Imagen de Nuria Cadierno
Dado que estamos en enero, me gustaría estrenarme con este relato que fue publicado por primera vez también en este mismo mes, inspirado por esa amarga sensación que desde hace años me dejan siempre las fiestas navideñas. No es una manera muy optimista de comenzar un nuevo año ¿o tal vez sí?, pero es lo que hay. Publicado por primera vez en “Cuentos al amor del alumbre”, interesante propuesta hecha por el diario digital Astorga Redacción, hoy se encuentra recogido dentro de mi último libro Pecado de omisión (Huerga & Fierro, 2019) . Cuando lo leáis entenderéis por qué. Espero que lo disfrutéis.
EL VIEJO TEJO
Una densa y fría niebla se instala un día más sobre la ciudad contribuyendo al anonimato permanente en el que Elías vive. Oculto entre las columnas de la vieja plaza se cala un poco más el viejo sombrero que cumple una doble función, la de protegerle de los fríos de esos inviernos tan crueles en esta antigua villa y la de ocultar su castigado rostro de la curiosidad de los viandantes que puedan cruzarse con él por estas calles. Al tiempo le proporciona un cierto aire distinguido, el suficiente para impedir que la gente que se topa con él se apiade de su persona, sensación –la de la piedad- que siempre ha odiado profundamente, sea cual fuere el sujeto hacia el que ésta se dirija.
Con un nuevo gesto ajusta también el cuello del abrigo subiéndoselo hacia la nuca, abrigo que, junto al sombrero, constituye uno de los escasos vestigios que le quedan de un pasado floreciente cuyos ecos se pierden en la bruma permanente de los días solitarios que conforman ahora su vida. Deambulante, solitaria, discurriendo en una especie de espiral que se enreda en un tiempo que bien podría parecer detenido en momentos mejores y del que solo él es consciente que se han ido para siempre.
A veces, como hoy, se apoya en alguna columna de una de las viejas plazas de la ciudad, así, con el cuello subido y el sombrero bien calado y, entre las volutas azules de algún cigarrillo conseguido de cualquier manera, se entretiene viendo pasar a la gente. Escolares que salen o entran del colegio con el bullicio propio de la juventud, personas que van y vienen hacia el trabajo; otras, cargadas con bolsas llenas de las compras más diversas… Y ancianos que parecen deambular sin rumbo en busca de algún rayo de sol que, colándose entre las nubes del invierno, caliente sus viejos y cansados huesos. Mientras observa, imagina como será la vida de cada uno de esos seres que desfilan ante él ajenos a su mirada y a su interés. Y ese juego de imaginación le aleja de su propia y triste realidad. Gusta de cambiar de lugar para que no lo asocien siempre con el mismo espacio, con la misma hora, con los mismos días… Y ello le ayuda a pasar desapercibido, ignorado incluso, dificultando que alguien pueda interesarse por su historia o por su persona.
Aunque Elías no siempre ha sido tan huraño. Hubo un tiempo en que las cosas le iban bien, más o menos bien. Contaba con recursos suficientes para fumar lo que quería y cuando quería, para tomarse sus buenos cafés a cualquier hora del día e invitar a sus amigos. En aquella época gustaba de participar en tertulias y otros actos sociales y siempre había una cohorte de personas a su alrededor que disfrutaban oyéndole hablar de cualquier tema, porque si algún don tenía Elías – además de caer bien a la gente – era el de ser un magnífico conversador, amén de saber escuchar a quienes tenían más necesidad de hablar que él.
Hasta que un día algo cambió. Y una situación llevó a otra. Poco a poco se fue convirtiendo en el ser solitario y huraño que hoy es, incapaz de establecer con la gente más relación que la de su observadora mirada lanzada por debajo del ala del sombrero que utiliza de muralla ante esos a quienes observa. De vez en cuando un atisbo de melancolía pasa por su cabeza y, entonces, le da por pensar en lo rápidamente que puede pasar alguien de la mayor de las popularidades al más oscuro de los olvidos. Y no sabe si lo que le invade en esos momentos es rabia, tristeza o simple añoranza de tiempos pasados. En cualquier caso pronto arranca de sí tales pensamientos y vuelve a la rutina de su gris soledad.
Una racha de gélido viento empuja hacia el rostro de Elías jirones de fría y húmeda niebla. Se refugia con más empeño que otros días en el abrigo de su vieja prenda y del sombrero que siempre le acompaña mientras el día se vuelve más inhóspito en esa hora de la mañana y el paso de los viandantes le llega entre la bruma gris, acompañado de sones navideños que salen de los establecimientos cercanos. Odia estas fechas con un sentimiento desazonante y profundo que le acompaña desde los primeros tiempos de su juventud. Se revuelve inquieto ante esa sensación arropada por el bullicio de gente que comienza a desembocar en la plaza, amenazando con romper la soledad y el silencio en que le gusta refugiarse cada mañana. Y emprende la huída. Junto a las viejas plazas porticadas, el segundo de sus refugios son los parques, especialmente esos jardines de grandes árboles en los que aún puede encontrar algún rincón poco frecuentado. Se dirige hacia uno de ellos levantando con dificultad los pies a los que a veces, como hoy, les cuenta trabajo tirar de un cuerpo ya cansado de vivir, como el suyo. Busca para ello las calles más solitarias y mientras lo hace se rasga la niebla entre cuyas heridas se abren paso, con toda la fuerza que el invierno les permite, los primeros rayos de sol de la mañana, en un tímido intento de paliar la tristeza del día. Una vez en el parque se derrumba sobre su banco preferido, a salvo de encuentros no deseados, de voces indiscretas y de estentóreos sonidos hace tiempo repudiados. Relaja la posición del cuello de su abrigo y ladea, descuidado, el ala del sombrero. Allí, sin más espejo frente a él que la corteza de un viejo tejo en el que se han grabado las historias de hombres y días a millares – tal vez su propia historia – trata de dejar en blanco su mente, concentrándose en cada escama, en cada pliegue, en cada resquicio, en cada detalle de aquel tronco. Del lado del banco los rayos de sol iluminan, por breves instantes, un rostro lleno de arrugas en el que, así podría decirse, también el tiempo ha escrito parte de su historia. Y se olvida de sí mismo, y de ocultar su cara mientras una lágrima resbala por su piel trazando un camino sinuoso. El camino de los recuerdos que, pese a todo, aún le acompañan.
Han pasado las horas. Imposible saber cuantas. En el cielo un astro solar, ahora más pálido, parece mantenerse en el mismo lugar en que recuerda haberlo observado la última vez que dirigió hacia él su mirada. No siente los huesos, no siente el frío del viento sobre su rostro, ni tampoco la caricia del sol sobre su piel. Sin embargo, en un gesto heredado de la costumbre, trata de colocarse el ala del sombrero y subirse de nuevo el cuello de su abrigo para descubrir que nada le cubre la cabeza coronada de un revoloteo de blancos mechones jugando con el viento.
Un pesado silencio se apodera del parque y de la ingrávida sensación de su cuerpo, que parece insensible a los estímulos externos. Lanza su mirada alrededor y descubre un par de botellas vacías a sus pies y la misma soledad que le acompañaba en el momento en que se sentó frente al viejo tejo. No comprende nada. Otra mirada, al fondo, le hace descubrir una hilera de seres que discurren próximos a él. Le parecen diminutos. Discurren en silencio y de uno en uno, en un afanoso trasiego de pisadas que les conducen a todos al mismo sitio, tras el tronco milenario de aquel viejo tejo. Y, entonces, lo comprende todo. Esboza una sonrisa apenas imperceptible en su rostro, ajusta de nuevo el cuello de su abrigo y cierra los ojos, mientras un gorjeo atemporal de mirlos y gorriones entreteje sus notas con el silbo del viento entre las lineales hojas del viejo árbol. Y en su corteza una nueva grieta queda grabada para siempre.
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