La atracción del relato se construye a través de un empleado del Correo Central que, en Argentina, en la década del 60′, cultiva una especial pasión: la colección de fotos pornográficas. Una vez llegan a sus manos unas fotografías obtenidas por un fotógrafo inglés, en las que se delinean las figuras de un par de mujeres jóvenes y sensuales, en posiciones animadas por un incipiente erotismo. Las imágenes, del año 1900, procedentes, de Pergamino (foto abajo), de una ciudad de la provincia de Buenos Aires, Argentina. Desde entonces, encontrar el lugar de la procedencia de esas imágenes de las mujeres apasionadas se convierte en obsesión para el coleccionista. Principia así la aventura del viaje en pos de develar el enigma fotográfico, que lo lanza a una road movie, en la que la convergen otras historias, como Sarmiento y las maestras norteamericanas que contrató para impartir enseñanza en Argentina (foto portada); o una productora de películas licenciosas detrás de la que se encontraba el mismísimo rey de España Alfonso XIII; la caída de Ilía; o la misteriosa extinción de la vida de Marilyn Monroe. En El foco absoluto, el coleccionismo, la fotografía, la sensualidad velada, se unen en una búsqueda en la que la escritura fluye como río hacia su fuente.
Esteban Ierardo
El foco absoluto, (capítulo 1) (*), de Horacio Moraco
El dolor de la piña le explotó en el estómago, y en el estallido escupió un grito con saliva, sangre y la palabra “perdón”. Le pegaron entre los tres. Con la mínima bronca necesaria y sin apuro, como descargando un odio de años. Las dos veces que se cayó, lo levantaron hasta con delicadeza, le arreglaron la ropa, él lloró “perdón” una vez más y siguieron pegando. Cuando lo subieron al auto por una de las puertas traseras, pensó que lo iban a matar y el miedo se le escurrió dentro del cuerpo produciéndole la placidez de una penitencia merecida, como si hubiese estado buscado ese encuentro y esos golpes. Pero lo tiraron en el pasto de la rotonda ubicada frente a la estación del ferrocarril, con fuertes dolores, la piel lastimada y las dos o tres frases machacadas sin cesar durante la paliza que lo acompañaron todo el viaje de regreso a Buenos Aires: “no pisa más por aquí, ni vuelve al hotel, olvídese de sus porquerías”. La solitaria botella itinerante en su heladera le indicaba, según el lugar en que la encontraba a primera hora de la mañana, somnoliento y apurado, el día de la semana que tenía por delante. Era su primera acción de la jornada y también la última, porque antes de acostarse la movía como quien mueve el señalador de un almanaque particular, el sorbo de agua helada en una y otra ocasión era una excusa secundaria. Su trabajo como segundo jefe del Departamento de Despachos y Envíos Zona Sur en el palacio del Correo Central transcurría de lunes a viernes y de ocho a dieciocho, con dos horas de descanso al mediodía, lo que le dejaba poco tiempo libre. Con sus compañeros y algunos jefes compartía repetidos almuerzos donde pasaban lista a los más variados temas, siempre en el mismo restaurante, a menos de dos cuadras, en una de las esquinas que daban a la plaza Roma. Después de tantos años, ya ninguno trataba de convencerlo de que se sumara al grupo para ir a la cancha a ver los partidos de fútbol de los domingos. Los había aburrido lo suficiente diciéndoles que no le interesaba un deporte con tantos participantes, que ningún espectáculo era superior al box, donde uno contra uno, abandonados, responsables, valientes, inmisericordes (palabras que exponía en ese orden, produciendo el coro de una burla), luchaban con las difíciles técnicas de un arte. Arte que quienes no lo entendían en absoluto suponían, ignorantes, era mera cuestión de brutalidad, de fiereza o de suerte. Su argumento más contundente, que tampoco ya nadie escuchaba, era que entre las excusas de las derrotas de un futbolista y las de un boxeador, había la misma distancia que hay entre un llorón y un hombre de verdad. Al fin del día, comía en cualquiera de los bodegones de Paseo Colón o en la cantina justo debajo de su departamento, acompañado por la sexta edición del diario de la tarde, un pingüino de medio litro de vino tinto, un sifón de soda y un vigilante con doble ración de dulce de batata. Alguna película en cartel en los numerosos y apretados cines sobre las dos veredas de la calle Lavalle, la amiga copera en el oscuro piringundín portuario de 25 de Mayo en el Bajo y las jornadas de box que los lunes ofrecía el Luna Park eran sus salidas, una o dos noches a la semana. Se despertaba trabajosamente cuando la chicharra del reloj sonaba puntualmente a las seis menos cuarto de la mañana, avanzaba hacia la cocina medio dormido mientras lo invadía la urgente necesidad de escapar. La heladera le daba la primera, necesaria y somera coordenada: martes, si la botella de agua estaba a la derecha del primer estante; viernes, si la botella estaba a la izquierda del estante más bajo. El primer trago tomado del pico lo animaba lo necesario para ducharse rápidamente, vestirse y salir corriendo. En cambio, por las noches, cuando terminaba de comer, se dirigía a su casa con la alegría de alguien que va al encuentro de un espectáculo excepcional. Cerraba la puerta del ascensor, después de arreglarse ante el espejo, nervioso y excitado, sabía que lo esperaban sus mejores horas, las que giraban alrededor de su colección de fotos pornográficas, al dominio de un cosmos controlado, preciso y apasionante en el que festejaba constantes descubrimientos y novedades. La urgencia de huir cada mañana al despertar demoraría horas en aparecer. Los sábados repetía sus horarios, pero durante la mañana se ocupaba de limpiar el departamento y de otras tareas domésticas: lavaba camisas y ropa interior, arreglaba alguna canilla, ventilaba su dormitorio, repasaba el baño. Cerca del mediodía partía al encuentro de otros coleccionistas en la trastienda de los negocios dedicados a antigüedades, numismática y filatelia ubicados sobre la avenida Corrientes, desde Maipú hacía el río, o en la feria del parque Lezica, en el barrio de Caballito, y en los bares de sus alrededores, donde se juntaban para el trueque, la compraventa, los comentarios acerca de piezas en circulación, valores, noticias y rumores sobre el tema que los convocaba y que lo entretenía toda la tarde hasta el anochecer. Los domingos a la mañana, tomaba el tren de las ocho en Constitución hasta Lomas de Zamora para ver a sus dos hijos y compartir todo el día con ellos. Los dos varones, de ocho y diez años, vivían con su exmujer y su exsuegra desde la separación. Paseaban por la zona, iban a las hamacas, a los toboganes y a la calesita ubicados en la plaza cercana a la estación, comían en la pizzería La Libertad, que estaba enfrente. los ayudaba en sus deberes escolares. Ejercía una especie de paternidad ambulante en la que ninguno de los tres encontraba su lugar. Cuando llegaba la hora de despedirlos, lo asaltaba una indisimulable tristeza dominical que el beso apurado que le daban, casi en simultáneo, y la corrida con la que atravesaban el jardín delantero de la casa, al alegre grito de “mamá, llegamos”, terminaban de hacerle estallar los pedazos restantes del fin de semana, que se emporcaba del todo en el viaje de vuelta. Apenas le quedaba ánimo suficiente para llegar a su casa, encarar derecho al dormitorio, prender el velador, desvestirse, apagar la luz y desear que el sueño le llegara lo antes posible, porque sabía que ni el desfile de las más excitantes de las modelos de su archivo de desnudos y pornografía conseguiría penetrar su desesperación. Casi seis meses atrás, cuando ya la dedicación y el entusiasmo por su colección, que incluía desde poses casi inocentes hasta escenas sexuales con subidos grados de audacia, hacía mucho tiempo eran parte de su estricta rutina, había encontrado un par de datos que le llamaron la atención: el nombre de un pueblo cercano de la provincia de Buenos Aires, suficientemente legible, y una fecha con varios números borroneados, en el sobre y en el dorso de las doce tomas que formaban una serie, y que eran su última adquisición. Esos vestigios de números y letras lo impulsaron a una búsqueda que la dura, intimidatoria y dolorosa paliza recibida ese sábado a la noche, en esa calle solitaria, acababa de dar por terminada. Aquellas imágenes fueron las primeras, y únicas, sobre las que tuvo la certeza de que habían sido producidas en la Argentina, y nunca, frente a sus más de quinientas fotos, sintió semejante emoción. Pudo leer la palabra “Pergamino”, un lugar a poco más de doscientos kilómetros de su casa, y los números de meses y año que, según sus primeras estimaciones, parecían indicar algo sucedido cincuenta años atrás. Siempre supo que poseer este tipo de material no implicaba ningún delito, pero ofrecía a los coleccionistas vivir las emociones de una actividad escondida y marginal y el equívoco de pertenecer a una cofradía de integrantes entusiastas y furtivos considerada como tal sólo por ellos mismos. Esa confusión y mezcolanza fueron probablemente los primeros atractivos que encontró para iniciarse en el tema. Recordaba los primeros tiempos con algo de nostalgia e indulgencia, añorando el condimento de miedos y peligros, seguramente inventados, pero emocionantes. En realidad, recordar era para él, con la ayuda de las mujeres que poblaban sus fotos y de los objetos que aparecían en ellas, avanzar hacia un pasado remoto y ajeno que reencontraba cada noche con placer. Pero nunca imaginó que un día, y en relación con la investigación disparada por sus nuevas piezas, se iba a encontrar, entre otras revelaciones sorprendentes, con la frase “…mujeres jóvenes y hermosas, de buen cuerpo para dar ejemplo a nuestras criollas, tan acostumbradas a estar inmóviles asistidas por su servidumbre…”, que escribió Domingo Faustino Sarmiento cuando era presidente de la república, al enumerar las exigencias que el gobierno argentino detalló antes de contratar a las maestras norteamericanas que formaron parte de su proyecto educativo nacional . Diariamente se encerraba en su estudio, que en realidad era el living del gris departamento en el segundo piso de un viejo edificio sobre la Avenida Rivadavia, en donde vivía solo, acompañado de cuadernos, lupas, lámparas, lápices y blocks de dibujo.
