martes, diciembre 5 2023

La cirujana by Javier Caballero Bello

La Cirujana
1.

Era una noche espantosa; no había parado de llover en varios días y las
carreteras estaban intransitables. Una cortina de agua hacía muy difícil la
visibilidad y unos charcos que parecían querer tragarse los vehículos aparecían
sin aviso en la calzada.

Menuda Nochebuena. Tras la cena habían tardado más de lo debido en
salir, esperando que por algún milagro escampase un poco. No tenían ganas de
recorrer los casi 60 kilómetros que les separaban de su casa.

Habían ido a cenar a la casa de sus padres; la doctora Susana Cabello,
una prometedora cirujana cardíaca, con su marido y su hijo de siete años. Había
tenido que cambiar una guardia en el hospital para poder quedarse libre esa
noche, a cambio de la guardia de Fin de Año, pero no le importaba porque
prefería la noche familiar a la social; además, con un niño tan pequeño hacía
tiempo que no salían.

La doctora Cabello iba conduciendo, su marido había bebido algo y esas
noches eran las típicas de los controles de alcoholemia; el pequeño iba tumbado
en el asiento de atrás, a pesar del cinturón de seguridad se había escurrido y
permanecía dormido cuan largo era sobre el asiento.

Vivían en una urbanización en un pueblo de la periferia; hacía rato que
habían dejado la autopista y habían cogido una carretera secundaria. Seguía
lloviendo y la visibilidad era escasa. Afortunadamente no había apenas tráfico.
Su marido daba alguna cabezada; Elena conducía en silencio. A pesar de estar
concentrada en la conducción, su mente volaba por otros derroteros. Los regalos
de Reyes, la comida de Año Nuevo que, como trabajaba esa noche, se haría en
otra casa, los problemas del hospital, el exceso de trabajo, el congreso anual
donde tenía que dar una conferencia. Y sobre todo, su problema con el estrés y
el insomnio. Lo había probado todo. Empezó con el yoga y la relajación, había
seguido con la visita a un quiropráctico, y al final, el ejercicio físico, cada vez más
intenso, era lo único que hacía que se encontrase mejor. Bueno, además de los
ansiolíticos a los que estaba enganchada desde tiempo atrás. Muchos médicos,
sometidos a gran tensión por las condiciones y características de su trabajo, los
toman, y en eso ella no era diferente.

Su trabajo le encantaba. Había conseguido plaza en un gran hospital
general, con todos los servicios, en el que querían potenciar el de cirugía
cardíaca para que fuese el referente nacional, por lo tanto tenía todos los medios
a su alcance y había llegado a convertirse en la adjunta más joven del prestigioso
hospital. Además había conseguido un proyecto de cooperación a través de una
ONG en una remota región de Africa, y allí iba durante un mes, con parte de su
equipo, a un hospital de campaña, apenas sin medios. Operaban a personas con
problemas muy diversos. Niños con malformaciones, secuelas de traumatismos
o reparaciones cardíacas como el cambio de válvulas. Algo que en nuestro
entorno es cosa habitual, a 10.000 km es impensable. Y ella era el alma de todo
ese proyecto. Era conocida internacionalmente: en pocos años, había
acumulado una experiencia considerable, impropia de su juventud. El futuro era
suyo. Todo esto iba pensando Elena, la doctora Ochoa, la joven prometedora,
con su marido dando cabezadas y su hijo dormido como un tronco en el asiento
trasero.

No tuvo tiempo de reaccionar. En una fracción de segundo un enorme
coche se les echó encima. Después, todo negro, en silencio. Solo el golpeteo de
la lluvia y el frio que se colaba dentro de los restos del coche la hicieron volver
en sí.

2.

En el silencio y recogimiento de la clínica la paciente Susana Cabello no
sentía nada, no veía nada, no oía nada. La levantaban de la cama al sillón, la
volvían a acostar. Tenía una sonda por donde la alimentaban e hidrataban, y una
vía puesta en una vena del brazo por donde le administraban la medicación.
Estaba en una clínica, que recibía el eufemístico nombre de “clínica de reposo”.
Todo muy funcional y muy bonito. Una melodía suave se filtraba por alguna parte
entre las cámaras de seguridad y los altavoces, entre la pantalla de televisión y
las otras pantallas, las de los monitores donde centelleaban luces de diversos
colores.

Todo era perfecto en aquel ambiente exclusivo. Periódicamente una
enfermera, con una delicadeza extraordinaria, entraba en la habitación,
comprobaba los sistemas y monitores, tomaba unas notas y hablaba a Elena con
una voz muy suave y cariñosa. No sabía si podía escucharla o si entendía lo que
le decía; daba igual, a todos los pacientes de esa zona les trataban así, con un
mimo exquisito, hablándoles continuamente con la intención de que el sonido de
la voz les llegase a lo más recóndito de su cerebro.

El momento crucial del día era la visita de los médicos; a media mañana
se acercaban a su habitación, siempre los mismos aunque a veces no
coincidiesen todos en el lugar. Eran el psiquiatra, el internista, el traumatólogo y
el rehabilitador. Después discutirían en la sala de reuniones la progresión de
aquel caso tan complejo. Estrés postraumático con episodios de catatonia y
negativismo; aquella lesión en la espalda y hombro no eran tan graves y no
podían causar esa flacidez y esa atrofia de tantos músculos sin que hubiese una
verdadera lesión neurológica. Y esa pérdida de peso imparable, a pesar de la
sobrealimentación. Estaba claro, Elena se quería morir. No deseaba seguir allí.
La labor de los médicos era un esfuerzo titánico por recuperarla, para sacarla de
ese estado. Ya habían conseguido pequeños logros: abría los ojos y les seguía
con la mirada, contestaba con monosílabos, ayudaba un poco a la hora de
moverla y cambiarla de postura y lo que parecía imposible, empezaba a pedir
que la llevasen al baño.

Luego llegarían los fisioterapeutas que repetirían toda la parafernalia de
cada día. Los movimientos suaves sobre todas las articulaciones, masajes para
desentumecer los músculos y movimientos pasivos. Después, la maquilladora o
la peluquera la peinaban y pintaban su rostro para mejorar su aspecto. Es
fundamental que se vea bien para que mejore, decían.

Su menudo cuerpo, sus extremidades alargadas y gráciles, su figura
estilizada denotaba su pasado primero como bailarina de ballet cuando era niña,
luego, su cuerpo había evolucionado con el ejercicio físico que practicaba
regularmente y al que se había hecho una adicta, carreras por el parque, una
hora de gimnasio diario y su pasión por la naturaleza a la que acudía
regularmente para hacer pequeñas marchas, paseos los fines de semana con
su familia y otros amigos. Eso la relajaba. “Vigoréxica” la llamaba con cariño su
marido. En el ambiente de la clínica mantenía su elegancia a pesar de los
avatares y del palo que le había dado la vida; su cara de facciones delicadas,
labios finos, ojos grandes y azules enmarcados por una frente amplia. Su pelo
tan bonito se lo habían cortado dejando una melenita rubia que le daba un
aspecto de colegiala.

Y así, día tras día y mes tras mes. Los progresos de la paciente Susana
Cabello se iban haciendo cada vez más evidentes pero necesitaba una vigilancia
constante. Una vez, en un momento de descuido durante el cambio de turno, la
habían visto encaramada a la ventana, con medio cuerpo fuera. Si no hubiese
sido porque saltó la alarma de la ventana, hubiese podido ocurrir cualquier cosa.

Quiero escapar. Quiero escapar repetía una y otra vez la paciente Susana
Cabello.

“Intento de suicidio”anotaron los médicos en su historial y, en la reunión que
tuvieron sobre el caso, decidieron aumentar la dosis de sedantes y extremar las
medidas de seguridad. Ahora que está mejor quiere escapar de su realidad.

3.

Aquella noche en el pequeño hospital comarcal estaban desbordados. La
mala o la buena suerte, según se mire, había hecho que chocasen dos
autobuses y uno de ellos volcase en la rotonda de entrada, a escasos 500 metros
de la puerta principal. Estaban en la sierra, en mitad del campo y daban servicio
a los pueblos de la comarca. Era un hospital pequeño, diseñado para atender
problemas traumatológicos, casos de pediatría, embarazos y medicina interna.
Con algo más de cincuenta camas, hacía una labor inestimable para toda aquella
población local. Los casos complicados, una vez estabilizados, eran trasladados
en ambulancia, UVI o helicóptero a la capital. Bien organizados y coordinados
como estaban no tardaban más de 15 o 20 minutos en ser atendidos en el
hospital de referencia.

Pero esa noche todo se había torcido. La tormenta de nieve y el intenso
frío habían convertido las carreteras una pista de patinaje, con un aluvión de
heridos, y, encima, la epidemia de gripe había hecho estragos entre el personal
del hospital. El jefe de guardia, el doctor Peláez, intentaba poner orden en todo
aquel caos. La zona de urgencias parecía un mercado persa: gente por todas
partes, camillas y camas improvisadas. Las ambulancias no llegaban porque la
tormenta las retrasaba. Los helicópteros no podían salir de noche, y menos con
aquella tormenta; los heridos, con toda lógica acudían a la puerta del hospital
para ser atendidos. La colaboración ciudadana los llevaba en sus coches
directamente a la zona de urgencias. Otros heridos acudían por sus propios
medios. La policía municipal y la guardia civil también colaboraban intentando
poner orden en ese caos.

Para colmo, había llegado la prensa, un canal de televisión de corte amarillista
se colaba por doquier filmando y molestando a los pacientes y al personal.

Gracias al triaje los pacientes eran clasificados según los protocolos más
estrictos. En situaciones de demanda masiva, atención de múltiples víctimas o
desastre, se privilegia a la víctima con mayores posibilidades de supervivencia
según gravedad y la disponibilidad de recursos; y gracias a esto el sistema
funcionaba. Nadie se queda sin ser atendido; antes o después eran atendidos
por los sanitarios.

Las salas de curas estaban llenas, los quirófanos también y el servicio de

rayos aún más. Nadie daba abasto y aun así
trabajaban a destajo y con
profesionalidad. Algunos médicos y enfermeras que habían visto la escena y

que no prestaban servicio en el hospital se acercaron para ayudar según sus

posibilidades. Todos los profesionales eran bienvenidos.

Doctor Peláez, tenemos un problema en un quirófano, se necesita su
presencia inmediatamente. Estas pocas palabras de una enfermera desataron la

cólera del médico. Llevaba varias horas sin descanso, sometido a una tensión

brutal, organizando la desorganización más absoluta.

¡Pues yo tengo un problema aquí, que lo solucione el cirujano!
4.

La doctora
Susana Cabello por fin se sentía libre. Había dejado de tomar
de forma progresiva la medicación sin que nadie del personal de la clínica se

percatase de ello. Se encontraba más d
espejada: ya se sentía ella misma. No
soportaba más estar encerrada en esa jaula de oro, en aquella clínica

psiquiátrica. Ya se encontraba curada, en contra de la opinión de los médicos, y

quería marcharse.

Después del incidente de la ventana estaba conti
nuamente vigilada y con
una medicación más potente que la atontaba y no le dejaba pensar. Por eso tomó

la determinación de marcharse, de abandonar el tratamiento. De escapar de esa

clínica que, según ella, ya había cumplido su misión. Durante varias semana
s
estuvo preparando su fuga. Estudiar el edificio no fue difícil, aunque fuese

siempre acompañada tenía libertad de movimientos: acudía a la sala de terapia,

al gimnasio, y, cuando hacía buen tiempo, paseaba por los jardines.
Aquel día, después de la cena, salió de su habitación y entró en el
vestuario femenino. Eligió un uniforme de su talla y escondió un abrigo y

calzados apropiados. Salió por la puerta de atrás, disimulando con un carro de

ropa sucia. Lo demás fue un paseo. Era una clínica, no una cárcel
. Ya en el
aparcamiento se acercó a un coche y una pareja muy amable se brindó para

llevarla a la ciudad. Menuda nochecita para perder el autobús. Lo entendieron

enseguida.

Cuando llegaron a una rotonda, la carretera estaba cortada. Un equipo de

protección
civil les impedía el paso. Al parecer habían chocado dos autobuses y
había un montón de heridos.

Soy personal sanitario dijo la doctora Susana Cabello.
Le vino entonces a la memoria aquella otra noche, cuando volvió en sí,

medio atontada, el ruido de hi
erros al retorcerse, el dolor y la rabia que sintió al
no poder hacer nada. Recordó cómo vio a su marido destrozado, con los ojos

inertes y la boca abierta, sin vida. Su hijo, su pequeño, su niño, en una postura

antinatural, con medio cuerpo fuera de lo qu
e una vez fue la puerta y parte de
ventanilla. Recordó su dolor por todo el cuerpo, en su espalda y su cuello

producido por el violento choque, y sobre todo, recordó su desesperación cuando

se acercó a su hijo. No respiraba. Enseguida supo que tenía las ce
rvicales
fracturadas, tenía sangre en el oído, en la nariz y en la boca. Tenía que salir y

pedir ayuda. No pudo sacar a su marido del coche, así que se ocupó de su hijo.

Lo tomó en brazos y caminó, corrió por la carretera mientras pudo, buscando y

pidiendo
ayuda. No recordaba nada más.
Mientras se encaminaba a la entrada del hospital pasó junto al autobús

volcado. Varias personas de emergencias estaban sacando a un muchacho que

era poco más que un niño; tenía un trozo de carcasa clavado en el pecho del

que
sobresalía casi un palmo. Estaba tremendamente pálido, apenas podía
respirar. Le colocaron inconsciente sobre una camilla.

Soy médico. Llévenlo corriendo al hospital: si no se actúa
inmediatamente, morirá
. Sus padres estaban mudos, desolados. No se
sepa
raban de él. Por favor, doctora, haga todo lo posible: ¡sálvelo!
Una vez dentro del hospital el trámite era el habitual. Valoración completa.

colocar una cánula para intubación y oxígeno. La
Susana Cabello vio que el chico
estaba en shock por la gran hem
orragia que presentaba. No daba tiempo para
hacer un escáner, así que haría las radiografías en el quirófano. Había que poner

inmediatamente un catéter para evacuar la sangre acumulada en el pecho.

Los padres esperaban en la salita previa. Habían rellenado
todos los
formularios de urgencias; abrazados y angustiados solo podían esperar.

No había tiempo que perder. Mientras le ponían varias vías, tomaron

muestras de sangre. Tuvieron suerte, un quirófano acababa de quedarse libre,

el cirujano que estaba espera
ndo a un paciente se quedó perplejo ante lo que
llegaba.
¿Quién ha dado la orden para esta intervención? No estamos preparados para
atender semejante lesión. Yo soy traumatólogo, no cirujano cardíaco. ¿Quién es

usted y quién le ha dado permiso para opera
r?
Apártese fue la única respuesta que obtuvo, mientras acomodaban al
muchacho en la mesa.
Soy la doctora Susana Cabello, especialista en cirugía
cardíaca. Puede apartarse o ayudarme, usted elige, pero no se le ocurra

molestarme
. Era una voz cortante, intimidatoria. Una mirada de fuego era lo
único que salía de ese rostro, semioculto por la mascarilla y el gorro de quirófano.

Con decisión Susana comenzó a colocar el catéter por debajo del

esternón, pidió dos unidades de sangre, inmediatamente se hicier
on las
radiografías en el quirófano. Ahí estaba el trozo clavado, los signos de ocupación

del pulmón por la sangre, la afectación del diafragma. Hicieron una ecografía. No

había ninguna duda. El corazón tenía una herida por la que manaba abundante

sangre e
n cada contracción, en cada latido, por lo que había que suturarla
inmediatamente.

5.

El doctor Peláez, jefe de guardia, estaba llamando por teléfono al director

del hospital, para informarle de lo que estaba ocurriendo en uno de los

quirófanos.

Oye, Buendía, hay una tal doctora Cabello, que dice que es de corazón. Ahora
está operando a un chaval a vida o muerte, un hierro le ha atravesado el pecho.

Se ha saltado todos los protocolos. No sé cómo se ha metido aquí. Ya he llamado

a la policía y al Juzgado.
Esto es un caos de mil demonios. Ya sabes por la
televisión lo del accidente. Y encima esto.

¿La doctora Cabello? No, no es posible: está en un psiquiátrico. Menuda
tragedia pasó la pobre. El caso fue muy sonado. Una noche, en Navidad, unos

niñatos salier
on con el 4x4 del padre de uno y se estamparon contra el coche de
la doctora. Su marido y su hijo murieron en el acto. Al marido lo sacaron los

bomberos tras dos horas de trabajo, estaba entre los hierros retorcidos del

coche. Al parecer ella fue, con su h
ijo muerto en brazos, andando sin rumbo por
la carretera durante varias horas, como una zombi. La internaron en una clínica

especializada en brotes psicóticos y en traumas por estrés. Si verdaderamente

es ella, a ese chico le ha tocado la lotería. Nadie le
hubiese podido operar con
garantías: Cabello es la mejor en su especialidad.

Doctora Cabello notó una voz que le susurraba. Soy el doctor Buendía, el
director del hospital, permítame que la ayude con su paciente. Está haciendo

usted un trabajo excelent
e. La sutura del corazón me ha dejado verdaderamente
impresionado. Lástima que no tengamos UCI en este hospital para poder seguir

atendiéndole. En cuanto podamos, una UVI móvil le llevará urgentemente a

nuestro hospital de referencia. Cuando termine deberá
acompañarme. No se lo
tome a mal pero la tendremos que llevar de vuelta al centro donde estaba.
Cuando terminó la intervención Susana Cabello se quitó el gorro y la mascarilla,
se deshizo de los guantes y la bata de quirófano que llevaba, acompañada por

e
l doctor Buendía acudió a la salita donde esperaban los padres del chico. No
dijo nada, su cara lo expresaba todo. Se abrazó a la madre y rompió a llorar, al

principio eran unas lágrimas solidarias de madre a madre, luego fue un llanto

incontrolado, un tor
rente acompañado de gemidos; todo lo que no había llorado
en los largos meses de internamiento en aquella clínica donde había estado

como una autómata. Se fundía en un abrazo humano con aquella mujer.

Tiempo después, cuando a Susana le dieron el alta en la clínica de reposo lo
primero que hizo fue ir a visitar a su último paciente.

ANEXO

A continuación se mencionan, por citar algunos momentos importantes en

la historia de la cirugía cardíaca y sin intención de discriminar o menospreciar a

tantos médicos
cuya labor ha sido inestimable, determinados hitos
fundamentales en esta especialidad.

Desde la Antigüedad hasta bien entrado el siglo XIX se sabía que las

enfermedades del corazón, y en especial las heridas en este órgano, eran

inevitablemente mortales.

Existen pruebas de que en el siglo XVIII se hicieron experimentos con

animales a los cuales les intervinieron el corazón y que obtuvieron buenos

resultados a corto plazo (Senac 1749).

La primera cirugía propiamente dicha sobre el corazón fue realizada por

el cirujano
noruego Axel Cappelen el 4 de septiembre de 1895 en el
Rikshospitalet de Kristiania, en
Oslo. La intervención consistió en la sutura
de una arteria coronaria sangrante en un hombre de 24 años que había sido
apuñalado. El paciente se despertó y pareció estar bien durante 24 horas, pero
enfermó, sufrió un aumento de temperatura y acabó muriendo; la autopsia
determinó que había sido una infección la que había acabado con su vida al
tercer día del postoperatorio.

En
1896 Ludwig Rehn, cirujano alemán, fue quien suturó, por primera
vez con é
xito, una herida en el corazón que había sido causada por una
puñalada.

En 1923 Curtler y Levine operaron con éxito la primera estenosis mitral.

Esta actuaciones se realizaban sin abrir el corazón, es decir “a corazón cerrado”.

En las décadas de los años 5
0 y 60 del s.XX comenzaron a realizarse
operaciones a “corazón abierto”.
Walton Lillehei fue el pionero y en 1953 John
Gibbon utilizó la máquina de circulación extracorpórea diseñada por él mismo,
interviniendo malformaciones congénitas del corazón y grandes vasos. Al
principio se usó la hipotermia, enfriar el cuerpo para ralentizar sus necesidades
de oxígeno. Los cirujanos se dieron cuenta de las limitaciones de la hipotermia
ya que las complejas reparaciones intracardíacas requieren más tiempo y el
paciente necesita flujo sanguíneo en el cuerpo (sobre todo en el cerebro); se
necesita que la que la función del corazón y de los pulmones sea proporcionada
por un mecanismo artificial, de ahí el término
bypass” cardiopulmonar.
El 13 de junio de 1957, en el Children's Hospital
-Houston Texas, el Dr.
Denton Coley realiza la primera cirugía a corazón abierto, con la
ayuda de los
doctores McNamara y Barnard.

En 1967, en Sudáfrica, el Dr. Barnard realizó el primer trasplante de

corazón en el Hospital Groote Schurr. Pero no fue hasta 1984 cuando se

consiguió evitar el rechazo inmunológico gracias a la selección de pacien
tes y a
los tratamientos de inmunoterapia llevados a cabo por Sunway en la Universidad

de Stanford, USA.

FIN

+ There are no comments

Add yours

Deja un comentario

Facebook
Twitter
LinkedIn
%d