Capítulo 1. Nos dé Dios
La primera sorpresa vino en forma de hedor: el que le zapateó la pituitaria al abrir el maletero del viejo Ford. Dicen que al olor a muerto uno se acostumbra a partir de la décima vez; él llevaba más de cincuenta –debía de ser la excepción que confirma la regla–.
Mientras sostenía la violenta arcada, apartó despacio la manta –tal vez esperando un milagro, como cuando desaparece el conejito–. Pero no. Allí estaba el cadáver de aquel tipo. Tan conspicuo como la noche anterior, recordatorio puntual de que aún tenía deberes. Fue la sensación de angustia en la boca del estómago lo que terminó de espabilarlo.
Le sorprendió el batir de una puerta en el garaje, justo detrás. Cerró el portón como si fuera un resorte y trató de recomponerse. Por el rabillo del ojo vio que se trataba del vecino del tercero, a la sazón un gallego con trazas de tener más luces que el Metropolitano en noche de Champions. Julián, se llamaba; quizás Jose. Bien pensando, también podía ser Luis. Él no es que fuera de socializar mucho en el vecindario; ya había frecuentado demasiados. Prefería quedarse con las miradas –aquello sí que definía a las personas, no una cosa impuesta como el nombre–. Por lo que recordaba, la del individuo en cuestión era atenta y desconfiada, tal vez un punto cotilla. Se esforzó por esbozar una sonrisa y mentir un poquito. Solo un par de minutos en modo adorable a rabiar; después se ocuparía del marrón, con permiso del dolor de cabeza que ya asomaba.
–¡Buenos días! –saludó, ceremonioso.
–Nos dé Dios –le espetó el galaico, maquinal. Y añadió:
–Se ha caído pronto de la cama, vecino. ¿Va a apagar un fuego? ¿o a deshacerse del muerto?
Mientras se sacudía el peso de inoportunas frases hechas, volvió a sorprenderse de lo cansado que se sentía. Llevaba tiempo pensando en una retirada. A ser posible, antes de que lo jubilasen a él. Pero una cosa llevaba, inexcusablemente, a la otra. Igual que un crápula en las noches de juerga–con la excusa de tomarse la penúltima–, siempre acababa liándose. No encontraba la manera de salir del bucle, dar el golpe definitivo y desvanecerse. Siempre quedaban ángulos muertos: deudas pendientes, favores a cobrar y deber.
Esperó a que se marchara, ralentizando los movimientos –como un oso en pleno invierno–. Con el tiempo había aprendido que, cuanta más prisa y urgencia tiene uno, más se debe obligar a hacer las cosas despacio. Es la única manera de no cagarla, pensaba. De vez en cuando, también resulta harto útil darse una buena hostia –metafórica o literal–, lo bastante contundente como para recordar que la vida muerde. Ayudaba a mantener la tensión y tener el músculo entrenado. Por lo que pudiera venir.
Capítulo 2. Carretera y manta
Todo un espíritu de contradicción, así se sentía. Allí donde fuese, miles de ojos curiosos se le echaban encima. Y no era para menos: un Mustang Cupé hardtop del 67, reluciente –pintura roja brillante y caballo al galope en la parrilla–, no se veía todos los días. Se sentía orgulloso del auto. Le confería una singular cobertura: la experiencia había demostrado que todos miraban su coche, pero nadie prestaba atención a lo que hubiera dentro de él. Y así iba por la vida, ocultando fechorías en el interior de un gran reclamo. Además, ya contaba con unos añitos encima de la chepa –la gravedad comenzaba a tener efecto sobre su bolsa testicular–, y la sensación de libertad que le transmitía el buga no era cosa baladí. Así que, puestos los pros y los contras en la balanza, salía ganando el bólido que, aparte el cuadrúpedo del frontal, calzaba la friolera de trescientos caballos de potencia. Mientras apuntalaba su plan para deshacerse del cadáver, concluyó que tendrían que pasar por encima del suyo para separarlo de aquella preciosidad carmesí.
Había estudiado la ruta cerca de un centenar de veces –astuto, precavido y con las mínimas concesiones–. Nada de cacharros electrónicos que le indicasen el camino, amén de enseñar a los cuatro vientos dónde se encontraba. No llevaba móviles; no necesitaría comunicarse con nadie hasta que hubiera terminado y hubiera que aportar una prueba de muerte a sus clientes. Metódico como era, se había molestado en añadir unas cuantas albardas al trayecto más rápido. Así tendría tiempo de verificar el tráfico tantas veces como fuera necesario y comprobar que nadie lo seguía. Transitó por el barrio, todavía de noche, mientras la hora punta se desarrollaba. Mezcló avenidas y callejuelas antes de salir a la vía de circunvalación, una de las arterias de asfalto de la gran urbe. Una vez allí se trataba de ir de acuerdo con las reglas: ni demasiado deprisa ni pisando huevos. Conocía de sobra dónde estaban los radares y evitaría las grandes acumulaciones; no quería retrasos y los atascos eran precursores de accidentes, vulgares trampas para aficionados.
Diez minutos antes de lo previsto tomó el desvío hacia la carretera que serpenteaba a través de la sierra. Se encontraba ya alejado de la metrópoli, así que se permitió bajar la ventana para respirar aire más puro y borrarse la peste a carne corrompiéndose que todavía le azotaba las tripas. Mientras contemplaba un amanecer anaranjado, sacó el antebrazo por el hueco y condujo con una mano –casi en automático–. Pensó que se hallaba lo bastante lejos como para permitirse algún gesto de hedonismo de conductor, así que se detuvo en el único bar de carretera que le había parecido de confianza: un minúsculo establecimiento a medio camino entre el desvío de la calzada y el pueblo al que llevaba aquella pista que, aunque asfaltada, no era frecuentada más que por cuatro gatos. Aparcó en una explanada, enorme para las pretensiones del lugar, y salió del coche despacio, no sin recrearse en el contraste que ofrecían el fulgor de las luces de la ciudad, que se percibían lejanas, con el sol que emergía entre las montañas.
Capítulo 3. Laurel y Hardy
El local estaba recién abierto; la barra y el poco espacio común todavía vacíos. Atendía detrás de aquella una mujer de pelo rubio platino y aspecto firme, con un llamativo delantal color verde limón. Él –atento a las miradas– percibió que la suya era más bien triste, cansada; sonreía forzada sacudiéndose el sueño, como quien ha servido no pocos cafés y olvida trasegar el suyo. Frisaba los cuarenta y pico, razonablemente bien llevados.
–Buen día, ¿qué va a ser?
–Café, por favor.
-¿Quiere desayunar?
–Tomaré nada más que el café. Solo. Gracias.
La vio dirigirse a la máquina, en una esquina de la barra, como arrastrando los pies. Hacía tiempo que no frecuentaba la compañía de ninguna mujer. Su contacto se limitaba al espacio que su actividad permitía sin correr riesgo excesivo: pequeñas escaramuzas sexuales sin trascendencia; un intercambio consentido de fluidos para saciar apetitos latentes y conversar sobre lugares comunes. Que coincidía, casi siempre, con su salida programada: eufemismo con el que describía cómo desaparecía sin dejar rastro cada vez que encadenaba dos o tres misiones. Cuando las cosas comenzaban a asentarse, hacía mutis. Y era mejor así.
Miraba distraído el delantal de la camarera, que no ocultaba sus generosas curvas, cuando la puerta se volvió a abrir. Entraron dos guardias civiles –le dio tiempo a ver el todoterreno aparcado justo al lado de su Ford–. Farfulló imperceptiblemente una maldición mientras trataba de improvisar: el puñetero Seprona, cómo no habría caído en aquello. No los había visto en ninguna de las rondas de reconocimiento. Otra vez, se le revolvía el estómago. Literalmente, sentía ganas de cagarse en la Benemérita.
–Buenos días –se adelantó.
Vestían el clásico uniforme verde oliva, gorras caladas y gafas de sol. Era una pareja formada por un guardia civil experimentado y otro novel. El más joven era alto y esbelto, con cara afable. El otro era más bien achaparrado, tirando a chúcaro, de hombros anchos y expresión adusta, coronada por unos ojos minúsculos que remedaban haber visto mucho. Se acomodaron en la barra.
–Buenos días –contestó el más veterano, con voz rasgada.
–¿Es aquel su coche? –preguntó el pipiolo, estirando un larguísimo dedo índice hacia la puerta del local, que no terminaba de cerrarse.
–Así es –repuso él, sin ocultar un suspiro de circunstancias.
–Menuda hermosura –continuó el joven–. Estará cansado de que se lo recuerden.
Sonrió ligeramente. Había vanidades que no le importaba alimentar. Con todo, iría con cuidado: información, la justa.
–Así es. Un cacharro fiel –dijo casi sin querer.
El poli robusto lo miró, curioso. Lucia un ralo bigote, a medio camino entre una obra de barbería de diseño y un mal afeitado. La camarera se dirigió a ellos por su nombre: Chema y Paco. O sea: habituales; otro gallifante menos para él –estaba perdiendo facultades–. Ya solo faltaba que llegasen el alcalde y el cura, por aquello de ir adelantando los trámites judiciales y la extremaunción. Le vino, de lo más hondo de su estómago vacío, un reflujo desagradable, ácido. Lo fiaría todo al café, qué remedio. El tal Paco, a la sazón el más fornido, pidió con soltura dos desayunos completos, con zumo de naranja. Por alguna extraña razón, a él se le instaló una imagen de Laurel y Hardy. Misterios de las asociaciones mentales. El poli bisoño se dirigió a él:
–¿Y qué le trae por aquí? No es del pueblo, ¿verdad?
Se acordó de su vecino, para tirar de retranca. También él tenía parientes lejanos en aquella esquina de España. Cada día máis linda, cada día mellor rememoró, pimpinelesco.
–Voy de viaje a Lugo. Tengo asuntos familiares que resolver por allí. Y como tengo tiempo, aprovecho y hago ruta de montaña. Por el aire limpio, ya saben.
Llegaron los desayunos y su tan ansiado café. Rasgó el sobre de azúcar con precisión milimétrica y se sirvió la cantidad justa: se diría que contase los granos. Luego dobló la parte superior del paquetito, como para cerrarlo de nuevo, y lo depositó con delicadeza en el plato que sostenía la taza. Toda una obra de ingeniería del minimalismo, que atrajo la atención de Paco –que bebía su zumo del tirón–.
–Yo soy de Orense –se arrancó el agente, con un ligerísimo y acaso sonoro acento–. Pero ya llevo años aquí. Aquellos montes son más tranquilos. ¿Cómo se llama usted?
Su mente seguía yendo por libre: produjo otra evocación, que casi le provoca una inoportuna carcajada. Esta vez era Jose Manuel Domínguez Álvarez –Yosi–, de Los Suaves. Claro que, a diferencia de este, Paco no aparentaba ser muy musical.
–Luis –dijo entre sorbos–. Luis Teza. Un placer –añadió tendiéndoles la mano.
–Pues sí que es un buen vehículo. De los que llaman la atención. Debería usted andar con cuidado; ahora los compañeros andan con mucho ojo –le confesó casi en susurros, como quien descubre valiosísimos arcanos–. Por lo de la inspección técnica, quiero decir.
Luis dejó la taza despacio mientras caía en la cuenta. Otro gol por la escuadra: la puñetera ITV. El caso es que la había pasado; estaba en regla, pero no recordaba dónde había dejado el adhesivo. Obviamente, no donde debía. Mientras hacía un recorrido mental por todos los posibles lugares, un relámpago de lucidez le sorprendió: estaba en el maletero; en uno de los compartimentos laterales. Cómo para buscarlo ahora. Cerró los ojos, contrariado, mientras apuraba el café.
–Pues lleva razón usted –añadió–. Pero está todo en orden; es solo que olvidé poner la pegatina. Creo que la tengo en la guantera.
–Ya. Pues sáquela de ahí, hágame caso. No lo deje. Podrían pararlo a usted por algo así.
–Descuide –repuso–. Antes de seguir en ruta lo arreglo. Que pasen un buen día.
Pagó generosamente, con intención de dejar propina. Volvió al coche deprisa, concentrado. Una vez dentro agarró con fuerza el volante de madera; calculó que estaría en la línea de visión de los policías –aunque el efecto del cristal de la puerta, que con la claridad ya había devenido espejo, le impedía comprobarlo–. Respiró hondo, mientras le daba al contacto. El motor rugía, expectante. La aguja del cuentarrevoluciones salió de su letargo. Maniobró deprisa, levantando no poca polvareda –al estilo del viejo oeste– y salió de allí.
CONTINUARÁ… próximo lunes
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