
Felicidad nació una noche de luna de nieve. Su cara redonda y rosada, opacaba la luz de la fría sala de partos de un hospital neoyorquino de gran prestigio. Sus padres, eran gentes que se movían en las altas esferas del gobierno y de la bolsa de valores en la ciudad de los rascacielos. Sus abuelos, ciudadanos venezolanos, habían llegado a los Estados Unidos en los años sesenta, y habían acumulado una fortuna en la industria de textiles y moda. La pareja llamó así a la criatura en un arranque de gozo, pues en ese momento, la vida les sonreía.
Tenía ocho años la niña cuando ocurrió el ataque a las Torres Gemelas. El padre fue uno de aquellos que se veía caer al vacío desde lo alto del edificio en llamas, vestido con ropa y calzado fino de diseñador, uniforme de los hombres influyentes en el
World Trade Center, intentando —sin éxito—, caminar por los aires. La imagen de aquel hombre desesperado, acostumbrado a tomar decisiones importantes cada día, se repetía una y otra vez en las pantallas de la televisión internacional. Su esposa lo reconoció enseguida, entrando en un estado catatónico que duró varios meses, teniendo sus padres que encargarse del patrimonio familiar y de Felicidad, mientras se reponía en una institución para enfermos mentales.
La vida de Felicidad nunca fue la misma desde entonces, no obstante, sus abuelos se desvivían para complacerla en todo. Apenas hablaba, se mantenía encerrada en sí misma y en los libros que parecían ser su única distracción. No tenía amigas, vivía presa en su habitación y decidió que haría su educación desde su hogar a través del computador. Fobia social, dictaminó el psiquiatra. La imagen de su padre cayendo de las Torres Gemelas se había quedado fijada en su mente y la sola idea de salir al mundo exterior la paralizaba.
La madre se había convertido en un fantasma que caminaba por la casa, aullando de dolor, en bata de dormir y descalza. La joven odiaba todo lo que la rodeaba: sus abuelos, su madre, la casa. Ni así se animaba a salir de su encierro. Terminó haciendo sus estudios universitarios en línea, obteniendo un diploma en Derecho de una reconocida universidad.
Los años no pasaban en vano, la salud del abuelo se quebrantó, falleciendo en unos pocos meses. La abuela lo siguió casi enseguida. Felicidad no podía ocuparse de la madre —tampoco quería—, y la ingresó permanentemente en una institución.
Una tarde recibió en el correo un aviso para presentarse en el juzgado. La llamaban para fungir como jurado. Intentó ser excusada, pero no lo consiguió. Le llamó la atención que a los seleccionados no les era posible compartir su nombre. Solo los identificaba un número. Las medidas de seguridad eran extremas. Le indicaron que el jurado sería secuestrado hasta llegar al veredicto. No podían ver noticias, ni tener comunicación, ni usar la red. Felicidad entendía los procedimientos, después de todo tenía un grado en Derecho, pero se preguntaba quién sería el enjuiciado.
El primer día del juicio, enseguida supo de quién se trataba, pero nada dijo. Lo había visto en la televisión, un Houdini cualquiera, famoso por sus escapatorias. Era un personaje simpático: asesino, narcotraficante, sádico. Todo lo que ella a le habría gustado ser. No estaba allí por casualidad. Lo vio mirar a cada uno de los jurados y hasta sintió cuando se detuvo en ella. La miró a los ojos, justo al alma. Sintió estremecer, no de miedo, sino de deseo. Algo que jamás había sentido en su solitaria vida. La oscuridad se apoderó de ella.
Pasaron días interminables para los otros miembros del jurado, en los que los abogados se esforzaban, cada uno en probar su caso. Mientras tanto, Felicidad se hundía en aquel amor errático, suplicando que nunca acabaran. Los detalles sobre las torturas en las que participó el sanguinario narco hasta dejar sin vida a sus víctimas, eran su afrodisiaco. Apenas llegaba a su habitación, daba rienda a su fantasía. Era él quién halaba sus carnes, quien le arrancaba las uñas, quien cortaba sus dedos. Luego de alcanzar el orgasmo se dormía tranquila y plena.
Los abogados finalizaron sus argumentos y el destino del asesino quedaba en las manos de Felicidad y once personas más. Las instrucciones del juez les obligaban a llegar a un veredicto unánime. Insistió varias veces en escuchar las grabaciones de los testimonios más atroces. Los demás jurados no entendían por qué ese interés morboso en los pormenores. Nadie sabía quién era ella, ni su padre, ni cuántas veces había revisado el vídeo de su caída de las Torres Gemelas, hasta no sentir nada. Por primera vez, desde la tragedia que acabó con su familia, Felicidad se sentía viva y quería regodearse en ello. Cada vez que tomaban los votos, ella se oponía al veredicto de culpabilidad y tenían que empezar de nuevo a deliberar.
Al sexto día no tuvo más pretextos. La acusaron de ser una infiltrada de la mafia para colgar al jurado, por lo que no tuvo otra alternativa que votar a favor del fallo de culpabilidad del acusado. El mundo entero estaba pendiente del dictamen. Tan pronto se supo, los medios noticiosos lo informaban cada quince minutos. Unos se alegraron, otros no. Los fiscales celebraban la convicción de uno de los hombres más temidos de todos los tiempos. Los defensores anunciaron que apelarían el veredicto, advirtiendo que no se quedarían de brazos cruzados. El narco escuchó tranquilo.
Una semana más tarde un jurado anónimo se comunicó con un diario. Informó que el jurado violentó las normas del procedimiento. Cinco miembros habían indagado en la red quién era el acusado y vieron las noticias. Reportó que le amenazaron para que diera su voto a favor del veredicto. El juicio quedó anulado, teniendo el acusado otra oportunidad para ser juzgado.
Felicidad agarró su maleta, cerró su apartamento después de dar su declaración confidencial a la prensa. Había completado su misión.