bajaría al pozo. Aquel día le pedimos a mi madre las botas de montaña. Después de muchas protestas y recomendaciones accedió a que nos las pusiéramos. No le gustaba que nos metiéramos en la cama con ropa ni zapatos de calle. Me até un pañuelo al cuello y después de abrazarnos salté. Estuve cayendo un buen rato por la cueva oscura de paredes húmedas y raíces que se movían a mi paso hasta que llegué a una llanura de la que salían varios caminos. Eran todos iguales. Detrás de mí quedaron ahogados los gritos de mis hermanas que pedían que volviese. No les hice caso y comencé a correr por el que se me antojó más ancho. Ya no recuerdo el tiempo que llevo huyendo de una jauría de perros atada a mis pies. El viento agarrado a mis hombros me empuja sin dejar que me detenga por este camino que parece no tener fin.  Mi sombra convertida en esqueleto es la que marca mi rumbo. No he vuelto a saber nada de mis hermanas.  

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