Pablo se contempla en el espejo del ascensor. Tiene una vista tridimensional de su cuerpo por la que pasea una mirada escrutadora. Primero, como acto reflejo de esos que no se piensan, acomoda sus cejas despeinadas luego de la ducha. En el descenso, en el viaje desde el piso diecinueve hasta planta baja, revisa detenidamente su indumentaria y, tras ella, su figura.
El inmaculado cuello de la camisa se ajusta impecable escondido bajo el prolijo nudo de la corbata. Ella oculta, aunque no demasiado —cada leve movimiento es una amenaza— una hilera de botones a punto de explotar. Tiene que cambiar el talle. Cuando comenzó el invierno se encontraba en la cota superior, en el límite entre un talle y otro, el par de kilos ganados —sumados a los pares de kilos de los inviernos anteriores— lo han expulsado definitivamente a un talle más amplio. Oscila entre la decisión del cambio de guardarropa o el comienzo de una dieta. Se pierde en esos pensamientos. La respuesta se posterga hasta la próxima primavera. Definitiva e inexorablemente el sobrepeso se acumuló en su cintura. Recuerda con desgano el aspecto de los rollos. Su buzarda[1] es un homenaje a la masa de pizza: el color blanquecino vira al grisáceo, blanda y movediza y, ¡crece! como si le hubiesen agregado levadura.
El engrosamiento de su figura provoca otros dilemas. ¿Dónde ajustar el cinturón? ¿Bajo los rollos dejando libre de expansión a esa panza que no reconoce como propia? ¿En el mismo ecuador, para contener cualquier intento sedicioso? Cualquier alternativa lo conduce —no, a Roma no— a agregar agujeros en el lazo de cuero. Aún hay margen para ello.
El pantalón de gabardina cae sobre unos zapatos bien lustrados. Caer no es un verbo casual. Bajo la cintura gloriosamente crecida unas nalgas flacas y unas piernas más flacas todavía dan al conjunto un aspecto de patas de tero o de flamenco o... bueno, ustedes me entienden. Tamaño tronco tiene por punto de apoyo unas columnas sumamente delgadas. La construcción parece a punto de colapso. Pablo no pierde demasiado tiempo en sus debilidades inferiores. Se conforma con la raya del pantalón emergiendo en punta, prolija y bien marcada en una línea recta que haría las delicias de cualquier profesor de matemáticas.
El ascensor se detiene y da un respingo. No repasó mentalmente el estado de las medias. «Debo renovar mi ropa interior», —piensa moviendo los labios.
Regresa de su ensoñación y se alarma. La planta baja dista tres pisos. Alguien detuvo el descenso y sus pensamientos. Y él, tan pulcramente ataviado, se siente desnudo. Su espacio íntimo es invadido por la risueña vecina del 3° B y sus revoltosos mellizos. «Cuántas energías la de estos pibes» —masculla para sus adentros. Intercambia diplomáticos saludos y sonrisas. Quiere culminar ese viaje como sea, con un brusco descenso o un vértigo de fórmula 1, pero que termine de una santa vez. No soporta voces tan temprano. No se soporta.
¡Fin del recorrido! El ascensor llega a destino. Sortea con una media sonrisa los saludos y recomendaciones del encargado. Esquiva los instrumentos de limpieza. Sale del edificio. Boquea como un pez fuera de la pecera. Se hunde en la humead asfixiante de la ciudad.
[1] Buzarda: barriga, panza, Estómago.
El inmaculado cuello de la camisa se ajusta impecable escondido bajo el prolijo nudo de la corbata. Ella oculta, aunque no demasiado —cada leve movimiento es una amenaza— una hilera de botones a punto de explotar. Tiene que cambiar el talle. Cuando comenzó el invierno se encontraba en la cota superior, en el límite entre un talle y otro, el par de kilos ganados —sumados a los pares de kilos de los inviernos anteriores— lo han expulsado definitivamente a un talle más amplio. Oscila entre la decisión del cambio de guardarropa o el comienzo de una dieta. Se pierde en esos pensamientos. La respuesta se posterga hasta la próxima primavera. Definitiva e inexorablemente el sobrepeso se acumuló en su cintura. Recuerda con desgano el aspecto de los rollos. Su buzarda[1] es un homenaje a la masa de pizza: el color blanquecino vira al grisáceo, blanda y movediza y, ¡crece! como si le hubiesen agregado levadura.
El engrosamiento de su figura provoca otros dilemas. ¿Dónde ajustar el cinturón? ¿Bajo los rollos dejando libre de expansión a esa panza que no reconoce como propia? ¿En el mismo ecuador, para contener cualquier intento sedicioso? Cualquier alternativa lo conduce —no, a Roma no— a agregar agujeros en el lazo de cuero. Aún hay margen para ello.
El pantalón de gabardina cae sobre unos zapatos bien lustrados. Caer no es un verbo casual. Bajo la cintura gloriosamente crecida unas nalgas flacas y unas piernas más flacas todavía dan al conjunto un aspecto de patas de tero o de flamenco o... bueno, ustedes me entienden. Tamaño tronco tiene por punto de apoyo unas columnas sumamente delgadas. La construcción parece a punto de colapso. Pablo no pierde demasiado tiempo en sus debilidades inferiores. Se conforma con la raya del pantalón emergiendo en punta, prolija y bien marcada en una línea recta que haría las delicias de cualquier profesor de matemáticas.
El ascensor se detiene y da un respingo. No repasó mentalmente el estado de las medias. «Debo renovar mi ropa interior», —piensa moviendo los labios.
Regresa de su ensoñación y se alarma. La planta baja dista tres pisos. Alguien detuvo el descenso y sus pensamientos. Y él, tan pulcramente ataviado, se siente desnudo. Su espacio íntimo es invadido por la risueña vecina del 3° B y sus revoltosos mellizos. «Cuántas energías la de estos pibes» —masculla para sus adentros. Intercambia diplomáticos saludos y sonrisas. Quiere culminar ese viaje como sea, con un brusco descenso o un vértigo de fórmula 1, pero que termine de una santa vez. No soporta voces tan temprano. No se soporta.
¡Fin del recorrido! El ascensor llega a destino. Sortea con una media sonrisa los saludos y recomendaciones del encargado. Esquiva los instrumentos de limpieza. Sale del edificio. Boquea como un pez fuera de la pecera. Se hunde en la humead asfixiante de la ciudad.
[1] Buzarda: barriga, panza, Estómago.