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DÉJA-VU by Neus Bonet

Escuché susurros tras la puerta del apartamento. Me estremecí al ver el filo brillante de la navaja frente a mí. Al cabo de unos segundos mi vista se nubló. El zumbido repetitivo me despertó de repente. De nuevo la misma pesadilla. Desde hacía un mes que se repetía el mismo sueño. A veces podía ver una sombra acercándose a mí, otras un brazo tatuado con la navaja en mano.
Me levanté y fui a la cocina a por un vaso de agua. Notaba aun gotas de sudor frío recorriendo mi espalda. Fue entonces cuando vi el parpadeo de un nuevo mensaje en el móvil. El mensaje decía: “Te esperamos hoy a las 23h en el lugar establecido”.
Habían pasado más de veinte años y no creía que fuera a recibirlo. Me habían despertado al fin. Cogí la lista que tenía guardada en la caja fuerte. Tocaba hacer las compras oportunas. Cuando salí de casa, creí ver un coche negro en la esquina. Cuando me giré por segunda vez, ya no estaba. Preferí esta vez coger el bus que ir en la vieja moto. Algo me olía mal. Cuando llegué al centro de la ciudad, fui directo a la cafetería como hacía cada día. No quería levantar sospechas. Mi intuición me decía que estaba siendo vigilado, así que mejor seguir con mi rutina. En algún momento dado ya los despistaría. Entre en el Zúrich, pedí un café solo y un donut. Saqué la lista que llevaba escondida en un viejo libro. Primera parada era en un almacén de la calle Hospital. Me bebí el café aun humeante, pagué en la caja para ir más rápido y salí Ramblas abajo. Cuando llegué al destino, el lugar era una pastelería magrebí. En la entrada del local había un par de hombres con cara de pocos amigos que me miraron de arriba abajo. Dije la palabra clave en árabe y uno de ellos me dijo por señas que lo acompañara. Me dio un paquete envuelto en papel encerado blanco y me hizo salir por la puerta trasera. Cerró la puerta tras de mí. Era un callejón solitario, pero me conocía esas calles como la palma de mi mano. Busque en el viejo libro la lista. Segunda parada, la iglesia de San Lázaro, ubicado en el mismo barrio. Fui atajando entre los estrechos callejones del barrio del Raval, hasta llegar a la vieja iglesia. La puerta principal estaba cerrada a cal y canto, pero la casa del rector estaba la puerta entreabierta. Di un vistazo antes de entrar. En la plazoleta sólo había unos niños jugando al futbol con un viejo balón. Entré en el rectorado. Llamé al timbre, pero nadie salió a recibirme. Eran las 12h del mediodía, hora de misa. No podía esperar a que terminará la liturgia. Subí las escaleras de la casa y fui directo a la biblioteca. Tenía instrucciones detalladas donde tenía que ir. Allí estaba, el plano, tras un icono de la Virgen María. Lo enrollé y lo guardé en la mochila. Bajé las escaleras corriendo y cuando iba a salir por la puerta, vi unos hombres de negro hablando con los niños. Uno de ellos señaló la puerta. ¡Me habían encontrado! Tenía que haber una salida por otro lado. Siendo una iglesia medieval, tenía que haber un pasadizo secreto por alguna parte.

Tras dar un par de vueltas por la casa, encontré una trampilla en el suelo de la cocina. Era mi punto de escape. Tardé unos minutos en poder desbloquearla. Escuché pasos en el piso de arriba. Ellos también sabían lo que estaba buscando. Justo cuando cerré la trampilla, entraron en la cocina. Bloqueé la puerta y con la linterna del móvil busqué la salida.
Después de andar a oscuras durante veinte minutos, vi una luz al final del túnel. Una reja oxidada hacía de barrera entre un lado y otro. Está vez fue fácil abrirla. Una bocanada de aire salado me calmó. Estaba cerca del tercer lugar donde tenía que ir. En los viejos astilleros, ahora el museo Marítimo de la ciudad era la última parada. Como un turista más, pagué mi entrada en las taquillas del museo, y me uní a un grupo de británicos a hacer la visita guiada. Era una buena manera de pasar desapercibido. Había estudiado los puntos negros del edificio, los cuales no podía ser visto por las cámaras de seguridad. Cuando llegué a uno de ellos, me escondí. No sería tan fácil esta vez. Solo tenía treinta segundos de tiempo para poder moverme y que no fuera visto por los de seguridad. Las manos me temblaban, si no lo conseguía, todo lo que había conseguido hasta ahora se esfumaría en un santiamén. Cual serpiente hambrienta, me deslicé entre las sombras aguantando la respiración. Finalmente conseguí llegar hasta la puerta del director. Di un par de golpecitos en la puerta. Nadie contestó. Cogí mis ganzúas y forcé la cerradura. El despacho parecía un camarote de capitán. Era todo de madera, paredes, suelo y techo. La luz del día entraba a través de varias ventanas de ojos de buey y un gran escritorio presidía la estancia. Parecía que me hubiera teletransportado al cruzar la puerta. A un lado había una gran biblioteca de libros antiguos, la mayoría de náutica. Al otro lado unas fotografías de los astilleros de finales del siglo XIX y un secreter. ¿Dónde podía estar el tercer paquete? Rebusqué por todos lados. Bajo la mesa, en los cajones. Forcé la cerradura del secreter. Detrás de los marcos de las fotografías. Hojeé cada uno de los libros de la biblioteca. Nada. Me senté en una vieja butaca que había en uno de los rincones y miré hacia arriba. Allí estaba. Escondido dentro de la lámpara. Lo metí en la mochila. Ya tenía las tres piezas del rompecabezas. Sólo quedaba salir corriendo del museo sin ser visto e ir al piso franco, hasta que fuera la hora. La parada del metro estaba cerca. Pero los hombres que había visto frente la iglesia también estaban. No podía ser que supieran exactamente como encontrarme. A no ser que...llevara algún GPS encima. Entré de nuevo al museo, esta vez fui directo a los aseos y me encerré dentro de un WC. Empecé por revisar los zapatos, el cinturón, la cazadora, la camisa, los tejanos. Finalmente lo encontré. Estaba en la mochila. Lo saqué de allí y salí del baño. Metí el dichoso GPS en el bolsillo de un turista alemán que estaba en la cola de las taquillas y me fui en dirección contraria donde estaban ellos.

El piso franco se ubicaba en la Barceloneta. En un viejo apartamento de 15 metros cuadrados frente al mar. Tenía que esperar hasta las 22h, tiempo suficiente para descansar un poco antes del viaje. Los nervios y la noche anterior con las dichosas pesadillas me habían dejado fatigado. Puse la alarma del móvil y me eché en el sofá cama. Cuando estaba cogiendo el sueño, llamaron a la puerta. No podía ser que me hubieran seguido hasta aquí. Empuñé el revolver y miré a través de la mirilla. Era Dieter, mi compañero de la escuela de espías. El círculo se había completado. Ya teníamos los objetos, incluido el mapa y los códigos. Ahora solo tocaba esperar. Una hora antes teníamos que coger una lancha. Dieter era un experto conductor, había sido capitán de yate de joven, y seguro que llegaríamos sin problemas.
Anocheció, y nos dispusimos a ir al puerto a por la lancha. Dieter iba en cabeza a paso ligero. Era hombre de pocas palabras, de facciones toscas, piel tostada quemada por el sol del mar, y una mirada azul penetrante que no te transmitía mucha confianza. Llegamos al puerto deportivo. Subimos a la lancha y partimos dirección Sur, bordeando la costa. Durante el trayecto no cruzamos ni una sola palabra. En un momento dado, la pantalla de mi móvil se iluminó. Un mensaje de texto. Dieter me miró de reojo y con una mirada inquisitiva me pregunto en un español perfecto, sin dicción alguna, que decía el mensaje. Se lo leí. De repente aceleró los motores. Nos estaban siguiendo de nuevo. Ese mensaje no era de nuestra agencia. Ellos no utilizaban ese tipo de lenguaje, me dijo.
Llegamos a Sitges. Eran las fiestas del pueblo y los fuegos artificiales iluminaban la noche sin Luna. Dejamos la lancha en un amarre escondido al fondo del puerto y nos mezclamos entre la multitud que miraban alucinados los fuegos, mientras un grupo musical tocaba una charanga para animar más la fiesta. Entre borrachos, músicos, y turistas, llegamos al destino final. Un hotel de cinco estrellas al lado de un acantilado. Entramos. El recepcionista adormilado no se dio ni cuenta de nuestra presencia. Fuimos directos al ascensor de servicio.

Planta 48, puerta 24, no pensaba tener que volver aquí de nuevo. Pero allí estaba. Frente a la puerta, con ese sudor frío en la sien y Dieter con una llave digital abriendo la puerta. Justo al abrir se oyó un clic. Una explosión me hizo rebotar contra la pared y cuando recobré la conciencia, vi a Dieter totalmente destrozado por la bomba. Él, con su cuerpo me había hecho de escudo y como pude salí de ese maldito rascacielos por la escalera de incendios.
No iba a tener mucha suerte tampoco. Pues un fuerte golpe en la nuca me hizo caer escaleras abajo. Me desperté sin la mochila, con la cabeza que no paraba de darme vueltas, amordazado y atado en una silla y con un foco que me cegaba la vista. Cuando por fin mis ojos se acostumbraron a esa luz, vi las dos sombras. Los dos hombres vestidos de negro que me habían perseguido desde primera hora de la mañana. Tenían todos los objetos, el mapa y los códigos. Yo ya no iba a serles útil ahora, y me quedaban solo unos minutos de vida. Uno de ellos se quitó la americana y la corbata. Se subió las mangas de la camisa blanca impoluta. En el brazo derecho tenía un gran tatuaje de una calavera con una daga cruzándola. Su compañero sacó de un maletín una gran navaja, afilada y brillante. Un sudor frio empezó a caer por mi espalda.
Neus Bonet i Sala Blog: https://elplumierdenenuse.wordpress.com

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