
Cuando me lo dijo, aquella navidad del 2014, el silencio lo invadió todo, «todo lo que no fuese el sonido del latir desesperado de mi corazón». ―Estaba muerto―. Mi alma murió en ese mismo instante. «No, no podía ser, se me iba ¡Dios, se me iba! ¿Qué sería de mí ahora?».
Mis pensamientos eran los únicos vivos allí, (el corazón, como un motor sin alma, seguía rugiendo).
Veintiún años… ¡tenía toda una vida por delante! ¿Y ahora qué?, ¿se acababa así? ¿Por qué de esa cruel forma? ¿Qué mal hizo ella para merecer ese precoz y tenebroso final?
Las lágrimas me ganaron la batalla y resbalaron silenciosamente, cayendo una tras otra sobre lo único que guardaba de ella, sus letras. Y hasta éstas, poco a poco se fueron diluyendo, quedando borrosas, ahogadas por ellas. Me maldije una y mil veces. No llegaba a comprender el porqué del destino, que nos llevó a conocernos se reía ahora así de nosotros. No diré que yo no lo mereciera, pero ¿ella, por qué? No, ella no se merecía la muerte, era tan joven y me había dado tanto. Me maldije una vez más. Iba a morir, sola, sin un beso mío, una mirada, una caricia o un te quiero, dicho suavemente en su oído con todo mi amor.
No estoy seguro de cuándo ni en qué fecha llegué al convencimiento total pero, ahora lo sé. Estoy bajo mínimos, cuerpo en la nebulosa de Andrómeda, mente, en la estratósfera de Orión y, a éste pobre corazón, haciéndosele difícil e insufrible soportar más su estancia en este enfermo cuerpo mío. Harto de luchar contra (nunca averigüé el qué). De algo sí estoy seguro; mi tiempo se acaba. Sé lo difícil que será hacérselo saber y aún más comprender. A quienes de verdad me quieren. Es más sigo sin saber cómo y de qué forma les contaré la verdad. La muerte me puede llegar vestida de cualquier manera; hasta desnuda o sin piel. No la llamé en su día, ni la llamaré ahora, pero ella sabe bien que si viene a por mí, no la despreciaré.
Me está siendo casi imposible trasladar bien mis sentimientos al papel, mi mente se escabulle, confusa y deprimida, una y otra vez se arruga, enrolla o diluye, sin darme más explicaciones que la de su poca flexibilidad.
Solo soy capaz de pensar y atinar que estoy cansado, exhausto, agotado de no hacer nada, salvo maldecir día tras día mi poca flexibilidad y decisión para cambiar.
Llevo tanto tiempo esperando a mi “estrella” de navidad. Sí, una igual o parecida a la que, en su día, hace 2014 años (eso dicen las escrituras) guiaran a sus majestades los reyes de oriente para llevar sus regalos hasta el niño Jesús. En mi caso, pobre de mí, solo tendrán que guiarme hasta algún lugar donde pueda hallar la paz.
Insondable lo que siento, indeleble y absurdo mi manera indolente de enfrentar la verdad. Duele el corazón. Sin doler en realidad. Más bien sea una fantasía mía, una vieja herida sin cerrar. Quise ser como un humano normal y, ¡lo logré!, fui invisible a todos menos a mi propia y discutida soledad.
Y aquí estoy, doliente, esperando acaso que me llegue mi esperado final. No, es cierto que no llega cuando uno quiere, que nada es una casualidad o viene provista de la suerte, más bien es algo orquestado, como una canción inventada o una melodía infinita que, a alguien, alguna vez, se le ocurrió escribir sin pluma, en la inmensidad de un cielo oscuro y abismal.
Siento la tristeza de saber que el final se acerca y que ya no hay marcha atrás. Miro hacia el infinito y veo la luz, es blanca, brillante, parpadea. Me llama, lo sé, y no la voy a hacer esperar. Quién sabe sí al otro lado, sí, pueda estar mi felicidad.
No soy culpable, aunque puede que tampoco sea del todo inocente. No lo sé, sin embargo, no persigo la lástima ni tampoco el perdón. Solo quiero descansar; dejar de luchar, perderme en el interior de la memoria, sin tener que esperar su regreso. Tal vez hasta perezca en ella, hundido en el foso ingrato de mi consciencia. ¿Quién sabe si será solo eso lo único que deseo? O tal vez busque el infinito de aquella única vez en la que me sentí de verdad querido y era feliz.
Mi vida, desde que ella se fue, ha sido una constante lucha por sobrevivir a mis rencores, a mi falta de ilusión y ganas. Una vida ingrata, cargada de sombras que aún pululan por mis entrañas, retorciéndose como serpientes en busca de una presa que alimente sus estómagos miserables.
Pido a la historia que, si un día, alguien, se acuerda de que existí, ese alguien sepa en verdad por qué decidí morir. Tal vez quede en su memoria y yo sea al fin, “alguien” y no solo un número o un bulto en un abarrotado aeropuerto.
¿Por qué no puede ser, aunque solo sea una sola persona, y pueda ésta un día rezar una oración, y llorar tristemente por mi alma?
Perdí el romanticismo, realmente lo ahogué entre suspiros y sollozos. Por esa razón mi cuerpo se está quejando amargamente, a cada instante. De alguna manera me lo hace saber. En eso es constante, consciente persevera en sus objetivos, lo cual me hace difícil, por no decir imposible, ignorarlo. Es cansino, además de obstinado y perseverante. De nada me sirve el explorar nuevas formas o maneras de calmarlo porque ¡es insaciable! Sin embargo, no será para mí una opción tirar la toalla, lo sé, pero ¿qué he de hacer sino hacerle caso y parar?
Le hablo mucho, de veras que le hablo, en susurros, a gritos, ¡cantándole! Pero, es inútil, imposible razonar con él, no me escucha. Simplemente me deja escuchar su chirrido en forma de quejido, una y otra vez. Su dolor se hace persistente y con ello, me fuerza hasta que me atraviesa, como si de un estilete muy afilado se tratara, desgarrándome con fiereza e ímpetu las entrañas.
Extrañamente no siento que me produzca herida ni veo a mi cuerpo sangrar, pero la fuerza me abandona cuando siento algo frío, como metal helado, aunque parecido a una garra, desgarrarme el alma sin piedad y despedazando con ello mis entrañas.
Hoy llega mi desazón al final del camino. Un muro de piedra, fabricado de sueños incumplidos, cierra este círculo incompleto, epíteto díscolo, declarado en rebeldía, donde una lápida lleva escrito este soneto: “Mis sueños fueron desquiciados gemidos, mi vida, tan solo un campo por sembrar”.
Soy Eduardo García Santos y esta es mi carta de despedida, ruego a aquellos que puedan entenderme que sepan también perdonarme, si creen de verdad que les fallé.
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