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EL PAN DEL POETA by Rosa Marina González-Quevedo

Ilustración de Guidone

Escribo. Agrego frases al papel dando forma a un extraño dinosaurio de grandes ideas y estómago vacío. Si al menos supiera dónde está el árbol gigante en el que crece el pan de la gloria, podría ir allí, a descansar bajo su sombra. Si al menos supiera dónde nace el río de la sabiduría, bajaría de las nubes, me sumergiría en sus aguas, pondría fin a mi torpe andar de ser errante y me disolvería en la metafísica de los antiguos griegos. Y así, entre gloria y buen vino filosófico, me pondría a comer y a beber sin parar hasta saciar mi descontrolada tripa de animal hambriento. Pero…

Sí, estas palabras podrían ser un maravilloso programa para un itinerario en el que el viaje dura lo que dura un sueño. Estas palabras podrían componer una sinfonía para un viandante que —por confusión remota— espera llegar al centro de la Tierra y conquistar el fuego. Sin embargo, son palabras que acusan de iluso al filósofo y al soñador de necedad. Palabras que se vuelven contra el insatisfecho apetito de existir en versos por encima —y más allá— de los propios signos vitales. Palabras que gritan «¡despierta, que hay que cargar la leña para que haya fuego y que sembrar la huerta para que haya un árbol!». Palabras suficientes para que todo cuanto escribo no se pierda en el absurdo quehacer de emborronar cuartillas. Palabras que tienen razón, pues también la casa del poeta necesita fuego y pan su mesa. No todo es poesía.

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