Me desperté, abrí los ojos. La habitación lo decía todo o nada, había estado largo tiempo sumergida en la nada, de la que acababa de emerger, no sabía mi situación en el tiempo ni en el espacio: tampoco lo deseaba. Estaba en algún lugar y regresando de la nada atravesando varias regiones. En el centro de mi conciencia había una gran tristeza, pero esa tristeza me confortaba porque era lo único que me resultaba familiar, no necesitaba consuelo. Permanecí completamente inmóvil, en un descanso absoluto que hunden en cortas somnolencias, suelen suceder para entrar en un sueño largo y profundo. De pronto volví a abrir los ojos y con un acto reflejo miré el reloj, no hacía falta pero me desconcertó. Eché una mirada a la habitación y con un profundo suspiro volví a tenderme en la cama. Pero ya me había despertado. En pocos segundos supe dónde estaba, oía unos pasos al otro lado de la pared y ese simple ruido y aunque no había alcanzado mi nivel de conciencia, me tranquilizó. Bostecé, pero faltaba aire en la habitación de techos elevados y estrechos. Pensé que bajaría de la alta cama, abriría la ventana y en ese momento recordaría mi sueño y aunque no podía reconstruir detalles, estaba segura de haber soñado. Al otro lado de la ventana podía sentir y ver: el aire, los tejados, la ciudad, el mar. El viento vespertino me refrescaría la cara y en ese momento reaparecería el sueño. De momento lo único que podía hacer era seguir tendida como estaba, respirando lentamente, casi a punto de dormirme de nuevo, paralizada en el cuarto sin aire, no a la espera del día, sino quedándome inmóvil como estaba hasta que llegara.
Me desperté bruscamente, reinaba la oscuridad de la avanzada noche, sudaba y no hacía calor. Una línea débil se filtraba por una pequeña rotura de la vieja ventana y la vi. Era esa sombra que siempre me acompañaba, que cruzaba de acera y venía tras de mí y según los rayos del sol me adelantaba o se quedaba rezagada, jamás a mi lado. Cerré los ojos y puse mi brazo sobre ellos para evitar abrirlos. Lucecitas como pequeñas moscas entraban y salían de mis ojos y si más apretaba, más aparecían. Y me dejé llevar, me rendí, me estiré en la cama, los brazos pegados a mi cuerpo como suelen poner a los muertos. Lo único que recordaba era una estera áspera en el suelo, sentada en ella como lo hacen los árabes y un té ardiendo entra las manos. Sí, ahí estaba el sueño que me atormentaba: era uno de mis recuerdos de las noches frías de vientos y arena y esa luz intensa que desde lo más alto del cielo, inundaba mi cerebro. La luna, era la luna del desierto.
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Taller de Escritura FlemingLAB, actividad 6
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