Alicia, fanática del terror y la fantasía desde la niñez, había escuchado muchas historias acerca de libros malditos que, de una u otra forma, afectaban las existencias de sus propietarios. Llegó a creerlas cuando era joven, pero ahora, a sus cuarenta y un años, podía afirmar, con la experiencia de más de dos mil ejemplares leídos, que los libros malditos solo existen dentro de las historias de otros libros.
Al menos eso creyó hasta que por caprichos del destino, y de un vendedor muy insistente, se hizo con una copia del “Manual del condenado en vida: Aprenda cómo librarse del infierno antes de morir”.
El revestido de piel de las tapas duras y la espantosamente bella ilustración de la portada fueron los que la invitaron a preguntar por el precio, pues, a decir verdad, el titulo no la había enganchado. Eso y la insistencia, casi suplicante, del vendedor, que no paraba de decir y repetir que el libro elegía a sus propietarios y no al revés, terminaron por convencerla para pagar la irrisoria cantidad de setenta dólares por una obra de tales características.
Con la primer hojeada del título sintió una enfermiza y desesperante necesidad de leerlo. Y lo hizo. Comenzó la lectura, y con ella se percató de que había algo raro con lo que leía en ese libro.
“Una vez inicie la lectura de este libro, no será capaz de parar hasta terminarlo. Y si encuentra la voluntad para dejar de leerlo, recuerde que la salvación de su alma depende de ello. Continúe leyendo. Hágalo hasta el final.” Eso leyó Alicia en el prólogo, ninguna otra aclaración o análisis de la obra acompañaba a la siniestra advertencia. “Al menos el inicio promete”, pensó, intentando ignorar el frío que le recorrió del coxis a las cervicales.
La página siguiente exponía varias instrucciones para la lectura del libro: “Preste atención especial a los pies de página, podrían contener la respuesta a cómo salvar su alma condenada”, rezaba la primera.
“Si este libro llegó a sus manos por coincidencias que no puede explicar, le recomendamos buscar su nombre entre las historias que conforman este ejemplar. Si llegase a encontrarlo, debería leer hasta el final e inmediatamente después seguir los pasos para evitar la condenación de su alma.” Esta advertencia la hizo averiguar su nombre entre las páginas del ejemplar entre sus manos.
Ahí estaba: “Alicia, la historia de la solterona usurera.” Era su nombre, y al terminar la historia supo que era su historia. Con eso bastó para que las murallas de su escepticismo se derrumbaran y los jinetes agónicos del miedo entraran para instalarse en su alma. No quería morir, tampoco condenarse. ¿Qué había hecho mal? ¿Por qué su alma? En el mundo debían haber billones de personas peores que ella y podría jurar que a la mayoría no los torturaba el saber que irían al infierno.
Loca de angustia, odio y miedo, tomó el libro y lo arrojó a las llamas de la chimenea. Fue un arranque de temor y resentimiento, sin embargo, al verlo arder en el fuego azuloso de los leños, supuso que probablemente esa era la solución. Quemado el libro, su historia desaparecería y no tendría que preocuparse más por historias del alma, el infierno y toda esa sarta de supersticiones estúpidas.
Se equivocó.
Al arder el libro su cuerpo comenzó a chamuscarse en una combustión espontánea que carbonizó su anatomía… El alma lo haría en el infierno, eternamente.
RaS [fdcp] https://www.facebook.com/RASficcionario?mibextid=ZbWKwL
Al menos eso creyó hasta que por caprichos del destino, y de un vendedor muy insistente, se hizo con una copia del “Manual del condenado en vida: Aprenda cómo librarse del infierno antes de morir”.
El revestido de piel de las tapas duras y la espantosamente bella ilustración de la portada fueron los que la invitaron a preguntar por el precio, pues, a decir verdad, el titulo no la había enganchado. Eso y la insistencia, casi suplicante, del vendedor, que no paraba de decir y repetir que el libro elegía a sus propietarios y no al revés, terminaron por convencerla para pagar la irrisoria cantidad de setenta dólares por una obra de tales características.
Con la primer hojeada del título sintió una enfermiza y desesperante necesidad de leerlo. Y lo hizo. Comenzó la lectura, y con ella se percató de que había algo raro con lo que leía en ese libro.
“Una vez inicie la lectura de este libro, no será capaz de parar hasta terminarlo. Y si encuentra la voluntad para dejar de leerlo, recuerde que la salvación de su alma depende de ello. Continúe leyendo. Hágalo hasta el final.” Eso leyó Alicia en el prólogo, ninguna otra aclaración o análisis de la obra acompañaba a la siniestra advertencia. “Al menos el inicio promete”, pensó, intentando ignorar el frío que le recorrió del coxis a las cervicales.
La página siguiente exponía varias instrucciones para la lectura del libro: “Preste atención especial a los pies de página, podrían contener la respuesta a cómo salvar su alma condenada”, rezaba la primera.
“Si este libro llegó a sus manos por coincidencias que no puede explicar, le recomendamos buscar su nombre entre las historias que conforman este ejemplar. Si llegase a encontrarlo, debería leer hasta el final e inmediatamente después seguir los pasos para evitar la condenación de su alma.” Esta advertencia la hizo averiguar su nombre entre las páginas del ejemplar entre sus manos.
Ahí estaba: “Alicia, la historia de la solterona usurera.” Era su nombre, y al terminar la historia supo que era su historia. Con eso bastó para que las murallas de su escepticismo se derrumbaran y los jinetes agónicos del miedo entraran para instalarse en su alma. No quería morir, tampoco condenarse. ¿Qué había hecho mal? ¿Por qué su alma? En el mundo debían haber billones de personas peores que ella y podría jurar que a la mayoría no los torturaba el saber que irían al infierno.
Loca de angustia, odio y miedo, tomó el libro y lo arrojó a las llamas de la chimenea. Fue un arranque de temor y resentimiento, sin embargo, al verlo arder en el fuego azuloso de los leños, supuso que probablemente esa era la solución. Quemado el libro, su historia desaparecería y no tendría que preocuparse más por historias del alma, el infierno y toda esa sarta de supersticiones estúpidas.
Se equivocó.
Al arder el libro su cuerpo comenzó a chamuscarse en una combustión espontánea que carbonizó su anatomía… El alma lo haría en el infierno, eternamente.
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