Siempre estoy ahí arriba, enfocando a la camilla, observando el constante ir y venir de personas tan distintas entre sí, hombres, mujeres, niños también, casados, solteros, curas o monjas, escritores, maestros, presidentes, directores o indigentes, calvos, sordos, ciegos … Desde ahí arriba el mundo se percibe de otro modo, sin palabras, sin movimiento…; todos los cuerpos son iguales, indistintamente de cuál sea su característica definitoria.
A la puerta del quirófano han quedado esos besos que no se dieron por cobardía, tantos «te quiero» que no llegaron a emitirse por vergüenza, tantos «te echo de menos» que nunca salieron de sus labios, tantos «perdóname» que no llegaron a pronunciarse…
A lo largo de mi corta existencia, mientras los cuerpos inertes se encuentran en un estado de inconsciencia inducida, las ondas cerebrales se debaten entre historias de amor y odio, de amistad, historias de malos tratos, historias de venganza, de pobreza extrema; las más desgarradoras nunca saldrán a la luz. Me gustaría poseer el poder de sacarlas yo mismo, pero solo puedo ver y escuchar, nada más.
Recuerdo una de las primeras situaciones que me tocó vivir. Se trataba de una madre que era consciente de la gravedad de su situación, a su familia les había engañado diciéndoles que era un puro trámite y pronto estaría de regreso. Sabía que su vida, a pesar de su juventud, llegaba al final, no se quería ir todavía, sus hijos eran pequeños y la necesitaban. Poco después supe por las enfermeras que no llegó a salir del hospital.
Otra de tantas situaciones que me desgarró fue la llegada de una niña de apenas ocho años con el bazo roto. Escuché su llamada de auxilio, suplicando que las dejara en paz, su padre les daba brutales palizas tanto a ella como a su madre, hasta se atrevió en una ocasión a pegar a su hermanito pequeño. Aquella niña necesitaba fuerzas para seguir viviendo, unas fuerzas que su padre minaba cada vez que volvía a casa borracho. Me rompió el corazón y unas lágrimas en forma de sutiles gotas resbalaron a través de mi caparazón lumínico.
Al despertar de la anestesia, el recuerdo con el que se durmieron les hace pronunciar un nombre que tal vez hubieran deseado no mencionar nunca, tal vez un grito de auxilio que no llegaría a salir de sus labios, tal vez una despedida, tal vez miedo, mucho miedo…