
Los encontré en los pasillos, mientras aguardaban por los chavales de Gesto que organizaban la concentración. Había cierto nerviosismo, parecía que a pesar de la lluvia nos juntaríamos algunos más que de costumbre. Yo miraba alrededor con aire escéptico; en aquel grupo más o menos heterogéneo habían entrado muchos y salido no pocos, agotadas las ganas, amortizado el factor novedad, por la incomodidad de la exposición o simplemente por lo absurdo de abrazar causas ajenas.
Bajamos las escaleras que daban al gran vestíbulo del instituto y enfilamos la salida. Abrimos paso a los que, en retaguardia, se afanaban en cambiar el contador de la pancarta. Cada semana se actualizaba –guarismos que describían la dimensión de una triste realidad–. Hoy tocaría el trescientos noventa. Demasiados días para cualquier cosa, tanto más en un zulo.
Nos fuimos amontonando en el exterior de la puerta, parapetados debajo del exiguo saliente que, con todo, nos protegería del persistente sirimiri. Resuelto a dejar la segunda línea, di un par de pasos al frente y encontré mi lugar entre dos de los promotores encargados de sujetar el cartel.
Como era de esperar, ellos ya estaban frente a nosotros. Ocupaban su lugar habitual: siempre dentro del recinto, muy cerca de la verja y la cancela de entrada, al pie de la escalinata que daba a la puerta principal. Apenas se contaban tres o cuatro metros entre nosotros, aunque remedaba lo suficiente para erigirse en incómoda tierra de nadie. Todo transcurría en los quince minutos que duraba el primer descanso.
Yo identificaba las caras y los gestos, prácticamente invariantes. De nuestro lado, los paraguas brotaban como hongos conspicuos a las primeras de cambio. En el suyo, aguantaban la lluvia, incólumes, como si formase parte de la liturgia. Tampoco había novedades en los mensajes; en su pasquín sobresalía el lema principal: zuek faxistak zarete terroristak. Puntuales como un reloj, durante los últimos cinco minutos surgiría, de viva voz, la proclama principal: Euskal Herria askatu. A cualquiera le habría dado la impresión de que seguirían allí otros trescientos noventa días más, granizara o tronase, sin inmutarse.
También lo vi a él. No era de los de primera fila, aunque tenía la ventaja de su altura, desde la que miraba, desgarbado, al resto del mundo. Siempre había destacado por su estatura y delgadez, a pesar de que comía como una lima. Su madre preparaba unos bocadillos kilométricos, también para mí. Él me echaba una mano para dar cuenta de ellos, por no hacerle el feo a su amatxu. Los tiempos cambiaban –los bocatas no–.
Sonaba la sirena y tocaba disolverse, como cada semana. Siempre consideré revelador el momento en el que rompíamos las filas –por aquello de que la velocidad en la que cada uno volvía a sus asuntos mostraba, grado arriba o abajo, el compromiso de su causa; lo que pesaba en su esquema mental–. No me extrañaba que ellos, conscientes de cualquier detalle, se quedasen siempre hasta el final.
Lo fui a buscar en un intermedio. El aula del grupo de euskera quedaba al final del pasillo. Estaba en su sitio, ya mediado el bocata, que mostraba a poquitos, retirando el papel aluminio con sumo cuidado, como si le doliera.
–Zelan…?
Alzó una ceja, pero sin perder ripio del hamaiketako. Es lo que tiene el hambre.
–Kontatzen didazu zer gertatu zen ala ez…? –Insistí, a la carga.
-Pues que no sabes beber –dijo con media sonrisa de pícaro.
Aún me dolía el labio, medio partido; más me dolió tener que contar cuentos en casa. Y todavía más el orgullo.
–Sólo recuerdo que salíamos de Barrenkale y poco más. Nos siguieron desde el garito; algo dijimos que no les gustó.
–Pues hubo que repartir hostiones tamaño cura. Tuviste suerte de que te encontrara porque tus colegas se dieron el piro.
–Ya.
Repasé su rostro. Alguna marca quedaba, en el pómulo. Una pequeña herida en el mentón. Hasta ahí el inventario de daños.
–Pero algo les zurramos, ¿no?
–Yo más que tú –dijo con la boca llena–. Igual tienes que cambiar de amigos…
–¿Por…?
-Bueno…Tú verás. Son constitucionalistas para lo bueno. Están contigo en las manifas para que liberen a gartzeleros y burgueses, pero en el momento de la verdad… ospa! -acompañó la expresión de un gesto cómico, que atrajo la mirada de varios.
–Es un pobre hombre. Se están cubriendo de gloria tus gudaris…-dije, cambiando de tercio.
Se revolvió incómodo, acusando ligeramente el intercambio de pareceres. Pero siguió a lo suyo: del papel aluminio sólo quedaba una bola y el resto era, literalmente, pan comido.
En la pared del fondo del aula colocaban el mosaico; caras que, desde una prudente distancia, semejaban publicidad del fotomatón. De cerca la cosa cambiaba –se volvía algo más lúgubre–.
–Bueno, te veo… ¿no? -pregunté.
–Bai. A ver si este sábado controlas más y no te tengo que rescatar.
–Son carnavales de Santurtzi; creo que toca Rosendo…
–Pues todo para ti –espetó–. Ikusi arte.
–Baina noiz?
–Cualquier día –dijo alzando una mirada atenta–. El lunes que viene. O así.
FIN
Notas del autor:
Astelehena: lunes.
Zuek faxistak zarete terroristak: vosotros fascistas sois los terroristas.
Euskal Herria askatu: libertad para el País Vasco.
Amatxu: mamá (coloquial).
Zelan?: ¿qué tal?
Hamaiketako: especie de almuerzo, media mañana.
Kontatzen didazu zer gertatu zen ala ez?: ¿me cuentas lo que pasó o no?
Ospa!: ¡fuera!
Bai: sí.
Ikusi arte: hasta la vista.
Baina noiz?: ¿pero cuándo?
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