Moretti había pasado, casi con un mínimo giro de muñeca, de burócrata de Lunas de Lantano –encargado de los expedientes que salían por la puerta de atrás de la fundación– a asesor literario. Después de años enquistándose en los sillones de los logistas mineros, la inteligencia masona había conseguido ubicarlo en un puesto donde, tras más de una década de becas, era el faro cultural de Latinoamérica. Solo lamentaba, en su infinita vanidad, que no lo hubieran destinado a Europa, para serlo además del mundo.
En el Cerro (salvo en años excepcionales, como el corriente) se instalaba casi a finales de curso, cuando las nubes de junio sobrevolaban la laguna con mofletes rosáceos, como de golosina. Se dejaba ver por los módulos, apuntaba tal o cual cosa para su informe, hacía preparativos mentales para el acto final y, entretanto, si el curso era propicio, se entretenía en otros actos menos finales y más venales (con actantes de ambos sexos, le era indiferente).
Este ejercicio, sin embargo, con lo luctuoso de Inés Menta, la cosa no deparaba al parecer más que algún escarceo a la luz de las antorchas, en ese renacimiento oscurantista que se había sacado de la manga más telúrica para engatusar a los pueblos que circundaban el Cerro, precisamente los que en su ignorancia más reparos ponían a la actividad literario-cinegética (se trataba de cazar autores) de la fundación.
Tareas logísticas y rumores de asesinato lo habían llevado a este templete donde se guardaban en los primeros años las escobas viejas de Antonio y Antonia y que hoy, por mor del posicionamiento en las redes sociales, era el baluarte de la sabia tradición cerril. Llevaba un antifaz de platino y una capucha como de misionero. Le habían administrado unos velones con los que intentaba encender su cigarrillo mentolado, a pique de prenderse fuego.
—Muchachos, han organizado esto excelentemente —era un devoto de esta expresión—. ¿Cómo se llama la novela que presenta al certamen, Juárez?
Juárez, amparado por las sombras cenitales de las antorchas de pega y las velas a un peso, no tuvo reparo en musitarle: Caballo viejo. Y Moretti no tuvo reparo tampoco en apuntarlo en una especie de libreta, untada con boletos de avión y tickets de taxis, donde apuntaba todo lo que tenía que apuntar… a otros.
La editorial Loneta, uncida por un oscuro pero timbrado amor con Lunas de Lantano, llevaba varios años financiando el premio que se había convertido en el acto central (y el más publicable, desde luego) de cada fin de curso. La secuencia era ya, año tras año, la misma. Primero el premio Lunas de Lantano, después la publicación mundial, en no menos de quince idiomas, y luego premios en Estados Unidos, en Europa y en todo el mundo. O lo que Loneta y Lunas de Lantano consideraban el mundo. La traca final, en la vejez, tras una vida literaria resuelta, era la candidatura al premio. O mejor: al Premio.
Lo diferencial del premio Lunas de Lantano era que las becas (y la estancia que cubrían en el Cerro) hacía las veces de ampulosa semifinal del certamen: los siete becados por la fundación que casi convivían en los módulos adosados al lago podían aspirar desde sus respectivos géneros al galardón absoluto. Además, este no se limitaba, por tanto, a una sola vertiente literaria. El Lunas, como se le conocía entre los escritores en español, podía premiar a una novela o a un librito de poemas. A un ensayo casi doctoral o a un opúsculo de aforismos. Así era El Lunas.
Liberados ya de los disfraces y la adoración popular —los tuits que Moretti despachaba hablaban de cariño—, Juárez, Litti, Ifigenia, Rosa y Manchón (Dukas parecía demorarse analizando los matices antropológicos del festejo) se encaramaron como buenamente podían a una barcaza que les ahorraba lo menos un par de kilómetros de camino a los módulos, mientras Moretti, como patroneando la embarcación, salmodiaba con ojos lúbricos, pendiente de pespuntes y dobleces, su eterna cantinela:
—En noches como esta no le pesa a uno ni estar trabajando…
En el Cerro (salvo en años excepcionales, como el corriente) se instalaba casi a finales de curso, cuando las nubes de junio sobrevolaban la laguna con mofletes rosáceos, como de golosina. Se dejaba ver por los módulos, apuntaba tal o cual cosa para su informe, hacía preparativos mentales para el acto final y, entretanto, si el curso era propicio, se entretenía en otros actos menos finales y más venales (con actantes de ambos sexos, le era indiferente).
Este ejercicio, sin embargo, con lo luctuoso de Inés Menta, la cosa no deparaba al parecer más que algún escarceo a la luz de las antorchas, en ese renacimiento oscurantista que se había sacado de la manga más telúrica para engatusar a los pueblos que circundaban el Cerro, precisamente los que en su ignorancia más reparos ponían a la actividad literario-cinegética (se trataba de cazar autores) de la fundación.
Tareas logísticas y rumores de asesinato lo habían llevado a este templete donde se guardaban en los primeros años las escobas viejas de Antonio y Antonia y que hoy, por mor del posicionamiento en las redes sociales, era el baluarte de la sabia tradición cerril. Llevaba un antifaz de platino y una capucha como de misionero. Le habían administrado unos velones con los que intentaba encender su cigarrillo mentolado, a pique de prenderse fuego.
—Muchachos, han organizado esto excelentemente —era un devoto de esta expresión—. ¿Cómo se llama la novela que presenta al certamen, Juárez?
Juárez, amparado por las sombras cenitales de las antorchas de pega y las velas a un peso, no tuvo reparo en musitarle: Caballo viejo. Y Moretti no tuvo reparo tampoco en apuntarlo en una especie de libreta, untada con boletos de avión y tickets de taxis, donde apuntaba todo lo que tenía que apuntar… a otros.
La editorial Loneta, uncida por un oscuro pero timbrado amor con Lunas de Lantano, llevaba varios años financiando el premio que se había convertido en el acto central (y el más publicable, desde luego) de cada fin de curso. La secuencia era ya, año tras año, la misma. Primero el premio Lunas de Lantano, después la publicación mundial, en no menos de quince idiomas, y luego premios en Estados Unidos, en Europa y en todo el mundo. O lo que Loneta y Lunas de Lantano consideraban el mundo. La traca final, en la vejez, tras una vida literaria resuelta, era la candidatura al premio. O mejor: al Premio.
Lo diferencial del premio Lunas de Lantano era que las becas (y la estancia que cubrían en el Cerro) hacía las veces de ampulosa semifinal del certamen: los siete becados por la fundación que casi convivían en los módulos adosados al lago podían aspirar desde sus respectivos géneros al galardón absoluto. Además, este no se limitaba, por tanto, a una sola vertiente literaria. El Lunas, como se le conocía entre los escritores en español, podía premiar a una novela o a un librito de poemas. A un ensayo casi doctoral o a un opúsculo de aforismos. Así era El Lunas.
Liberados ya de los disfraces y la adoración popular —los tuits que Moretti despachaba hablaban de cariño—, Juárez, Litti, Ifigenia, Rosa y Manchón (Dukas parecía demorarse analizando los matices antropológicos del festejo) se encaramaron como buenamente podían a una barcaza que les ahorraba lo menos un par de kilómetros de camino a los módulos, mientras Moretti, como patroneando la embarcación, salmodiaba con ojos lúbricos, pendiente de pespuntes y dobleces, su eterna cantinela:
—En noches como esta no le pesa a uno ni estar trabajando…