By Jesús Marchante Collado


Es viernes, ocho de Enero de este nuevo año 2021 que querría que emulara a la década gloriosa del siglo XX. Ha empezado a nevar. Las previsiones meteorológicas vienen anunciando desde hace días que puede caer una gran nevada en Madrid. A eso de las cuatro de la tarde decido ir en busca de mi hija Alma para dar juntos un voltio en torno a la Colonia de la Fuente del Berro y el parque del mismo nombre. Nada más salir, empiezo a dudar de si es factible dar ese paseo. Hay nieve en las aceras y está algo resbaladizo. No obstante, aprovecho el pasillo pegado a las fachadas, que está libre de nieve, y avanzo a buen ritmo. Me siento seguro. Los copos de nieve siguen cayendo, si bien no son demasiado considerables.
En torno a los viejos chalecitos, que se construyeron a finales de los años veinte del pasado siglo como casas baratas para las clases más modestas (ahora en manos de gentes adineradas que han podido pagar algún que otro millón de euros por ellos), en lo que según el Plan Castro ( de1860) para el ensanche de Madrid, era la periferia (el enorme caserío vasco que construye Secundino Zuazo Ugalde en 1919 en la esquina de la calle del Dr. Esquerdo con la calle de Jorge Juan, era periferia; sin embargo, la vecina calle Hermosilla entraba dentro de lo que se denominaba el ensanche), avanzamos con cierta prudencia. La sorpresa se nos presenta en forma de pavos reales (es bien sabido que el parque de la Fuente del Berro da cobijo a algunas parejas de estas fantásticas y mágicas aves). Hay dos, pobres, intentando volver al recinto seguro del parque. Sin embargo, se paran, no quieren proseguir. Se quedan como paralizados, pegados a la fachada de uno de los chalets, en ese pequeño pasillo liberado de la nieve. Intentamos, haciendo algunos pequeños aspavientos, que se muevan; pero nada de nada. No están por la labor de adentrarse en la calzada nevada. No obstante, pienso, lo habrán tenido que practicar durante un buen rato, una vez que decidieron abandonar los dominios del parque. Ahora, en cambio, no tienen la menor intención de moverse. Seguimos descendiendo la calle hasta toparnos con la muralla de la vieja Quinta del Berro. Como era de esperar, el parque está cerrado a cal y canto o, mejor, habría que decir que sus portones de hierro están sellados con una gruesa cadena.
Alma y yo nos divertimos tirándonos bolas de nieve y disfrutando de algo poco frecuente en nuestra ciudad. Ella está absolutamente entusiasmada con la nieve, con que siga nevando y con que haya cuajado en diversos puntos de las aceras y, por supuesto, de los tejados y de los árboles. La veo felicísima. Eso me encanta, como es lógico.
Sin haber podido penetrar en el parque, atravesamos algunas de las calles que conforman la colonia de los chalecitos y volvemos a casa. Hace bastante frío y ella lo siente ya con cierta intensidad.
Camino ahora en dirección a mi pequeño estudio. Avanzo por la calle de Goya sin mayor problema. Incluso sus aceras tienen menos nieve de la que nos hemos encontrado antes. Debo seguir trabajando en la tabla de un metro por cincuenta en la que estoy inmerso hace ya algunos días. Nada más y nada menos que en la vista de la fachada posterior de los Nuevos Ministerios que se despliega a lo largo de Agustín de Bethancourt. Es un trabajo inmenso, inacabable. Estoy contento porque, después de haber logrado bocetar a lápiz toda esa inmensa estructura con sus decenas y decenas de ventanas, estoy metido de lleno en repasar todas esas líneas con el rotring. Era una idea que rondaba por mi cabeza desde hacía mucho tiempo. Admiro, de manera absoluta, a Secundino Zuazo Ugalde. Cuanto más profundizo en su obra, en sus ideas arquitectónicas y urbanistas, todavía lo admiro más. Es uno de los más grandes arquitectos españoles de todos los tiempos. He dejado atrás, hace un par de meses, un trabajo (ese fantasma sobre el que ya escribí) del que me siento orgulloso, el Frontón Recoletos. No obstante, los Nuevos Ministerios, esa idea soberbia pensada por Zuazo, pero en la que colaboraron también Arniches y Dominguez (Hipódromo de la Zarzuela, Instituto-Escuela), inacabada, aunque en estado muy avanzado de ejecución, por el golpe de estado fascista y la resistencia popular que dio origen a la guerra, me sigue cautivando de manera especial desde hace muchos años; desde siempre, una vez que los vi por primera vez, diría yo.
Trabajo, sin interrupción, durante casi tres horas. No he abierto la pequeña ventana a ras de la acera (estoy en la vieja carbonera del edificio), por lo que no tengo ni idea de si nieva o si lo ha dejado ya de hacer. En Radio 2, yo la sigo llamando así, escucho un serial sobre Igor Stravinski (se conmemoran los cincuenta años de su desaparición) que relata una voz que ya me ha cautivado en otro serial anterior sobre los doscientos cincuenta años del nacimiento de Ludwig van Beethoven, una tal María del Ser. Programa la Consagración de la Primavera, esa obra rompedora y original del compositor ruso, que provocó tal escándalo en el estreno de mayo de 1913, en el teatro de los Campos Elíseos, que se produjo un enfrentamiento entre partidarios y detractores en el público presente, con la interrupción consiguiente del concierto en repetidas ocasiones. Al final, muchos optaron por abandonar la sala de conciertos. Para más inri, Diaghilev (el director de los ballets rusos), el director de la orquesta y el propio Stravinski, a la finalización del concierto, tuvieron que abandonar la sala por la puerta de atrás.
Esa música (todavía más radical, desde un punto de vista sonoro, en la versión para piano solo), anticipa, en mi humilde opinión, la tragedia de la Gran Guerra, solo un año después.
Entre Stravinsky y la música de Jazz de la pianista Diana Krall, transcurre mi trabajo hasta que decido poner punto final, por ese día, sobre las veinte horas.
Cuando salgo al exterior, el mundo ya no es el mismo que cuando entré en mi estudio tres horas antes. Quiero comprar algo de pan y me dirijo hacia unos grandes almacenes que tengo muy cerca. Cuando alzo la vista y compruebo, con suma extrañeza, que están chapados, cerrados, no me lo puedo creer. ¡Son solo las ocho de la tarde!, me digo a mí mismo. ¿Qué ha pasado, para que esté cerrado, si nunca lo hacen? Nieva con intensidad, no hay nada abierto. Comercios, bares, restaurantes, etc. La calzada de la calle de Goya tiene unos veinte centímetros de nieve acumulada. Se puede transitar por ella sin ningún problema. Es como si la acera se hubiera cuadriplicado. Ningún coche circula en ninguno de los dos sentidos. La visión es algo surrealista y bastante extraña. Sin embargo, mientras subo por una de las perpendiculares hacia la calle de Alcalá, me sorprendo a mí mismo riendo casi a carcajadas, sin poderme contener. La visión me ha hecho ese efecto. Algún que otro autobús trata de avanzar a cámara lenta, patinando sobre la nieve. Son fantasmas en la noche obscura que, con la nevada, es cada vez más una fotografía en blanco y negro. El color ha desaparecido. Algún que otro viandante, como yo (casi espectros) se mueve de manera incierta por la calle. A pesar de llevar paraguas, mi abrigo está completamente cubierto por la nieve. La ventisca impide hacer su labor a mi pobre paraguas. El silencio empieza a invadirlo todo. Llego a la vieja Plaza de la Alegría algo exhausto. No importa, tengo ya al alcance la puerta de mi casa.
Es plena noche. Desde el balcón de mi apartamento puedo contemplar el panorama. Si lo abro un instante (hace mucho frío) el silencio que penetra dentro es parecido al otro de Marzo, cuando estábamos confinados. Digo parecido, porque no es igual. De ninguna de las maneras. Bajo la luz de las farolas puedo distinguir algunos sujetos que intentan apoderase de la plaza, de la ciudad. Se mueven por todo el perímetro donde no se distingue la acera de la calzada, ni la plaza de las calles que la atraviesan. Ni autobuses, ni coches, ni bomberos (que están al lado), ni policía. Nada de nada, y casi nadie.
La única similitud (seguimos bajo la dictadura de este extraño virus que es el covid-19) es que esos espectros que se mueven en la noche blanca llevan todos mascarillas. Como en Marzo, aunque entonces había muchos que no la llevaban. Eran los primeros tiempos de la pandemia y había gente que no acababa de creerse lo que se nos había venido encima. Y mucho menos, aún, que no nos iba abandonar en mucho tiempo. A saber cuánto.
La nieve (en forma de ventisca) sigue cayendo sin solución de continuidad. Las informaciones hablan de que seguirá nevando toda la noche, que lo seguirá haciendo al día siguiente, sábado. Me meto en la cama, a buen recaudo, con buena calefacción, en una buena casa (me siento afortunado), pensando en el panorama que nos aguardará al despertarnos.
Son las 8,30 y el día ya ha venido. Sin embargo, el cielo gris intenso, profundo, pizarroso, algo verdoso, diría yo, rebaja la luz de esta mañana blancuzca, extremadamente espectral. En algunos momentos, los edificios desaparecen como si una densa niebla hubiese hecho su aparición. Cuesta abrir las contraventanas de madera (por la cantidad de nieve acumulada) que protegen los vidrios de los balcones. Al hacerlo, el panorama que se divisa es grandioso. ¿Moscú? No, Madrid. Digo Moscú, no de manera retórica. Lo he conocido allá por 1977. Y la cantidad de nieve acumulada en sus calles y en sus jardines era parecida a lo que oteo desde el balcón. Los jardines centrales (todo en ella, diría yo) de la vieja Plaza de la Alegría han desaparecido bajo la espesura de la nieve. Sólo tres verticalidades (apuntando hacia el cielo) en forma de abetos gigantescos (cuyo profundo verdor despunta por algún lado) siguen siendo visibles, a pesar de que la nieve también los cubre. Poco a poco, la gente empieza a ocupar todo ese enorme perímetro que es la plaza. Ancianos, de mediana edad, muchos niños. La ciudadanía parece disfrutar del regalo que nos ha dejado “Filomena”. Es el nombre (se establece por orden alfabético según me cuenta desde Londres mi amiga María Jesús) que se le ha dado a esta borrasca blanca. Creo que la próxima ya tiene nombre asignado, Gaspar. Se ve gente con esquís; también puedo divisar algún que otro trineo artesanal. Está bien, me digo, que sus moradores ocupen la ciudad. La nevada ha engullido, no sólo la metrópoli, también en cierto modo la actividad productiva del capitalismo. A todos los niveles. Nada funciona. Bueno, casi nada. Hay radio, televisión, luz, agua y calefacción (al menos, en esta parte de la ciudad). No es poco. No obstante, parece como si estos servicios estuviesen hoy fuera del control privado y hubiesen escapado de la reproducción ampliada capitalista. Me gusta lo colectivo, lo comunal, el comunismo de Marx, por supuesto.
Sigue nevando, sin tregua, sin pausa. Después de la comida, dudo qué hacer. Deambulo por la casa, de un lado para otro (como en los tiempos del confinamiento, para no quedarme anquilosado), sin saber muy bien qué decidir.
Al final, resuelvo lanzarme a la calle. A disfrutar como otros tantos ciudadanos de esta enorme nevada (por mucho que fuese anunciada), inesperada; como si hubiera llegado de repente. La ciudad me pertenece, nos pertenece. Ya he alabado su increíble arquitectura en otros escritos.
Descender por la calle de Alcalá hasta la plaza de las Ventas y encontrarme con ese edificio neo mudéjar de 1929 (la vieja plaza de toros) y todos sus alrededores llenos de nieve, impacta. No obstante, aún impacta mucho más penetrar en los dominios de la M-30, vacía. No hay coches, por supuesto; sólo los transeúntes ocupan sus carriles, ahora invisibles. Es una experiencia, seguramente, irrepetible. Todo es irrepetible en este paseo que tiene algo de iniciático.
Decido volver (camino del Parque del Retiro) por las calles adyacentes. El espectáculo es dantesco. Los coches han desaparecido bajo un enorme manto de nieve. Se distinguen los bultos, pero ningún elemento automovilístico asoma. Muchos árboles han sido derrumbados por el peso del manto blanco. Ramas y más ramas yacen en el suelo nevado. Hay mucha nieve, sigue nevando. En algunas horas (según las previsiones) dejará de hacerlo. Y en la nieve, se puede vislumbrar ese azul único que apenas se percibe en el fondo de su espesura cuando hay un pequeño hoyo o agujero. Como en los glaciares, aunque allí el azul sea visible del todo y con todo su esplendor se apodere de la blancura del hielo.
De tarde en tarde, algo de amarillo (producido, tal vez, por el pis de un perro o de un humano) resalta con fuerza en medio de toda esa blancura. Por lo demás, el blanco opaco y el cielo plomizo subsumen todos los colores de la ciudad.
Las calles son nuestras, de la gente (enmascarada, por fuerza) que transita hacia un lado y hacia el otro. Si no fuera por ese abalorio impuesto, parecería que estamos, otra vez, en la vieja normalidad.
Oteo el Retiro. Detrás de sus rejas, el paisaje inmaculado, virgen (nadie ha transitado dentro de él); ninguna pisada humana hay sobre esa superficie impoluta, sin estrenar. Qué ganas me entran de poder entrar y hundirme en ese medio metro de nieve blanda, virginal.
A la derecha, otro edificio neo mudéjar magistral, las viejas Escuelas Aguirre, revestidas por la nieve (me viene a la cabeza la olvidada fotografía de febrero de 1936, en la que se ve una fila de ciudadanos, incluso algunas monjas, que van a depositar su voto). Lo fotografío, igual que he hecho con el Retiro.
Más abajo, se divisa ya la Puerta de Alcalá. Sin embargo, no quiero fotografiarla. Siguen en pie los horribles y horteras alumbrados navideños que ha instalado el Ayuntamiento de Almeida y Villacís. Aparece patética la bella puerta mandada construir por Carlos III, ejecutada por el arquitecto Sabatini.
Hace frío, bastante; no obstante, voy bien pertrechado. Incluso para la cabeza he recuperado mi viejo gorro ruso (de mouton), necesario para poder sobrevivir en aquel Moscú de 1977, del que hablaba antes. Sin ese gorro (todas las rusas y rusos llevaban uno; nadie se atrevía a transitar por sus calles a -13º, bajo un cielo azul intenso, sin él), la cabeza se te quedaba helada, como muerta; los pensamientos se producían a muy baja velocidad.
La Plaza de la Cibeles aparece con la diosa (y los leones) casi cubiertos por la nieve. Nada que ver con su obligada desaparición bajo un búnker de ladrillos puestos por los madrileños para protegerla de los bombardeos de la aviación fascista durante la guerra de 1936-1939.
El Paseo de la Castellana y la Gran Vía también están cubiertos por un montón de Nieve. Los ciudadanos suben y bajan a lo largo de ellas.
A mi cabeza acude la vieja construcción literaria, que idearon Marx Y Engels en 1847 (espoleados por Jenny Westphalen), cuando redactaban el Manifiesto Comunista. Escribían Marx y Engels, a modo de prefacio: “Un fantasma recorre Europa: es el fantasma del comunismo. Todas las potencias de la vieja Europa se han aliado en una sacrosanta cacería de este fantasma: el Papa y el Zar, Metternich y Guizot, los radicales franceses y los policías alemanes…”
Pues bien, un fantasma recorre Madrid: es el fantasma de Filomena. El mundo por unos instantes parece que puede ser otro, todas las posibilidades se materializan en el cerebro. Los pensamientos no se congelan, vuelan. Todo está abierto, todo es posible. A pesar de los reaccionarios actuales: Trump, Bolsonaro, Marie Le Pen, Salvini, Orban, Casado, Ayuso, Abascal, etc. etc. A pesar de los intentos fascistas, como el asalto al Capitolio de Washington de hace unos días. A pesar de la estrategia de la tensión de las derechas españolas, reaccionarias y antidemocráticas, para tumbar el gobierno de coalición. A pesar de todo, el fantasma que recorre Madrid nos enseña que podemos ser dueños de nosotros mismos, que podemos apropiarnos de nuestra vida. Que el capitalismo (como decía Mao), en el fondo, es “un tigre de papel”.
Eso es lo que percibía saliendo del estudio la noche del 8 de Enero. Todo cerrado. La producción, en muchos sentidos, paralizada. El consumo abatido. Los coches (esa gran herramienta, casi como un dios, de la nefasta clase media) cubiertos por el fantasma Filomena o abandonados a su suerte por sus propios propietarios. La vida abriéndose camino en el silencio que emite la blancura infinita de la nieve. Unas pocas horas donde la realidad material humana (Neandertal y Cromañón) se impone a la ficción del capital. Eso es mucho, aunque sólo sea un fantasma que recorre Madrid.
La imagen de la izquierda está tomada desde uno de los balcones de la casa que habito (en la vieja Plaza de la Alegría), proyectada en 1935 por Secundino Zuazo Ugalde. Es un paisaje espectral. La nieve lo invade todo. La grisura del cielo enmarca esta visión única, tal vez irrepetible en una vida de duración normal.
La imagen de la derecha es una fotografía, tomada a pie de calle, de las antiguas Escuelas Aguirre (decoradas ahora por Filomena). Portentoso edificio de arquitectura neo mudéjar que sigue emitiendo una rara belleza frente a la magnífica puerta de entrada a los jardines del Buen Retiro, en la calle de O’Donnell.
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