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Raquel Stein, llegó a la Isla Ellis en 1934. Sus padres judíos, la habían puesto a salvo en un barco que cruzó el Atlántico hasta Nueva York, cuando comenzó el movimiento nacionalsocialista en Alemania y empezaron los rumores de que los israelitas serían expulsados del país. Al llegar a los Estados Unidos, la joven, tenía poco más de veinte años. No era particularmente bella. Su melena negra amarrada en un moño, ojos verdosos, piel blanca, mediana estatura y constitución delicada, no la hacían diferente a las mujeres que habían llegado desde Europa en la época. Soñadora como era, decidió unirse a un grupo de personas a quienes se les habían ofrecido empleo en un territorio en el suroeste del país, conocido como Texas. Se decía que su trabajo era muy imprescindible para el desarrollo y extensión del oeste americano. Sabía que difícilmente regresaría a su tierra y que debía considerar esta nación como la suya, por lo que tomó esta encomienda muy en serio. Le hacía ilusión ir a trabajar a un hotel muy lujoso —aunque fuera como mucama—, al que se referían como «El hotel más fino al oeste del río Mississippi». El hotel se llamaba Menger, como sus dueños William y Mary Menger, y quedaba en un área histórica en la que se habían peleado muchas batallas importantes para la independencia de estos territorios.
Raquel estuvo viajando en ferrocarril desde Nueva York hasta Texas por varios días. Ya ni sentía sus asentaderas y pensaba que su espalda estaba quebrada. Al llegar a San Antonio, la estaba esperando un hombre que la llevó hasta el frente del Menger en un carruaje tirado por sendos caballos. El edificio de dos plantas no le pareció tan grandioso como otros en su Alemania natal. La arquitectura le parecía rústica, nada parecida a como la había imaginado. Entretenida en sus observaciones, se presentó en la puerta de entrada, pero le indicaron que si era empleada debía entrar por la parte de atrás. Cuál fuera su sorpresa al ver hombres uniformados, como soldados en el patio, fumando y bebiendo como si estuvieran en un cuartel.
Pasó en medio de ellos rápidamente porque no le gustaban las miradas sediciosas de algunos. Se sentía manoseada sin que siquiera le pusieran las manos encima. Tocó la puerta de atrás y enseguida le abrió una mujer de baja estatura, robusta, vestida de negro de la cabeza a los pies, como si estuviera en estricto luto. Imaginó que debería estar por los cincuenta años.
—Buenas tardes, me llamo Raquel Stein…—saludó.
—Sí, entra —dijo la mujer—. Te estábamos esperando. Supongo que te habrán advertido que estamos cortos de servicio.
—Pues aquí estoy, señora…
—Graham…
—Señora Graham, estoy lista para servir.
—Bien, entonces te llevaré a la pieza que utilizarás de hoy en adelante. Es para dos mucamas, pero de momento estarás sola. No empezarás hasta mañana. Supongo que estarás muy cansada del viaje.
—Sí, señora.
—Bien, descansarás esta noche. Deberás estar en la cocina a las cuatro de la mañana para ayudar con el desayuno. Después de que oscurezca no salgas de la habitación. Tampoco hagas caso de cuentos tontos que hacen los empleados.
—¿Y los soldados?
—¿Qué soldados? —preguntó la señora Graham frunciendo el ceño—. ¡Ah! Tampoco hagas caso de ellos —concluyó haciendo un gesto con su regordeta mano, restando importancia.
Raquel tomó la maleta donde llevaba sus pocas pertenencias y siguió a la señora Graham hasta el fondo de un largo pasillo en donde estaba la habitación. Por el camino se dio cuenta de que no había puertas que llevaran a otras habitaciones. La mujer abrió con dificultad —parecía muy pesada—, con sus llaves. Luego sacó otras que le entregó a la joven. El cuarto estaba impecable: paredes blancas, amplio, suficiente para dos camas y sus armarios, y dos mesas con lámparas. Al lado había un baño con un retrete y una bañera de porcelana. Tenía una ventana que daba al patio —en donde todavía estaban de algarabía los soldados—, y que ayudaba a refrescar el pesado ambiente.
«Hace mucho calor en esta parte del mundo», pensó la muchacha, quien estaba acostumbrada a temperaturas más frescas. Sobre el lecho estaba la ropa de cama, toallas y un edredón. Raquel puso su ropa en el armario y arregló la cama con la idea de irse a dormir. Antes de hacerlo, volvió a asomarse por la ventana y le pareció ver que un soldado la miraba y sonreía. De momento, la puerta se abrió chirriando y una mujer entró con unas toallas en la mano.
—¡Hola! ¿Eres nueva también? —preguntó casi alegre de tener una compañera—. ¿Te han asignado este cuarto? Hay dos camas, yo tomé esta, pero si la quieres…
La mujer que no tenía ninguna expresión en el rostro, la miró con los ojos vacíos y salió con las toallas en las manos.
—¡Oye! ¿Pero a dónde vas? —preguntó Raquel yéndose detrás de la extraña mujer que no se detenía, aunque la llamara.
Cuando Raquel se dio cuenta estaba de nuevo en el patio, rodeada de los soldados. El que la miraba desde la ventana caminó hacia ella. A Raquel se le puso la piel de gallina.
—¿Quién eres? —preguntó Raquel hipnotizada.
—Soy David Crockett.
—¿Eres soldado? ¿Contra quién peleas?
—¿Cómo? ¿No sabes? Es la batalla del Álamo, contra los mexicanos. ¡Contra el maldito General Santa Anna! ¡Texas necesita la independencia!
—Entiendo… Ya debo entrar es tarde —dijo incómoda.
La muchacha corrió hacia su habitación. En el pasillo se encontró de nuevo a la mucama de las toallas en la mano, pero como no le habló, tampoco hizo el esfuerzo. Le pareció que sus pies no tocaban del todo el suelo, pero no se detuvo a verificar, los ojos son engañosos. Cerró la pesada puerta tras de sí, miró de nuevo por la ventana. Con horror vio que unos soldados con otros uniformes se acercaban al patio del hotel, uno tocando la corneta y otro, cargaba lo que le pareció un estandarte o bandera. La algarabía se transformó en gritos de guerra. Desde donde estaba, presenciaba como el ejército recién llegado masacraba a los que antes estaban de fiesta.
Se quedó muda, en silencio, horrorizada. No salía un grito de su garganta. Agazapada detrás de la ventana, vio como arrastraban a varios hombres, entre ellos a David Crockett, a quien hicieron arrodillar con los únicos que habían quedado vivos y los ejecutaron ante sus ojos sin piedad. De repente, creyó ver que uno de los asesinos miraba directamente a su ventana. La había descubierto. Comenzó a caminar hacia el hotel. Raquel pensó en salir del cuarto y escapar, pero solo había un largo pasillo y no podía esconderse en ningún lugar. Escuchaba los pasos que se dirigían hacia donde ella estaba, cada vez más cerca. Corrió y puso el cerrojo a la puerta. Casi enseguida sintió que alguien empujaba la puerta con furia, hasta que empezó a golpearla. Raquel se quedó inmóvil, sin saber si aguantarla o empujar el armario para bloquear la entrada.
Estando en medio de la habitación, que de momento se tornó helada, sintió un viento recio que entraba desde la ventana. Al girarse se encontró con la mujer de las toallas, que empezó a reírse a carcajadas, mirándola con sus ojos vidriosos. Raquel cayó de bruces aterrorizada. Sintió que alguien le tocaba el cabello, mientras depositaba un líquido viscoso, con olor a hierro sobre ella. Cuando miró vio que era David, que con un hoyo en la cabeza y sus ojos transparentes la acariciaba.