2. Esperando que un mundo sea desenterrado por el lenguaje

A Rosa Menuda le gustaba decir que la beca le había tocado en suerte en la tapa de un yogur. Era una frivolidad que se permitía, mujer ella solemne en casi todos sus dichos, pero que la aterrizaba las veces en que casi parecía otro satélite de la Tierra. Llevaba escribiendo versos desde los doce años, cuando comenzó con esto mismo en su terrón argentino de Molduras: la arena y esta orilla acaban de parir su primer cuerpo, modulación casi coetánea de un castillito con almenas terminadas en latas vacías de sardina. Con el tiempo, eso devino, de acuerdo con el crítico de La Hoja Central, en una poética que buscaba experimentar con su cuerpo el placer y el dolor de la palabra, y cuyos resultados más insignes eran atravesar el mundo con finísimos hilos de colores que son el amanecer o el crepúsculo. Tenía tantos premios de poesía –en su país y fuera– como años. No llegó la primera al Cerro porque fuera la más cercana (apenas un autobús desde Molduras, donde se empeñaba en seguir viviendo, y el vuelo desde Buenos Aires), sino porque le gustaba aspirar el aire del principio, la luz de lo primero. Se llevó sola en su módulo –antes de que llegaran los demás– cerca de un mes, mendigando del personal de Lunas de lantano alimentos y atenciones. Conoció de ellos mismos, antes que nadie, las dependencias y los desperdigamientos de ese Cerro desaforado.
Atravesó con la ligereza de un ave la compuerta de la despensa. Se hizo con dos latas grandes de caballa y un termo de caldo. Estaba a punto de componer mentalmente algo cuando se dio cuenta de que Antonio y Antonia inquietaban la salita justo al lado, moviéndose de un lado al otro, como si fueran las hipérboles con las que se representa a un átomo. Carraspeó y los dos fueron unánimes en su buenas, Rosa. Después de restregarles su juventud y su indolencia durante el transcurso de tiempo en que buscaba una bolsa de plástico, dejó el módulo más nutritivo del Cerro envuelta casi exclusivamente en una camisola y en el silencio de las doce en punto de la noche.
No se dirigió a su módulo. Subió, atravesando todos los módulos y el cuerno de la luna que se prodigaba en el más alto, y luego bajó por donde el Cerro se hace una escalera de roca volcánica, hasta desembocar en la orilla del lago que todos se habían puesto de acuerdo en llamar playa. Allí la esperaba Lucas Manchón, arrastrando su hambre por el suelo fangoso pero cálido, apetecible y terso como una nalga.
–Sonso sos, Luquitas, tenés el derecho de un becado a alimentarse.
–Se me atraviesan estas cosas, Rosita, ya sabés. Si no fuera por vos…
Y a ella se le atravesaban sus argentinismos. Si no fuera porque estaba esperando que se le descargara un podcast lo hubiera dejado tirado allá mismo, figurilla borrosa que rebosaba del limo mientras abría una lata de caballa.
–Acá tenés, anacoluto, la mejor poesía en un clip de apenas media hora. Están todos: Vallejo, Celan, Trakl, Pizarnik…

A ella le gustaba llamarlo así. A él también que se lo llamara.
–Ya ves: doblemente alimentado por la flor de la poesía del Cerro. Caballa y versos surrealistas. Ya me dirás cómo te lo agradezco…
Rosa miró el cuerno de la luna y profirió una bordería. Luego se dio la vuelta, caminando más rápido de lo habitual, cerro arriba. Medio minuto después un Lucas Manchón casi anulado por la lámina de plata lacustre, atiborrado de lascas de pescado en conserva y caldo, recibió un mensaje de whatsapp que primero le pareció intuir como un verso y solo después identificó como la pregunta de marras: ¿cuándo te vas a decidir?