Por fin llegaba el viernes por la tarde. Para Mike era el momento preferido de la semana, justo al acabar la agotadora jornada laboral en la estresante vida de gestor de bolsa y abrir la puerta de casa, esa casa que tanto le había costado encontrar. Perfecta, aislada, sin vecinos y rodeada de naturaleza.
Los viernes, nada más entrar en su amplio recibidor, pedía a Alexa que pusiera su música preferida, el tango, que comenzaba a sonar en cada rincón dándole la bienvenida al hogar y provocando que sus pies comenzaran a danzar con vida propia.
Le maravillaba contar los escalones que debía subir hasta su habitación, justo dieciséis porque eran los que lo acercaban a su sueño, a su vida real. Allí abría su armario y escogía el vestido negro, el de encajes y lentejuelas que se ajustaba a la perfección a su cuerpo y tocaba con delicadeza los zapatos de tango, los de fino satén rojo y altos tacones, los que se permitía solo en casa, donde nadie podría juzgar nunca su mayor pasión.
Los viernes, nada más entrar en su amplio recibidor, pedía a Alexa que pusiera su música preferida, el tango, que comenzaba a sonar en cada rincón dándole la bienvenida al hogar y provocando que sus pies comenzaran a danzar con vida propia.
Le maravillaba contar los escalones que debía subir hasta su habitación, justo dieciséis porque eran los que lo acercaban a su sueño, a su vida real. Allí abría su armario y escogía el vestido negro, el de encajes y lentejuelas que se ajustaba a la perfección a su cuerpo y tocaba con delicadeza los zapatos de tango, los de fino satén rojo y altos tacones, los que se permitía solo en casa, donde nadie podría juzgar nunca su mayor pasión.