El 11 de agosto tuve la oportunidad de participar en una charla sobre el libro del que soy coautora junto con Joaquín Revuelta, “Ven y Mira. Historia del Cine Club Universitario de León” (Editorial Reino de Cordelia), en el encantador espacio cultural Factor, que utiliza un rehabilitado almacén de la estación de Feve en San Feliz de Torío. Me invitó a ello el impulsor de este original proyecto cultural, Héctor Escobar: editor, librero, músico y excelente conversador. Disfruté muchísimo con la charla, en la que se habló tanto de cine como de la generación que pusimos en marcha ese cine club y protagonizamos, para bien o para mal, lo que me he atrevido a llamar el último movimiento juvenil leonés. Y en lo que todos coincidimos es en lo poco conocida que es la intensa actividad cultural desplegada en los años 70 y 80 en León y la importancia de darla a conocer.
Sorteando en todo lo posible la nostalgia y el autobombo generacional, he de recordar que somos una generación que, desde la más absoluta generosidad y creatividad, hizo mucho por este país durante y, sobre todo, después de la Transición política: hicimos la transición social y cultural. Nos llamaron X y creo que fue acertado porque fuimos una incógnita para nuestros antecesores y lo seguimos siendo para quienes nos sucedieron. Pusimos en marcha los primeros movimientos en pro del feminismo, el ecologismo, la democracia social, la contracultura, la modernidad y la posmodernidad y, a pesar de ello, gente de mi propia generación dice cosas como “¡pero si en León nunca ha pasado nada!”. Pues pasó. León estuvo en esos años 70 y 80 en la vanguardia española… yo diría que desde los festivales de música en el Emperador, pasando por la huelga de campesinos contra la central nuclear en Valencia de don Juan hasta el asalto cultural al edificio Pallarés.
Sólo este último episodio merecería ser objeto de estudio y publicidad en todo el país y, sin embargo, apenas se habla de ello en León y no se sabe nada en otras provincias. Recuerdo que el magnífico y céntrico edificio fue comprado por la Diputación Provincial para convertirlo en oficinas para su creciente plantilla de burócratas, pero un montón de jóvenes de la época, menospreciados por la cultura oficial, lo inundaron con sus cuadros, esculturas, recitales poéticos, escenas teatrales y un derroche de creatividad que atrajo a tanta gente que la Diputación tuvo que recular y cambiar su uso por uno cultural: hoy es el Museo de León.
¿Y por qué esa ignorancia? Por un lado, esta generación quedó emparedada entre los “héroes de la Transición” –aquéllos que se jugaron la vida y la libertad durante la dictadura y tomaron pacíficamente el poder durante la democracia- y la Movida, retratada como un movimiento lúdico de chavalería que se pasaba la vida moviendo las caderas y pasándolo bien. Pero, sobre todo, el olvido fue un acto perfectamente programado. Sencillamente, a los jóvenes que contribuimos a la Transición se nos sacrificó precisamente en aras a la Transición –al supuestamente necesario olvido-, pero no sólo a la transición de la dictadura a la democracia, a la transición de la censura a la libertad, sino también a la transición a lo que entonces se llamó la cultura del pelotazo, a los nuevos ricos, los yupis –que decíamos entonces-, al neoliberalismo que se acercaba con pies de plomo. No en vano también se nos denomina –y con mucho más acierto- la generación del desencanto.

Así que se desmovilizó a los jóvenes y se cubrió con una espesa capa de polvo a todos aquéllos que no se integraron en el nuevo poder. No, no fuimos héroes que pasaran su juventud en las cárceles -aunque muchos murieron en las manifestaciones por las balas perdidas de los grises-, pero la mayoría hipotecó sus carreras y su futuro para sacar del armario a los homosexuales, hacer pública la vindicación feminista, crear las primeras asociaciones ecologistas…Toda esa gente quedó menospreciada por la cultura oficial, cuando no, sencillamente, enterrada. Literalmente. Porque el desencanto y la crisis económica fueron el perfecto caldo de cultivo para la proliferación de las drogas, sobre todo de la heroína, que mató a más jóvenes que las balas en la Guerra Civil. A pesar de todo, algunos de los mejores pintores, ilustradores, fotógrafos, periodistas, músicos, etcétera de la actualidad, pertenecen a esa generación, y muchos de ellos son leoneses.
Hijos de un 68 que aquí no existió, fuimos el vano de una puerta que dividía un pasado represor de un futuro abierto a todo, el perfecto ejemplo de los que no son de aquí ni son de allá, como decía la canción de Facundo Cabral. Nuestra historia se caracterizó por el engaño: aquél en el que crecimos, en el que nos educaron y, tras enfrentarnos a esas reglas impuestas por una sociedad represora y trasnochada, tras liberarnos del pasado e intentar crear un mundo mejor, el engaño de una democracia que excluía nuestro idealismo para echarse en brazos del dinero, el poder y la ambición, lo que empujó a muchos a no creer ya nada, a una postura caracterizada por el cinismo.
Eso sí, en todo caso, esos ecos del 68 nos ayudaron a creer en el amor, de modo que quienes no caímos en el cinismo nos convertimos en lo que ahora llaman, con un menosprecio que no comprendo, buenistas. En palabras de Saul Bellow, la nuestra es una generación de “personas bienintencionadas que prefieren lo bueno”.
Yo reivindico el “buenismo” para esta generación que cuando vemos zombies pensamos en las muñecas de Famosa dirigiéndose al portal; que hemos sido testigos del nacimiento de la democracia en España, de la guerra fría, de la caída del muro de Berlín, de la matanza de Tiananmen, del ascenso y caída de la perestroika, de la disgregación de la Unión Soviética, de las dictaduras y revoluciones sudamericanas, de la aparición de Internet, de la muerte de John Lennon y el suicidio de Kurt Cobain, del auge de la música rock, rap, tecno, etcétera, de la caída de las Torres Gemelas de Nueva York y el atentado de Atocha, de los enfrentamientos entre palestinos e israelíes, de la cárcel de Guantánamo, del genocidio de Darfur, de las invasiones de Afganistán e Irak, de la telefonía móvil, etcétera, etcétera… y vivimos hoy con el temor de que la ignorancia derive en deformación y ésta es retroceso. Y espero que este libro sólo sea el primero de una obra coral que rescate la memoria de los adolescentes y jóvenes que, carentes de información ni herramienta educativa o cultural alguna, consiguieron empujar la historia sólo con creatividad y altruismo.