
INSTANTÁNEA PARA UN RECUERDO
Por Mercedes G. Rojo
De entre todas las fotografías expuestas en aquella sala se fue a parar precisamente frente a esa. Esa que mostraba los cadáveres amontonados en la cuneta. Cuerpos infantiles, cuerpos de mujeres seguramente indefensas ante la matanza que se les había venido encima sin esperarla. Era como si una fuerza invisible la hubiera arrastrado hacia allí sin haber podido evitarlo y, ahora, sus pies se habían quedado pegados al suelo, frente aquella imagen en blanco y negro, con olor a miedos y recuerdos; sus ojos fijados en aquellos cuerpos que parecían hablarle desde más allá de la película fotográfica en que se habían visto atrapados.
Y de pronto un nuevo pinchazo de esa mano que le duele intensamente, mientras le viene a la mente el recuerdo de la de su madre, muerta a manos de los fascistas por el sólo delito de querer a un hombre con ideas opuestas a las suyas, dejando huérfanas dos niñas de corta edad. Ella era la pequeña.
No recuerda ya su rostro. Sólo la constatación de quienes la conocieron y la recuerdan como una mujer muy guapa. Su memoria y el sentimiento de la injusticia sufrida por su madre le asaltan una y otra vez en los últimos años.
Un nuevo pinchazo de dolor en su mano adormecida, sin apenas sensibilidad, y su mirada desciende de las crudas imágenes del papel hasta ese miembro dolorido. Y, con la misma, el insistente recuerdo de su madre, localizada mal enterrada en una fosa común cuando ella era apenas una niña. Aún se imagina su blanca mano, con la alianza de boda todavía en sus dedos, asomando entre la tierra removida. Así fue delatado su cruel destino a la gente de la zona que no habían vuelto a saber de ella, tras arrancarla a la fuerza de su casa. Así pudieron constatar su muerte y su identidad. No fue una ejecución. Fue un asesinato. Dicen que sufrió tortura. Dicen que le faltaba un pecho que le habrían cortado por negarse a los carnales deseos de sus opresores, perros salvajes movidos sólo por oscuros deseos de venganza. Dicen…
Ahora ella solo recuerda que tenía apenas seis años cuando se la arrebataron por el simple pecado de ser la mujer de un honrado sindicalista que siempre luchó por los derechos de sus compañeros. Un hombre que cometió el pecado de pensar de forma diferente a los poderosos y así manifestarlo.
Y, frente a esa fotografía en blanco y negro que aparece en el periódico para traerle terribles recuerdos del pasado, siente como se asfixia entre el silencio de los gritos ignorados que se ahogan tras la puerta cerrada a cal y canto por el miedo y la vergüenza; de la vergüenza asentada por discursos – públicos y privados - que aún hoy se deslizan sutilmente, queriendo echar tierra sobre tantas muertes injustas e innecesarias; de esa profunda vergüenza del pasado instalada en algunos de aquellos hijos y nietos que han llegado a pensar que tal vez fue verdad que hubiera algo delictivo en los afanes de los muertos de entonces.
Pero Felicidad solo piensa que todo ser humano tiene derecho a morir y a descansar con dignidad para siempre. Así lo ha sentido una vez más frente a esa imagen que podría haber recogido la muerte de su madre, aunque recoja una realidad producida a miles de kilómetros de su casa. Y en ese mismo momento decide dar voz a sus recuerdos y lanzar al mundo el terror y la angustia llevada por tanto tiempo dentro.
Para que nunca más vuelvan a quedar huérfanos los niños.
Para que nunca más, nadie, haya de esconderse por miedo a las ideas.
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