
Me gustan las historias en las que no pasa nada, que simplemente suceden y ya está, porque así no hay que estar esperando un desenlace concreto, creo que por eso se me daban tan mal las matemáticas, porque todo se basaba en encontrar soluciones a problemas, y no todos los problemas tienen solución. En la realidad, dos y dos no son siempre cuatro, y si tienes cinco manzanas y tu madre te da ocho más, no siempre tienes trece, para empezar, no siempre las madres te dan ocho manzanas.
La conocía muy poco, podría decir, «de vista» y no mentiría, o «de visita», que sería bastante más adecuado. Ella a mí, me conocía mucho menos.
— ¿Qué tal estás? Parece que has mermado en vez de crecer.
Yo encogía los hombros, crecer o no crecer no era algo que estuviese en mi mano, pero sí me daba cuenta de que estaba entre los más bajos de los de mi edad. Que ella viniese a confirmarlo sin paños calientes no ayudaba a despejar complejos que empezaban a asomar en el horizonte de mis diez años recién cumplidos.
—Te he traído un libro. Es de números, para que estudies más, que dicen las monjas que las cuentas no te gustan, que tienes la cabeza llena de pájaros.
Hubiese dado un brazo por que el libro hubiera sido de lectura, de historias, de cuentos, de leyendas, de cualquier cosa que añadiera más pájaros todavía a mi cabeza ávida de nuevos nidos.
-—Pues mira a ver si te espabilas, porque de tontos ya está lleno el mundo. Que tú vives aquí como un señorito, pero ahí fuera la vida es muy dura y no hay sitio para los ilusos, ya te lo digo.
En sus esporádicas visitas se hacía acompañar por un hombre que venía colgado de su brazo, como un bolso pequeño y viejo que no se tira porque todavía hace servicio, pero al que ya, simplemente, se utiliza.
El hombre se mostraba más afectuoso que ella —aunque cualquier piedra del patio ya lo era sin dificultad, todo sea dicho— y estiró el brazo para revolverme el pelo, lo más parecido que he conocido a una caricia, gesto que ella cortó de inmediato con un manotazo que hizo que él apartase la mano como si hubiese estado a punto de quemarse.
— ¡No lo malcríes!
Y él me miraba compasivo con el rabillo del ojo, haciendo que me sintiera un poco más acompañado en la sensación de víctima que iba adquiriendo.
La sala de visitas era también muy fría, pero desentonaba con el porte elegante de ella, se diría que el lugar estaba más hecho para el hombre y para mí, más acorde a nuestra condición. Los desconchones de la pared y los restos de lo que algún día debieron ser persianas en las ventanas dejaban patente esa vida de «señorito» a la que ella había hecho referencia. Frente a la entrada, en la pared principal, tres marcas de cuadros que ya no estaban eran el único adorno de la estancia. Me resultaba curioso pensar que tal vez, cuando los cuadros estaban allí no habían llamado tanto la atención como la señal que dejaba su ausencia: tres espacios grisáceos —mayor el del medio—destacando en la negrura del muro, descascarillado en varios tonos según las distintas capas de pintura, huella de tiempos mejores en el centro.
— ¡Qué poco hablador eres! No me extraña que no tengas amigos. Mira a ver si te dejas de tanta lectura y tanta monserga y juegas más con los chavales.
Yo bajaba la mirada al subsuelo, pues en el suelo la tenía siempre, y pensaba muchas cosas que me callaba por mi tendencia natural al silencio.
Bajo la enorme mesa de madera que estaba en el centro rodeada de media docena de sillas desvencijadas en tres de las cuales nos sentábamos, destacaban los colores de unos papelitos arrugados que traté de estirar con la puntera de los zapatos, mientras el tiempo pasaba.
Ella no veía mis pies, y poco a poco logré extender uno de aquellos envoltorios, el amarillo: «Chocolates Miravalles», ponía, y supe que mi compañero de cuarto Roberto Miravalles había recibido la visita de su padre, a lo que parecía, una visita más dulce que la mía.
—He venido para decirte que…
Justificaba su visita, lo cual ya me sonaba extraño, era como si se disculpase por haber tenido la debilidad de ir a verme, como si necesitase un motivo que respondiese a su presencia allí, no fuese yo a pensar que había ido así, porque sí.
Ella no lo sabía, no lo supo nunca, pero yo no necesitaba que me explicase por qué había ido, me hubiese gustado mucho más no haberlo sabido, haber seguido imaginando, fantaseando, dejando volar mi imaginación, lo único que nadie podría sujetar nunca entre las paredes del centro.
—Para decirte —siguió— que va a pasar un tiempo sin que venga.
El otro papelito de chocolate era azul, y tenía una almendra dibujada dentro de un bombón. ¡Quién fuera Roberto Miravalles aquel día!
—Un tiempo más largo, quiero decir.
La miré a la cara, pero no me miraba. El hombrecillo sí, y sonreía levemente dejando ver una dentadura incompleta, pero lo hacía por detrás de ella, desde su silla colocada a la retaguardia de la autoridad.
Me guiñó un ojo, pero no supe cómo contestarle, nunca nadie me había guiñado un ojo, incluso pensé que tendría algún problema en la vista el buen hombre.
—Así que, no te extrañes si no me ves en… bueno, en bastante tiempo.
Seguí pensando sin hablar, porque las bocas se pueden cerrar, pero las mentes no. Pensé que no la iba a extrañar, que me iba a dar absolutamente lo mismo, que no me iba a importar si iba a visitarme o si no.
Por entonces creía que uno no podía engañarse a sí mismo, solo a los demás.
—Es que estoy…Voy a… en fin, que tengo que hacer algunas cosas —dijo posando ambas manos en su vientre— y bueno… que no voy a poder venir.
Quería que me diese todo igual, quería que me resbalasen sus palabras, quería que no me diese envidia Roberto Miravalles, quería que mi compañero de cuarto fuese alérgico al chocolate y tuviese que dármelo todo a mí, quería que aquella habitación no me asfixiase…
Se despidió de mí sin cruzar el abismo que nos separaba. Cuando se dio la vuelta, el vuelo del abrigo que llevaba describió un círculo a su alrededor que llenó mi cara de un aire muy suave.
A su espalda, el hombre me dio una pequeña novela del oeste enrollada que me apresuré a esconder en bajo el jersey.
— ¿Y cuándo volverás? —preguntó una voz que salió de mi garganta sin permiso alguno.
Detuvo sus pasos, pero no se dio la vuelta para mirarme, nunca lo hacía, no sé ni de qué color eran sus ojos.
—Pues… el… hacia… el treinta de febrero.
No me pareció de aquello tanto tiempo, acababan de pasar las navidades, otras veces habían pasado meses sin su visita, así que no me preocupé.
Aquella noche dormí solo, Roberto Miravalles la pasó en la enfermería debido a una indigestión de tanto chocolate como había comido.
El sueño no terminaba de llegar, así que busqué en el calendario el treinta de febrero para marcarlo.
Pero no estaba.
Cuando vino la monja a decirme que apagase la luz, le pregunté si tenía otro calendario.
—Este está mal, no le han puesto el treinta de febrero.
— ¡Jesús! ¿Pero qué tonterías dices, chiquillo?
—No son tonterías. Mire, madre, este calendario no lo trae.
—Ni ese ni ninguno —respondió firme— el treinta de febrero no existe, si acaso el veintinueve, cada cuatro años, por bisiesto, pero treinta nunca, rapaciño, treinta nunca.
Recuerdo su acento gallego, su insistencia en que me acostase y dejase de decir tonterías ante mi insistencia el buscar el día que no encontraba, su apremio en que rezase las oraciones y me encomendase al Señor para que despejase mi mente de desvaríos.
Recuerdo el calendario hecho pedazos en el suelo del cuarto, mezclados los días venideros con múltiples papelitos de colores de Chocolates Miravalles. Sábados, domingos, lunes o martes al mismo nivel que almendras, avellanas o cacahuetes, arrugados en tonos coloridos, igualados todos a los pies de las dos camas.
Recuerdo que había días diez de mayo, de junio o de abril; días veinte de agosto, de noviembre o de enero; días doce de julio, de octubre o de marzo… pero no, no había ningún treinta de febrero.
El empacho de Roberto se curó al día siguiente. Mi vacío no se curó nunca pues nunca volví a ver a mi madre.
Han pasado más de veinte febreros desde entonces.
Siguen gustándome las historias en las que no pasa nada, la lectura en ratos perdidos que me ayuda a encontrarme, y siguen sin gustarme las matemáticas, hay cosas que no cambian, pero por si acaso, cada año, al estrenar el calendario, sigo buscando esperanzado por si acaso alguna vez trae un treinta de febrero.
Relato finalista en el Certamen Villa de Torrecampo (Córdoba) en 2018.
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2 Comments
Muy buen relato, muy emotivo.
¡Gracias! Me alegra mucho haber logrado transmitir la emoción, es lo que de verdad da sentido a la escritura.
Abrazos.